«Razón y Democracia» - Rafael Gambra (1920-2004)

    En otoño de 1792 la Convención decreta en Francia el culto de la diosa Razón, y el pueblo revolucionario de París adora en la catedral de Nuestra Señora a la Razón bajo la forma de una prostituta encaramada en su altar mayor. Acababa de proclamarse la República, y pocos meses antes había subido a la guillotina Luis XVI y su familia, símbolos del pasado sagrado de Francia, de lo que a partir de ahora se considerarían «poderes irracionales». En aquellos mismos días el arzobispo «constitucional» de París, con sus canónigos, abjuraría de la religión católica ante la Convención. Iba a comenzar, en un baño de sangre, la puesta en práctica de los lemas racionales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Empezando por el de Igualdad, porque los otros se suponían consecuencias futuras de la obra igualadora de la Revolución. El calendario –los nombres de los meses y el cómputo de los años– se modificaría con nombres «naturales» y una nueva era a partir del año I; los notables del reino –nobleza y clero– se igualarían mediante la guillotina hasta no haber otro condición que la de «ciudadano». La canción de guerra de los revolucionarios era:
Les aristocrates a la lanterne
ça ira, ça ira, ça ira.
Los aristócratas a la farola (a ser colgados)
Esto marchará, esto marchará...
    Los países históricos se igualarían en departamentos administrativos cada uno con su número y también con nombres «naturales» (ríos y montes); leyes y franquicias cederían ante un solo Código Civil; incluso los campanarios de las iglesias se demolerían para reducirlos al nivel de las casas...
    En ese culto a la Razón venían a coincidir la ideología de la Ilustración y el pensamiento de Rousseau. Los hombres nacen iguales, libres, y también buenos, puesto que son poseedores de la razón. Pero crecen y viven en un medio social pervertido por el «irracional histórico» que los condiciona y malea. Según ambas teorías, un mundo de creencias y supersticiones, de preeminencias y de poderes ancestrales oprime al hombre obligándose a adaptarse, a reprimir el ejercicio de su razón, a disimular y a mentir. Es preciso destruir ese mundo de instituciones históricas y de «prejuicios» para que el hombre recupere su primitiva inocencia en el seno de una nueva sociedad racional, fraterna y libre. El poder dentro de esa nueva sociedad «liberal» habrá de reducirse al mínimo: no profesará creencia ni doctrina alguna sino que se limitará a velar por la libertad de todos, es decir, por que el derecho de unos no interfiera con el de otros y por que se cumplan los contratos. Ese mismo poder no se asentará en orígenes ni carismas supuestamente superiores, sino que se establecerá por convención o acuerdo de las voluntades libres expresadas en el sufragio, del que nacerá una Constitución o contrato social, ley única y soberana. Se trata de la «soberanía popular» o régimen democrático moderno. Los hombres no serán ya gobernados por dioses ni por leyes venidas de lo Alto, sino por sí mismos, por la Voluntad General iluminada por la Razón.

