«Chasque» - Leopoldo Lugones (1874-1938)
El viento que acababa de cellisquear[1] con la noche por
esas cumbres, disminuía sobre el páramo. Un solcito macilento como una vela,
nacía sobre la inmensidad ecuórea[2] de los ventisqueros; y más abajo,
abríase en hoyo de arena un valle.
Serpenteaba hacia éste el sendero, descolgándose más bien entre los
taludes, o escalonándose como una gradería sobre rasantes lajas. No se oía un
gorjeo, no se veía un rastro de vegetación, como no fuesen dos o tres
piquillines[3] medrados a la mitad del camino, entre
las rocas, y cuyas escarlatinas cuentas semejaban gotitas de sangre sobre el
cilicio del matorral.
Cercaban el valle inmensos paredones en cuya aridez de cráter las sombras
recortaban netamente, como cuencas de calaveras, hoyos y tajos. Sobre la rampa
oriental, muy sombría, quedaban los rastros de la nevasca nocturna, salpicados
en manchas de clarión[4] sobre torvo
zafiro. Al lado opuesto, el sol desollaba la roca en crudezas multicolores como
la carne de una res.
Traslapábanse[5] las estratificaciones
a modo de un tejado, en vetas de ladrillo y venenosos verdes. Amarillos de
tártaro, moradas sulfuraciones de mercurio jaspeaban las areniscas. En
exfoliaciones de argirosa[6] escoriaba el liquen las peñas;
llagábalas el salitre con su untuosa caspa, y la salumbre resplandecía con
titilaciones de agua a lo lejos. Al borde de las grietas que el fuego antiguo
hollinó cual lúgubres cicatrices, afloraba el cuarzo en drusas[7]; y dos o tres
lagartijas correteaban en paz a la resolana.
Desde arriba, un piquete español dominaba ese paisaje con agria
severidad. La paralización del viento imponía al conjunto una serenidad
austera, que con la luz de petróleo del sol escuálido, parecía retardar la
noche en los rostros de los realistas.
Irritaba aún sus párpados la desazón de un insomnio en peligro durante la
noche anterior, tapiados, por la cellisca y con el desesperante bramido del
vendaval eterno, acerbándoles[8] las horas en
infinitudes de desamparo y soledad.
Traían media semana de repecho, calcinados por el sol, de día; disecados
de noche por las escarchas, y zamarreándolos siempre –¡por Dios santo!–
siempre, siempre, con la aspereza de un cuchillo que escama o con el pululante
ardor de un sinapismo[9]; ora jadeando en
acezos[10] de mastín, ora
alborotándose en ímpetus de máquina desgobernada; afinándose con flagelaciones
de varilla, cacheteando con brutalidad de manopla; ciclón a veces, que retorcía
en furibunda espiral su embudo de arena; a veces cierzo que tullía con dolores
de cintarazo; duro y diáfano como el vidrio, lóbrego de bruma cual frenético
harapo; entretenido en empujar durante un día entero, hacia un mismo punto,
para sobresaltarse de repente con ímpetus de loco y estrellarse contra la
montaña haciéndola temblar con pavor tremendo; o encaprichado en serenar de
pronto extensiones que paralizaba un hielo mortal, como si se hubiera destapado
alguna bodega del abismo; para volver muy luego a las convulsiones, con
intermitentes bufidos de arranque y definitiva carga a fondo otra vez, aullando
el horror de epilépticos equilibrios sobre el vértigo, rallando en torbellinos
el hielo de los taludes, como uno que se despeñara en crispación de garras
sobre aquella pared –y siempre despierto, zumbándoles siempre sobre las carnes
su látigo de arena, el monstruoso viento de la montaña.
Liados en sus capotes a los que se asía más furiosa la ventolera, con
visos de arrancarlos; áridas como cecina[11] las caras; grises
como de granito los labios, uniéndose en fosca resignación su impotencia a la
cachaza de sus mulas, aquellos realistas formaban un grupo bien lóbrego entre
el silencio nada jovial de las nieves.
A pesar de tanta penuria, regodeábanse con cierta incrédula dejadez en
aquella calma. Poco duraría, pero en fin...
No podían ya volverse, demasiado insertos en la montaña y perdido el
contacto con su columna, seguramente; quedándoles como única esperanza la
junción que se prometían con una fuerza en merodeo cuyas noticias recibieron al
partir.
La noche antes habían merendado como última ración un mísero companaje[12], y ahora marchaban
a la buena de Dios entre la desolación y la nieve.
