«Doctrina del Liberalismo sobre la Libertad» - S. S. León XIII (1810-1903)
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11. Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran
por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría
acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la
libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los
que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré[1],
entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia. Tales son los
partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y que, tomando el nombre
de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.
Liberalismo de primer grado
12. El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide
con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del
liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios
que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio
fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que,
negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí
misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez
único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del
liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a
la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa
denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de
libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una
licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo
en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade
que no tiene sobre sí superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la
causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o
superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder
político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual
es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su
conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única
regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza
decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.
Todos estos principios y conclusiones están en contradicción
con la razón. Lo dicho anteriormente lo demuestra. Porque es totalmente
contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre
el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo y
universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la naturaleza humana, sino
también a toda la naturaleza creada. Porque todas las cosas creadas tienen que
estar forzosamente vinculadas con algún lazo a la causa que las hizo. Es
necesario a todas las naturalezas y pertenece a la perfección propia de cada
una de ellas mantenerse en el lugar y en el grado que les asigna el orden
natural; esto es, que el ser inferior se someta y obedezca al ser que le es
superior. Pero además esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los
particulares como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el
bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola,
desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la
virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el
juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida
una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma,
quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En
cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero
origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y
la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda
abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que
lleva a la tiranía.
La negación del dominio de Dios sobre el hombre y sobre el
Estado arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda
religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en todo la
referente a la vida religiosa. Armada la multitud con la idea de su propia
soberanía, fácilmente degenera en la anarquía y en la revolución, y suprimidos
los frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la fuerza,
que es radicalmente incapaz para dominar por sí sola las pasiones desatadas de
las multitudes. Tenemos pruebas convincentes de todas estas consecuencias en la
diaria lucha contra los socialistas y revolucionarios, que desde hace ya mucho
tiempo se esfuerzan por sacudir los mismos cimientos del Estado. Analicen,
pues, y determinen los rectos enjuiciadores de la realidad si esta doctrina es
provechosa para la verdadera libertad digna del hombre o si es más bien una
teoría corruptora y destructora de esta libertad.
Liberalismo de segundo grado
13. Es cierto que no todos los defensores del liberalismo
están de acuerdo con estas opiniones, terribles por su misma monstruosidad,
contrarias abiertamente a la verdad y causa, como hemos visto, de los mayores
males. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin
rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin
reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una
libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la
libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente
debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que
esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios
quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural. Pero al poner
esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos
admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de
Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la
tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner
límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo
tiempo la obediencia debida a Dios. Más aún: si la razón del hombre llegara a
arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de
los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes
divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría
más que la autoridad y la providencia del mismo Dios.
Es necesario, por tanto,
que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la
ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su
infinita sabiduría, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido,
nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales
claras e indubitables. Necesidad acentuada por el hecho de que esta clase de
leyes, al tener el mismo principio y el mismo autor que la ley eterna,
concuerdan enteramente con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen
además el magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y
nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con su
amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no
puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena
la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.
Liberalismo de tercer grado
14. Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto
más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente,
las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero
no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la vida política apartarse de
los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta noble
afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación
entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas
afirmaciones.
Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad
proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir
virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio
de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la
naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas
o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los
gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de
procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad
y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu.
Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede
haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta
razón, los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes
divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto
por la misma naturaleza.
Pero hay otro hecho importante, que Nos mismo hemos
subrayado más de una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder
religioso, aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin
embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones,
encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los mismos hombres,
y no es raro que uno y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque
por razones distintas. En esta convergencia de poderes, el conflicto sería
absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la voluntad
divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un procedimiento para
evitar los motivos de disputas y luchas y para establecer un acuerdo en la
práctica. Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con
el cuerpo, unión igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el
contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la
vida.
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* En la Encíclica «Libertas Praestantissimum»,
20 de junio de 1888. «Doctrina Pontificia, II Documentos políticos» BAC, Madrid MCMLVIII, pp.237-241.
[1] Jer. 2, 20