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    Han transcurrido casi doscientos años desde aquella apoteosis de la Razón. Expandidas a todo el mundo las ideas de la Revolución por los ejércitos napoleónicos, parece haberse establecido universalmente el régimen político ideado en la Convención: laicismo de Estado, Constitución emanada de la voluntad popular, sufragio universal, igualdad ciudadana... Las diferencias religiosas e históricas que determinaron una pluralidad de naciones, y la identidad de cada una, han dejado de ser relevantes ante la universalidad de ese esquema político democrático-racional. Incluso las regionalidades o «autonomías» que surgen se acomodan políticamente a ese mismo esquema.
    Prescindiendo de la cuestión filosófica de si la razón desvinculada de la experiencia histórica es directriz adecuada para la gobernación de los pueblos, parecería lógico que, a los dos siglos de la Revolución, el mecanismo de gobierno de los pueblos hubiese alcanzado la más alta cota de racionalidad técnica. Que la eliminación de factores irracionales o no racionales hubiera llegado a ser completa. Pensemos, sin embargo, en cómo se realiza en nuestras sociedades democráticas la elección de parlamentarios y de gobernantes. El sistema es en todos los países democráticos el sufragio universal inorgánico o individual, a través de los partidos, y otorgando idéntico valor a los votos, sean de un sabio o de un analfabeto. Dando por sentado que de ese voto mayoritario nacerá la ley, la verdad y la justicia vigentes hasta los próximos comicios. Se trata en teoría de consultar a la «opinión pública» mayoritaria, pero para en la práctica propiciar o hacer posible el éxito de una candidatura se requieren estos cuatro elementos o factores:
   1°) Una imagen –la del candidato– que resulte atractiva para el electorado, especialmente del femenino si se trata de un hombre.
    2°) Un slogan breve e incisivo, capaz de crear una imagen mental sugestiva («por el cambio», «por las cosas bien hechas», etc.).
   3°) Una musiquilla pegadiza que acompañe al slogan y a la imagen humana a través de los altavoces.
   4°) Dinero en cantidad suficiente para realizar la campaña masiva y saturadora de esos tres elementos.
    Como puede verse, factores no demasiados racionales, que se dirigen más a las capas profundas de la emotividad, de la pereza mental, del sexo, incluso a la búsqueda del reflejo o del síndrome. Por modo tal que, más que de voluntad general podría hablarse hoy de reflejo condicionado general.
     Es, sin embargo, frecuente oír hablar en el seno de estos regímenes pretendidamente racionales de «poderes fácticos». Poderes de hecho, no establecidos constitucionalmente ni teóricamente ideados. La referencia se realiza siempre en un sentido crítico o agresivo, sobre todo en las democracias tendientes al socialismo. Poderes fácticos son, básicamente, la familia, el Ejército y la Iglesia. La familia (y la educación familiar) en cuanto base de la sociedad natural, que se opone a una sociedad individualista y a una educación estatal. El Ejército concebido, no como un mero instrumento de emergencia al servicio de la democracia, sino como continuidad defensiva de la patria y de su significación histórica. La Iglesia como sociedad religiosa independiente del Estado y con una esfera pública de atribuciones. La historia de las democracias modernas lo es también de una guerra latente o abierta contra la influencia y la existencia misma de estos poderes fácticos.