Algunos con los ojos sanguinolentos de jaqueca, miraban en una exaltación
de animales bravíos, medio locos bajo la punzada de aquel clavo de viento que
parecía un eje de tortura en torno al cual giraban sus cráneos como insensatos
volantes al vacío.
Miraban, miraban en tácito consejo de guerra, sin atreverse a descender,
no se emboscara en aquel valle alguna partida; cuando de pronto, tras un
peñasco que se empinaba a la mitad de la senda, brotó una columna de humo.
Divagó un instante, adherida a la roca: cortóse bruscamente, como si
despavesaran abajo su ignota candela, y atornillándose en densos regolfos[13], ascendió.
Casi al mismo tiempo un jinete salió del punto aquel, tomando el camino
descendente y muy ajeno según parecía a la inspección de que era objeto.
Los realistas, emprendieron la marcha en igual dirección, chifláronle
desde arriba sin que inmediatamente oyese. Al advertirlo, su primer movimiento
fue talonear el caballo; mas, como amartillaran las carabinas sobre él,
permaneció inmóvil, mientras los otros descendían entre los quejidos de las
bestias cuyos cascos limaba hasta el hueso la aspereza del guijarral.
Las leyendas patriotas decían de cierta dama, a quien el amor y el
entusiasmo conducían por entre riesgos de muerte hasta la más lejana montonera
de las punas, cada dos o tres meses, con mensajes del caudillo. Aprovechando las franquicias de su sexo, traspuso así muchas veces las
líneas españolas; mas, prisionera las dos últimas, y bien que perdonada una de
ellas por la cortesía goda en atención a su temeridad, y otra rescatada a peso
de oro, habíanle asegurado cautiverio definitivo si reincidía.
Era de las más vehementes; y constaba como episodio de su patriotismo,
cierto sarao en tal salón realista de Salta, al cual asistió calzada de patria,
un zapato azul, el otro blanco; acorazada de patria en un aderezo de perlas y
turquesas, y con un escudo de la patria que la coronaba, calado en el forzal de
su peineta.
Prendadísima del esposo que batallaba lejos, buscábalo a través del país
en guerra, desalada por el fuego del amor cuando duraba mucho la ausencia de
sus brazos. Y sobre la dura tierra, trocando en almohada los bastos del
guerrero, palpitantes aún con el azar de aquellas correrías, y seguros para ese
instante de abandono a la sombra de los sables que clareaban en desvelo avizor,
amábanse como leones hermosos, abismando sus corazones en una plenitud de noche
estrellada y de brisa libre.
La última vez, el riesgo fue tanto que convinieron en no verse ya; pero
las noches de soledad volviéronse poco a poco tristísimas; el amor, angustiado
primero en suspiros, rugió a poco su sed en el seno de la temeraria; anticipó
desventuras, insinuó con vergonzante titubeo el crimen de la infidelidad, desasosegándola
tanto, que cierto día, después de una conferencia con el caudillo, desapareció
sola en el mejor de sus caballos.
Nadie, sino aquél, conocía su ruta ni la clase de mensaje que llevaba.
Pero éste era tan grave como su decisión; y dado el tiempo, significaba para el
ejército enemigo la pérdida de su base de operaciones.
El humo dilataba ya sobre el ventisquero su densa borla, cuando los
chapetones[14] llegaron donde el caminante esperaba.
Veíase por el suelo los restos de ramas que surtieran de combustible al fogón,
percibíase la brasa mortecina de las yaretas[15] y su sahumerio
empireumático[16] corregido por un
dejo de ámbar. Aquello era seguramente un ángaro[17] encendido con
pérfida intención, pues bastaban dos tizones para el desayuno o el mate. Dos
puntapiés los desbarataron sin una protesta del caminante. Éste, montado aún,
seguía masticando en la inconsciencia de su miedo, un diente de ajo que había
empezado para no apunarse, al emprender su marcha. Era un muchacho de notable
belleza, a pesar del polvo que ensuciaba sus facciones como a designio, su
camisa y sus calzones de viejo terliz[18], sus botas
torcidas. A través de la tierra con que habíalo encostrado el vendaval,
coloreaba sus mejillas un rosa aterciopelado como el envero[19] de las frutas; y
bien que muy tostado, su cuello se lacteaba de blancuras.
Parecía imposible que aquel chico fuese un espía; pero los rebeldes daban
para todo; y familiarizados con sus tretas, los realistas comenzaron el
interrogatorio:
¿Quién era? ¿Para dónde iba?
El muchacho se aporró, agachando la cabeza hasta ocultar bajo el sombrero
sus ojos, cuya belleza, entrevista apenas, había preocupado al jefe.
