«El esclavo de los iroqueses – San Isaac Jogues» - Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)
He aquí una espléndida narración de la admirable
vida de este santo misionero y mártir. Publicamos sólo un fragmento, debido a su
extensión; sin embargo, el texto completo se podrá descargar para su íntegra
lectura –que vivamente recomendamos– al pie de la página.
A comienzos de septiembre de
1636, una imponente flotilla de canoas remontaba el río San Lorenzo, en Canadá.
Los centinelas de las tribus algonquinas no se inquietaban a su paso: los
hurones volvían de tierras de los caras pálidas a quienes habían vendido sus
pieles, llevándose en cambio drogas y armas, víveres y pacotilla. No habían
lanzado de un territorio a otro el tomahawk de la guerra. Los algonquinos
dejaron pasar.
Sin embargo, algo despertó su
curiosidad. Los remeros no iban solos. Entre aquellos cuerpos bronceados, con
abigarrados dibujos de untos multicolores, brillando de alhajas de cobre, y de
conchas, había un hombre blanco desconocido. No era el viejecito miserable que
los hurones habían llevado unas semanas antes; era un joven robusto, de perfil
afilado, de tez saludable, vestido, eso sí, como el otro. ¿Por qué casi todos
los caras pálidas se vestían de esa manera ridícula, con ese traje negro largo
tan incómodo cuando iban a visitar las tribus? pero, ¿acaso todo lo de los
blancos no era extraño e incomprensible?
Ya hacía años que los «trajes
negros» se habían establecido en las aldeas del gran bosque. Llevaban la misma
vida que los hombres de las tribus, con excepción de algunos detalles: no
mataban, no robaban y no tenían mujeres. Los hechiceros los odiaban y afirmaban
que su sola presencia atraía la cólera de las potencias invisibles bajo la
forma de cataclismos y epidemias. Con todo, aquí y allá había pieles rojas que
habían aceptado la religión de esos extraños sacerdotes llegados de tan lejos:
pero eran pocos los convertidos, y eran mal vistos.
No obstante, los «trajes negros»
persistían. Si uno de ellos se enfermaba o lo mataban, otro tomaba su lugar
inmediatamente. Así, en lugar de esa especie de espectro que las piraguas
habían conducido hasta Trois-Rivières, venía este muchachote que no parecía
sorprenderse por nada. Durante dieciséis días, en cuclillas en el fondo de la
canoa, inmóvil bajo la lluvia de mosquitos, soportaba tanto el sol de plomo
como el frío penetrante del anochecer, y no había dejado de leer un libro
negro, moviendo a veces lo labios. En los rápidos, cuando había que llevar las
piraguas a través de millas y millas, entre enmarañados cañaverales, había
ayudado sin una mueca. A los hurones les había hecho buena impresión.
Así llegaba el Padre Isaac
Jogues, de la Compañía de Jesús, al puesto que sus superiores de Trois-Rivère le habían asignado: Ihonatiria,
«aldea que domina las piraguas cargadas», humilde grupo de chozas en la punta
de una península del lago Hurón. Tenía entonces veintinueve años, y cuando le
habían dado la orden de partir con la comitiva anual de las tribus, con todo el
fervor de su juventud había dado gracias a Dios porque había escuchado sus
plegarias. Hacía años, ¿no había resuelto consagrarse al Señor? Había sido un
niño ejemplarmente fervoroso, perfectamente sumiso, a quien habían admirado
desde los nueve o diez años. Cuando su padre o algún maestro tenían que
castigarlo, porque era de temperamento vivo, ardiente y un poco indómito, a
menudo ¿no lo habían visto besar la mano que lo había castigado? En el colegio
de los Padres, en Orleáns, había sido de esos alumnos inteligentes, tenaces,
aplicados, pero también curiosos de todo lo que sus educadores tienen que
vigilar. En la escuela de aquellos hombres para quienes no contaban ni la
preocupación del dinero ni el deseo de alcanzar posiciones, sino la gloria de
Dios y la salvación de las almas, Isaac había discernido tempranamente su
porvenir. Sería jesuita, y jesuita misionero como Francisco Javier, ¿no acababa
de ser canonizado en 1622 cuando el joven Jogues tenía unos dieciséis años?
