«La religiosidad de Manuel Belgrano» - P. Guillermo Furlong (1889-1974)

[...]
    Después de la desastrosa expedición al Paraguay, pasó Belgrano a la Banda Oriental, de donde se le llamó, en abril de 1811, para que compareciese en la capital y respondiese a los cargos que había contra él. Se le suspendió del cargo de miembro de la Junta Gubernativa y se le destituyó del rango de general en jefe. Para bien de la tierra argentina y de la causa revolucionaria, Belgrano era demasiado patriota y demasiado humilde para abandonar su deber, aun en medio de estas crueles contradicciones.
    A los pocos meses, fue llamado el destituido general para ocupar de nuevo un lugar de peligro en el campo de batalla. En febrero de 1812, se encuentra en Rosario y, por sí y ante sí, determina enarbolar una bandera que distinga a los ejércitos nacionales de los ejércitos enemigos. ¿Por qué escogió los colores azul y blanco? Mitre dice que prefirió estos colores, porque eran un reflejo del hermoso cielo de la patria. Recuerde el lector cómo, al fundarse el Consulado en 1794, quiso Belgrano que su patrona fuese la Inmaculada Concepción y que, por esta causa, la bandera de la dicha institución constaba de los colores azul y blanco. Al fundar Belgrano en 1812 el pabellón nacional ¿escogería los colores azul y blanco por otras razones diversas de las que tuvo en 1794?
    El Padre Salvaire no conocía esos curiosos datos y, sin embargo, confirma nuestra opinión al afirmar que «con indecible emoción cuentan no pocos ancianos, que al dar Belgrano a la gloriosa bandera de su Patria, los colores blanco y azul celeste, había querido, cediendo a los impulsos de su piedad, obsequiar a la Pura y Limpia Concepción de María, de quien era ardiente devoto. Y, a la verdad, quien conoce el carácter piadoso del ilustre General Belgrano, no extrañará en él semejante inspiración de entusiasmo religioso y patriótico. ¡Oh! noble estandarte argentino, ¡cuánto más hermoso y sagrado apareces a nuestros ojos, cuando en los célicos y virginales colores de sus ondas, que flamean al capricho de las auras, contemplamos los indicios de esta bella y piadosa leyenda!».
     En mayo de 1812 se hallaba Belgrano en Jujuy. Conservaba en su poder la bandera por él ideada y decidió realizar solemnemente la bendición de la misma. Ricardo Rojas, en la introducción al «Archivo Capitular de Jujuy» y en «La Argentinidad», ha descrito con magistral pluma y con gran caudal de detalles aquella solemne y vistosísima fiesta del 25 de Mayo de 1812. Sólo recordaremos aquí que el canónigo Gorriti, en presencia de todo el ejército, al son de todas las músicas y repique de todas las campanas de las iglesias jujeñas, bendijo la bandera de la patria, que sostenía en sus manos el general Belgrano. Al presentar luego el pabellón desplegado a sus entusiasmados soldados, les arengó Belgrano con frases y conceptos que ponen de relieve los sentimientos que en ese solemne día agitaban su grande alma...
     El teniente coronel Blas Pico, que tantos años estuvo al lado de Belgrano, después de decirnos que atribuía todas sus victorias «al Señor Dios de los ejércitos, por intercesión de Nuestra Señora de Mercedes», nos dice también que «su asistencia frecuente a los templos, a los solemnes y privados sacrificios, el verle en ellos en oración, exhalar su espíritu con tiernas lágrimas ante la Majestad de Dios Sacramentado; el proteger, promover y llevar al cabo todo establecimiento piadoso, fueron actos tan edificantes a los pueblos que tuvieron la felicidad de mirarse bajo la protección de sus armas, que llegaron a amar con la mayor ternura y fraternidad a todo individuo del ejército...
