«Redención de Cristo y Corredención de María» - Fray Alberto García Vieyra O.P. (1912-1985)

En vísperas de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, «Decíamos ayer...» quiere destacar el privilegiado papel de la Santísima Virgen María como CORREDENTORA del género humano. Aquí va, entonces, un fragmento de este excelente trabajo del P. García Vieyra. Su texto completo –cuya lectura recomendamos vivamente– se podrá descargar al pie de la página.


[...]

3. La compasión de María

Sin hablar aún de co-redención, San Alberto Magno[1] interpreta el papel de María en la obra redentora de su Hijo, a través de ciertas expresiones de la Escritura. Glosemos sus palabras.

Se le aplica a María, sobre todo cuando se la contempla junto a la Cruz, la expresión «mar de amargura». No un mar tempestuoso e inquieto, sino lleno de aguas de piedad y misericordia.

Pareciera un contrasentido poner en el nombre de María una referencia a la amargura. El dolor, la amargura, es pena del pecado. A la Santísima Virgen se le debe la alegría de la bendición: ¡alégrate!... ¡Bendita entre las mujeres! Ella engrandece al Señor, su espíritu se goza en Dios, su Salvador. La alegría, el gozo era lo más propio de la Inmaculada, donde no ha entrado el poder de Satanás. El dolor no entró en María por la vía ordinaria del pecado. Ella fue concebida sin pecado alguno. Pero entra en su alma por la vía extraordinaria de la Redención.

Nadie más alejado del pecado que Jesucristo; sin embargo se dice en Trenos: «Considerad y ved si hay dolor como el mío» (Tr. 1, 12). Jesús permite el dolor en sí mismo, como elemento de expiación y redención del pecado.

Él es el varón de dolores que entrevió Isaías. Dolor sensible, ante todo, por la lesión corporal de sus miembros en el madero de la cruz. La muerte de los crucificados era acerbísima pues eran clavados en los miembros de más nervios, y por esto, más sensibles, a saber en las manos y en los pies; el mismo peso del cuerpo pendiente aumentaba continuamente el dolor; el dolor era prolongado, por cuanto no morían los crucificados en un instante. Pero sobre todo dolor interior por los pecados del mundo, por cuya satisfacción padecía. Aumentaba la intensidad de tales dolores la capacidad sensitiva de Cristo paciente; sus facultades interiores percibieron todos los motivos de tristeza[2]. En su pasión, Cristo sufre todos estos dolores, que son las consecuencias del pecado, para volverlos contra el pecado. El dolor en Cristo-hombre iba a salvarnos del pecado; las mismas consecuencias del pecado se iban a volver contra el pecado.

El dolor de la Virgen María no podía, según dijimos, provenir del pecado. Provino del único origen posible: de su maternidad divina. Añadamos que al provenir de la maternidad divina, revela aquella maternidad como corredentora. San Alberto ve profetizado el dolor de la Virgen, motivado por los pecados del género humano, en algunos textos del Antiguo Testamento: «Por eso lloro y manan lágrimas mis ojos; y se alejó de mí todo consuelo que aliviase mi alma; mis hijos están desolados al triunfar el enemigo» (Tren. 1, 16). En las lágrimas de la hija de Sión, contempla San Alberto el dolor de María por la perdición de los hombres.

La perdición del género humano era un hecho que aparecía a los ojos de la Inmaculada en toda su espantosa realidad. En una forma como no puede aparecer ante nosotros. Su fe penetrante, para ver las cosas en Dios; una fe alimentada por el don de ciencia, que contempla las cosas naturales, del mundo, en función de la Redención, todo conduce a la hija de Sión a un profundo dolor. Esto se significa en el libro de Rut, cuando Noemí dice a las mujeres de Belén: «No me llaméis más Noemí, esto es, hermosa; llamadme Mara, amarga, porque de amargura me llenó el Omnipotente» (1, 21). Estas palabras –dice San Alberto– convienen a la Bienaventurada Virgen, que abarca en el seno de su misericordia a los miembros de su Hijo, como hijos de su misericordia y piedad[3].

A menudo el Nuevo Testamento nos muestra a María con su hijo Jesús. Al final del episodio del Niño perdido en el templo, San Lucas lo presenta volviendo a Nazaret, y termina: «Su madre conservaba todo esto en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres» (2, 51-52). María contemplaba evidentemente el misterio de su Hijo. Todas las cosas quedaban estampadas en su corazón, ya que reinaba la más profunda unión moral entre la madre y el Hijo. El Hijo, salvador del mundo; la madre, preservada del pecado original, pero concurriendo con su Hijo a la salvación del mundo.

Podemos pensar que siempre participó en la vida de su Hijo. Sobre todo en el camino del calvario, y especialmente al pie de la Cruz, unida a los dolores de la pasión. Repetimos: dolores que comparte no por razón del pecado, pues fue concebida sin pecado, sino por la única razón posible en Ella, la corredención, su íntima participación en la redención objetiva.

[...]

* En «Mikael – Revista del Seminario de Paraná»,  Año 11 – N° 33, Tercer cuatrimestre de 1983.



[1] Cf. De Natura Boni 48-56. Opera omnia, ed. Colonia, 1974.
[2] Cf. S. Tomás, Summa Theologica III, 46, 6.
[3] Cf. Op. Cit. 61.

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