Por eso se hallaba allí aquel
otoño de 1636; y desencogiendo su gran cuerpo del fondo de la piragua, saltó a
tierra, estiró sus miembros entumecidos, y, a pesar de todo, miró con cierta
sorpresa a sus futuros catecúmenos. Uno de ellos llevaba pintadas las mejillas
de negro, la nariz de rojo y el resto de la cara de color azul fuerte. Otro la tenía
pintada mitad blanca y mitad negra. Otro más, frente al muelle, se había
cubierto de rayas, círculos y zigzags multicolores. La mayoría se había cortado
los cabellos en surcos paralelos y los mechones que les quedaban eran tan duros
y tan negros que hacían pensar en los pelos de las cabezas de los jabalíes; de
ahí el nombre que les habían dado los blancos: hurones[1].
Pero lo que el Señor ofrece siempre es adorable. «¡Hermano Isaac», le había
dicho su venerado maestro, el Padre Luis Lallement, verdadero hombre de Dios,
«hermano Isaac, usted no morirá sino en Canadá!». Isaac Jogues aceptó ese
destino con el corazón henchido de gozo.
¡El Canadá! Bajo el impulso del
Gran Cardenal ese país se había convertido desde hacía una decena de años en
uno de los sueños de la juventud francesa. En tanto que, desde la muerte del
buen rey Enrique IV habían proseguido débilmente los esfuerzos que éste había
hecho para instalar a Francia en los países nuevos de América, en tanto que el
valeroso Champlain se había limitado a establecerse firmemente en Quebec y
despejar las tierras vecinas, él, Richelieu, había presentido claramente el
porvenir. La Compañía de los Cien
Asociados, fundada en 1627 bajo su patronazgo, transportaba colonos
asegurándoles tres años de manutención. La población francesa iba creciendo; ni
la toma de Quebec por los ingleses en 1629, ni en 1635 el fin de Champlain,
muerto en su puesto, habían amainado los esfuerzos. ¡El Canadá! Gran número de
corazones ardían en fervor canadiense; en la corte, en la sociedad, en las
escuelas y en los claustros, hombre y mujeres, sacerdotes y soldados, y hasta
religiosas, soñaban con partir hacia esas soledades maravillosas, unos movidos
por el deseo de lucro, otros empujados por el amor de Dios.
Entre estos últimos había muchos
hijos de la Compañía de Jesús. No pasaba año que no saliesen de los noviciados
padres jóvenes deseosos de ir a continuar la gran historia de la Misión
cristiana en esas lejanas tierras para agregar así una página gloriosa. A los
jesuitas se debió que Montreal llegara a ser un día la inmensa metrópoli que es
hoy. El Padre Le Jeune trabajaba afanosamente entre los algonquinos establecidos
al norte de San Lorenzo, entre el océano y los grandes lagos. Muchas misiones
trabajaban entre los hurones que habitaban más al este, entre el lago que lleva
su nombre y el lago Ontario, a las cuales dirigían el Padre Brebeuf, un
gigante, y el Padre Garnier. Sólo los iroqueses, establecidos al sur del
Ontario, fuesen mohawks, sénecas, oneidas o agniers[2]
parecían impenetrables y eran los más feroces, los más hostiles a los
franceses, y además los holandeses e ingleses los excitaban subrepticiamente.
Un indígena le llevaba el
equipaje escaso, y el Padre Isaac Jogues trepó por el sendero que subía desde
la orilla del río hasta la aldea de chozas. Contempló un momento el inmenso mar
de agua dulce, gris y azul, vaporoso a lo lejos, y de derecha a izquierda la
infinita espesura roja y negra, apretada sobre las orillas. En los pantanos,
mugían los sapos-buey con una voz fuerte y triste. El lugar adonde Dios lo
llamaba...
[...]
* En «Los Aventureros de Dios», EMECÉ
Editores SA /Buenos Aires - 1953