    »Era de la obligación de los Capellanes, por mandato expreso, asistir por la mañana y tarde  a los hospitales, que diariamente hiciesen a sus regimientos una plática doctrinal a la hora de la lista, sin perjuicio de la que había los días de festividad en la misa del regimiento, que celasen de rezar el Rosario para todos los soldados diariamente, y que cumpliesen con el precepto anual, a cuyo fin ordenaba a los jefes, para que concediesen a la tropa franco tiempo para disponerse debidamente; si alguna vez por accidente oyó a algún soldado una palabra obscena o indecente, los castigó con el mayor rigor, y lo mismo encargaba a los jefes y oficiales; con todo esto logró que su ejército fuera considerado más como una congregación de hombres de estatuto piadoso que como soldados».
    En la víspera de la batalla de Tucumán, acudió al pie de los altares y eligió a Nuestra Señora de las Mercedes por patrona de su ejército, pidiéndole fervorosamente que intercediera con el Dios de los ejércitos, y le gobernara en la batalla que iba a librar. Este acto público de acendrada religiosidad tuvo lugar poco antes de la batalla, y así es que pudo escribir Belgrano, poco después de librado el combate: «La patria puede gloriarse de la completa victoria que han obtenido sus armas, el día veinte y cuatro del corriente, día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos...».
    La batalla de Tucumán, una de las más gloriosas y heroicas del ejército argentino, fue librada el día 24 se septiembre de 1812. Aunque la inferioridad de Belgrano era manifiesta, fue suplida a fuerza de heroísmo y de audacia. Se luchó denodadamente durante todo el día, hasta que Tristán se dio a la fuga, dejando en el campo de batalla más de cuatrocientos muertos, tres banderas, un estandarte y todos los bagajes. Parte del ejército patriota siguió en persecución de los enemigos, parte quedó en el «Campo de las Carreras» y lo restante, al mando de Belgrano, se dirigió a la ciudad, con el objeto de manifestar públicamente su agradecimiento a la Santísima Virgen.
    «La división de vanguardia –escribe Mitre– llegó a Tucumán en momentos que una procesión cruzaba las calles de la ciudad, llevando en triunfo la Imagen de Nuestra Señora de Mercedes... A caballo y llena de polvo del camino se incorporó la División de vanguardia a la procesión, la que siguiendo su marcha, desembocó al campo de batalla, húmedo aún con la sangre de las víctimas. El general se coloca entonces al pie de las andas que descienden hasta su nivel, y desprendiéndose de su bastón de mando, lo coloca en las manos de la Imagen; y las andas vuelven a levantarse y la procesión continúa majestuosamente su camino. Este acto tan sencillo como inesperado, produjo una impresión profunda en aquel concurso poseído de sentimiento piadosos y aun los espíritus fuertes se sintieron conmovidos».
    En la «Historia de los Premios Militares», publicada por el Ministerio de Guerra, se halla la reseña de una curiosa medalla de origen desconocido, según los compiladores de la mencionada obra, pero que el erudito Padre Antonio Larrouy atribuye al general Belgrano quien, por su cuenta, la hizo acuñar en la Casa de Moneda. Es, escribe Larrouy, «un nuevo testimonio de su indefectible gratitud a su Protectora».
    Anverso:
Bajo la protección de
Nuestra Señora de Mercedes
Generala del Ejército
En el campo: - Victoria - del 24 de
- Septiembre - de 1812
    Reverso:
Tucumán – Sepulcro de la Tiranía
En el canto: Viva la religión, la patria y
y la unión.

    En 1821, escribía, y no sin fundamento, fray Cayetano Rodríguez, estas hermosas líneas:
   «¿En qué país no ha resonado la fama de su piedad religiosa con que tributaba al cielo el homenaje de su gratitud, reconociéndolo en sus militares encuentros por autor único de sus triunfos, y besando la mano que lo humillaba en sus desgracias? ¿Con qué confianza, con qué ternura libraba en las manos de la Reina de los Ángeles el feliz éxito de sus empresas y cuán sensibles pruebas le dio esta Divina Madre de su protección y amparo, en los apurados lances en que se vio comprometido su honor, e indecisa la suerte de la América del Sur?».