–Pero ¡qué hacía! ¿Holgazaneaba por aquel precioso país? ¿Y aquel
humo?... ¿Era para los montoneros quizá? ¿No temía que lo bautizaran por
comedido con un par de escopetazos?...
El transeúnte se obstinaba, llamando cada vez más la atención del jefe su
aspecto poco rural, sus dedos fuselados, las mechitas que jugueteaban en su
nuca. Algo lo diferenciaba, sin que acertara a definirlo.
La quebrada, a pleno sol, exhibía con rigor más intenso su aridez casi
siniestra. Arriba, las cumbres alomándose una tras otra hasta emparedar al
horizonte, infundían con una vaga enormidad la certidumbre de sus siglos
inmóviles. Parecían congelar con su nieve el silencio mismo.
En las rampas del valle coloríase más aún el viso[20] mineral, cromatando en rojo los ocres
y lustrando con grises de bismuto los hollines plutónicos. El cielo azuleaba
sombríamente; el aire poníase como quebradizo en su sequedad de vejiga, y la
quietud extremábase hasta lo solemne, cuando con brusco mugido la ventolera
descendió girando como un trompo demente, aventando la arena a los rostros y
espoleando otra vez sus hordas indómitas.
No podían permanecer en ese callejón que el viento arrasaba a porfía; y
decidido a concluir de una vez con el mutismo del muchacho, el jefe a quien su
donosura interesaba, le alzó el rostro en una cascaruleta[21]:
–¡Bájate, perillán[22]!
El efecto que estas palabras causaron en aquél, fue tan extraño como su
resistencia y su gallardía.
Marchitósele la tez, apretáronse sus rodillas en una crispación contra su
pobre cojinillo de cordero, y su voz desfallecida de sollozos imploró:
-No, señor, no, señor, ¡por vida suya!...
Sus ojos resplandecían verdaderamente magníficos entre las lágrimas; y
así éstas como su voz y la postura que adoptó para suplicar lo afeminaban tanto
que uno de los hombres neceó en voz baja un comentario libertino.
El jefe advertíalo también; pero como a su vez no comulgara con aquellos
dengues[23], atusó impaciente
su bigote cristalizado de frío:
-¡Bájate, pues!
No lo hizo tampoco; dos hombres lo desmontaron a la fuerza, y entonces,
con evidencia reveladora, apareció sobre el cojinillo una mancha de sangre
fresca. El signo infausto con que su sexo acababa de traicionarla, cuando
peligros, desiertos, montañas, todo lo iba dominando en suprema aventura por la
patria y por el amor.
* En «La Guerra Gaucha», Ed. Gradfico, Buenos Aires, Argentina, 2014.
[1] De cellisca, temporal de agua y nieve fina.
[2] Perteneciente o
relativo al mar
[3] Árbol de origen argentino con cuyo
fruto se prepara arrope y aguardiente.
[4] Tiza, yeso. Pasta hecha de yeso mate y
greda que se usa para escribir en los pizarrones o encerados de las aulas.
[5] Traslapar (Del lat. trans, más alla, y lapis, losa; solapar). Cubrir total o parcialmente algo con alguna
cosa.
[6] Mineral
perteneciente a la familia de los sulfuros, de color gris plomo
[7] Conjunto de cristales que cubren una
superficie cóncava.
[8] De acerbo, áspero, cruel, riguroso,
desapacible, amargo, doloroso.
[9] Medicamento o
cataplasma de uso externo con polvo de mostaza.
[10] Resuellos, estertores.
[11] Tira de carne de vacuno, delgada, seca
y sin sal.
[12] Comida fiambre que se toma con pan, y a veces se reduce a queso o cebolla.
[13] Vuelta o retroceso del agua o del viento contra su curso.
[14] Nombre que se usó
durante la Colonia y el período independentista de los estados americanos para
designar a la persona de procedencia europea recién llegada a América,
especialmente la originaria de España.
[15] Planta herbácea, de pequeño tamaño y
hojas alternas, cuyo tallo destila una resina balsámica que tiene diversos usos
medicinales
[16] Que tiene empireuma: Olor y sabor particulares, que toman las sustancias
animales y algunas vegetales sometidas a fuego violento.
[17] Fuego que se
enciende para avisar algo.
[18] Tela fuerte de lino
o algodón, por lo común de rayas o cuadros.
[19] Madurez, sazón. Color que toman las
uvas y otras frutas cuando empiezan a madurar.
[20] Aspecto, matiz, tinte.
[21] Ruido que se hace
en los dientes, dándose golpes con la mano en la barbilla.
[22] Persona pícara, astuta.
[23] Amaneramientos,
afectaciones, remilgos.