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   Es jueves 18 de junio, día este año del Santísimo Corpus Christi. Me dirijo a participar en la procesión que, desde los orígenes de esta fiesta, se celebra en Madrid como en casi todas las ciudades de España. La procesión arranca del pórtico de la catedral, aún sin terminar de construir, de la Almudena, que alza sus torres junto al Palacio Real, y se desarrolla hasta la todavía catedral de San Isidro, en el viejo Madrid de los Austrias.
   Se concibe esta procesión como una gran desfile de la civitas cristiana y como un homenaje público, apoteósico, al Santísimo Sacramento. Abre el cortejo una sección de la Guardia Municipal en uniforme de gran gala. Siguen las cofradías artesanales o profesionales con sus estandartes y juntas de gobierno. A continuación desfila el clero diocesano en dos filas y la custodia con el Santísimo, que es a modo de un gran templete de plata. Cierran la procesión las órdenes militares representando a la nobleza y las autoridades civiles y eclesiásticas, (a cuyo frente iba en otro tiempo el Rey) con bandera y música, en representación del Ejército. Éste, por su parte, cubría la carrera rindiendo armas al paso de la custodia. En el trayecto una lluvia de flores cae sobre ésta y, en algunas ciudades, la procesión discurre sobre tapices de flores con artísticos dibujos. Al salir el Santísimo y a su llegada a la catedral las bandas interpretan la solemne y vibrante Marcha Real, a la vez himno nacional y religioso, que inspira profunda emoción en el espíritu de los españoles. El acto está informado por el espíritu corporativo y jerárquico de la ciudad medieval, vivificada por la fe cristiana, que rinde así adoración pública a su Dios y Señor. . .
    He dicho que la Almudena, de donde parte la procesión, eleva sus inacabadas ojivas junto al Palacio Real, formando a modo de un conjunto que asoma sobre lo que fue escarpe y muralla de Madrid. En su inspiración originaria son como una simbolización del Altar y el Trono. El palacio de la que fue Majestad Católica se edificó por los primeros Borbones para sustituir al viejo alcázar de los Austrias, destruido por un incendio. Su emplazamiento coincide con el de la primitiva fortaleza árabe, cristiana más tarde, que fue el reducto desde donde se extendió Madrid. Es un palacio de piedra blanca, de un bellísimo neoclásico barroco. Obra de Sacchetti y de Ventura Rodríguez es el más hermoso y armónico de los palacios regios de Europa. En su concepción se conjugan la fortaleza, el palacio y el templo, representado éste por la cúpula de su capilla que lo preside. Desde ese palacio se gobernó a las Españas universales, desde Oceanía hasta los reinos italianos, pasando por la inmensidad de la América hispana.
    Para su balaustrada superior se esculpieron cientos de inmensas estatuas pétreas, de airosos perfiles, que representan a todos los reyes y reinas de España desde la época visigótica hasta Carlos III. La guerra de Napoleón interrumpió las obras finales del Palacio, y las estatuas quedan dispersas por múltiples parques y paseos de España, sin llegar a su emplazamiento. Sólo una pocas se elevaron recientemente a los ángulos y fachada principales. La propia Plaza de Oriente, contigua al real alcázar, está circundada de muchas de esas estatuas.
    Aquellos monarcas representados en esa gran galería escultórica reinaron y gobernaron «por gracia de Dios y según fuero», es decir, atenido su poder a la ley divina y limitado por las leyes y los derechos de su estados y de sus súbditos. Elegían a sus secretarios o ministros según su recta razón y prudente consejo, y en el acierto de esta elección eran ellos mismos los primeros interesados. Pero, sobre todo, recibían, conservaban y trasmitían un poder que permaneció unánimemente respetado durante mil años. Una continuidad histórica en la que cada uno de esos príncipes, a pesar a veces de rivalidades y contingencias, se consideraba heredero de su predecesor, y el que encargó las estatuas, del primero de todos. Desde el origen del reino visigótico hasta vísperas de la Revolución, en el siglo XVIII. Un milenio de monarquía, con épocas de esplendor y poderío como no conoció otra monarquía, ni aun el propio Imperio Romano.
    Volvamos ahora la mirada a la etapa histórica –la nuestra–, que inauguró la Revolución adorando a la diosa Razón en el gran templo de París. Ya no hay unidad de fe, ni las naciones –menos aun lo que fue el ámbito de la Cristiandad poseen un común fundamento espiritual. Ya no es posible un desfile procesional como el del Corpus que represente al conjunto de las civitas. No hay más desfiles que las manifestaciones de partidos políticos, rivales entre sí, entregados a una lucha por el poder, siempre recomenzada, bajo los irracionales supuestos del sufragio inorgánico. Menos aún existe una continuidad milenaria de gobierno; antes bien, en cualquier nación europea puede contarse· una sucesión de ocho o diez regímenes insolidarios entre sí, separados por revoluciones, en el decurso de menos de dos siglos.
   Estamos así en condiciones de preguntarnos sobre qué descansa mejor la razón humana, la contemplación del espíritu: ¿sobre aquel conjunto de poderes «fácticos» –familias, Iglesia, Monarquía– armonizados entre sí milenariamente por una misma fe? ¿O sobre este inmenso tumulto en que nos debatimos en nombre de una supuesta racionalidad liberada? ¿Dónde encuentra la razón, el orden y la armonía, y en dónde le repele la  anarquía y la improvisación?

* En «Revista Verbo», Argentina, N° 284, Julio 1988, pp. 13-18.

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