     No se contentó el general Belgrano con proclamar a la Virgen por patrona del ejército, antes de la batalla, con entregar personalmente su bastón de mando en manos de la veneranda imagen, y con hacer acuñar la hermosa medalla conmemorativa de aquel señalado triunfo. «Antes de ponerse en marcha para Jujuy –continúa el historiador Mitre– mandó hacer funerales por los muertos, a los que asistió personalmente con todo su Estado Mayor, enseñando prácticamente, que los odios no deben pasar más allá del sepulcro, a la vez que consolidaba la opinión de religiosidad que iba adquiriendo su ejército».
   Como complemento de lo que acabamos de copiar, trasladaremos a continuación algunas interesantísimas noticias que consigna el general Paz en su tan celebradas Memorias: «Las monjas de Buenos Aires –escribe el célebre soldado cordobés– a cuya noticia llegaron estos actos de devoción, los celebraron mucho y quisieron hacer una manifestación al ejército, mandando obsequiosamente un cargamento de cuatro mil pares de escapularios de la Merced, los que se distribuyeron en esta forma:
    »Cuando se trató de mover el ejército para buscar al enemigo en Salta, se hizo por cuerpos, los que después se reunieron en tiempo y oportunidad. Luego que el batallón o regimiento salía de su cuartel, se le conducía a la calle en que está situado el templo de la Merced. En su atrio estaba ya preparada una mesa vestida, con la imagen, a cuyo frente formaba el cuerpo que iba a emprender la marcha; entonces sacaban muchos cientos de escapularios, en bandejas, que se distribuían a jefes, oficiales y tropa, los que colocaban sobre el uniforme y divisas militares.
    »Es admirable que estos escapularios se conservasen intactos, después de cien leguas de marcha, en la estación lluviosa, y nada tan cierto, como el que en la acción de Salta, sin precedente orden y sólo por un convenio tácito y general, los escapularios vinieron a ser una divisa de guerra: si alguno los había perdido, tuvo buen cuidado de ponerse otros, porque hubiera sido peligroso andar sin ellos».
    El 20 de febrero de 1813 se libró la sangrienta batalla de Salta, no menos gloriosa que la del «Campo de las Carreras». Aún resonaban los cañonazos, y escribía Belgrano a Rivadavia estas líneas: «El Dios de los ejércitos nos ha echado su bendición; la causa de nuestra libertad e independencia se ha asegurado». El Cabildo de Buenos Aires le obsequió con un valioso regalo, que fue acompañado de un oficio lleno de elogios en memoria del triunfo de Salta, oficio que fue contestado en términos tan agradecidos y tan nobles que constituyen todo un elogio del no menos valiente que humilde servidor de la Patria. Copiamos un párrafo pertinente a la religiosidad de su autor: «conozco –escribía Belgrano– que mi mérito es ninguno para la atención con que V.E. me favorece.  La victoria del veinte del próximo pasado no es debía a mí, sino a la protección visible del cielo, y al imponderable valor de mis compañeros de armas».
    Esta carta de Belgrano lleva la fecha de 31 de marzo de 1813. Dos meses más tarde, el 3 de mayo, escribía otra al Cabildo de Luján, llena de devoción y agradecimiento hacia Nuestra Señora. «Remito a Usía –escribe el piadoso general–  dos banderas de la división, que en la acción del 20 de febrero, se arrancaron de las mano de los enemigos, a fin de que se sirva presentarlas a los pies de Nuestra Señora, a nombre del Ejército de mi mando, en el Templo de ésa, para que se haga notorio el reconocimiento en que mis hermanos de armas y yo estamos a los beneficios que el Todopoderoso nos ha dispensado por su mediación y exciten con su vista la devoción a los fieles para que siga concediéndonos sus gracias».
    Así escribía el general Belgrano, así obtenía sus victorias, y de esa manera tan sencilla, agradecía los favores que obtenía del cielo, por intercesión de su Reina, la Santísima Virgen.
[...]

* En «Belgrano – el santo de la espada y de la pluma», Club de Lectores, Buenos Aires 1974, pp. 25-44.

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