Nacimiento de las sociedades católicas (fragmento)
GODOFREDO KURTH (1847-1916)
Triste y
lúgubre se presentaba el porvenir de la Iglesia católica y de la civilización
cristiana en el momento en que se cerraba el siglo V. Caía la tarde de aquella
jornada tempestuosa que había visto morir a un mundo. El estrépito de los
tronos hundidos y de los pueblos precipitados unos sobre otros resonaba aún en
los oídos de los contemporáneos; los espíritus estaban todavía llenos de las
escenas de horror y de espanto que habían acompañado la agonía de la sociedad
romana. Ningún rayo de luz brillaba sobre sus ruinas, y nada parecía anunciar
nuevas auroras para la humanidad. A cualquier parte que se volviese la vista,
sólo se veían nubes sombrías y una semiclaridad siniestra que se podía tomar
como precursora de la noche eterna. Era una hora en que las almas más templadas
y los ánimos más resueltos se sentían invadidos por la duda y el abatimiento.
Se oía a confesores y doctores ilustres proclamar que se acercaba el fin del
mundo, y apóstoles infatigables que arrojaban en medio de la tempestad las
semillas de un gran porvenir, anunciaban que el Anticristo había nacido ya.
La lamentable
situación de la Iglesia católica, sobre la que descansaban las únicas
esperanzas de regeneración, parecía justificar a primera vista esas previsiones
desoladoras. ¡Por qué amarga sucesión de pruebas y de desencantos había pasado
desde el día en que, fiada en las palabras de Constantino, había salido del
fondo de las catacumbas, radiante de juventud y de esperanzas, para sentarse en
el trono imperial al lado de los dueños del mundo! Esta alianza gloriosa se
había convertido para ella en una servidumbre llena de oprobio. Los déspotas de
Bizancio se ingeniaban diariamente en forjarle nuevas cadenas, y no defendía su
dignidad contra tales violencias más que a fuerza de dolorosos combates. En
todo el Imperio de Oriente no había un lugar en que su oración pudiese subir
hacia Dios sin sufrir el refrendo del César. Fomentadas y provocadas por él,
las herejías no cesaban de multiplicarse y destrozar la majestuosa unidad de
que la Iglesia estaba tan orgullosa. Mutilada y cargada de cadenas, veía que
los pueblos bárbaros, tan jóvenes, sustraídos a su influencia vivificante, se
apartaban insensiblemente de ella, para volver a caer en el paganismo, del que
apenas acababan de salir. Al poner la mano sobre el corazón de las naciones
orientales, se sentía que se iban debilitando gradualmente los latidos de la
vida cristiana.
El espectáculo
del Occidente no era menos fúnebre. Aquí, por primera vez desde su existencia,
el cristianismo tuvo que retroceder; sus fronteras, que en el siglo IV
sobrepasaban las del Imperio, parecían haberse estrechado simultáneamente con
él, pues el diluvio de la barbarie había anegado las cristiandades florecientes
del Danubio y del Rin, ahogando todo vestigio de civilización. En vano hubiera
buscado San Ireneo en las soledades desoladas de Germania un eco de aquellas
voces que tres siglos antes le aportaban el testimonio de la fe católica de sus
pueblos. El Mosa y el Escalda habían vuelto a ser otra vez ríos paganos; el
Támesis y el Humber sólo daban de beber a poblaciones entregadas a cultos
idólatras; en el norte de la Galia y en la mayor parte de Bretaña los
santuarios cristianos se iban convirtiendo en ruinas, la cruz de Jesucristo
desaparecía bajo el martillo del dios Thor, y los vasos sagrados eran
entregados como vil botín a la avidez grosera de los conquistadores. En plena
Liguria, aún había hacia mediados del siglo VII santuarios paganos en pie, y el
que se atrevía a destruir uno de ellos corría el peligro de morir a manos de
los paganos que los visitaban.
En el resto
del mundo el arrianismo triunfaba con insolencia y crueldad. En España, Galia,
Italia y África, la Iglesia gemía bajo el cetro de hierro de aquella secta
impía, animada de fanático espíritu de proselitismo, y que no conocía otro
medio de persecución que la fuerza bruta. En medio de poblaciones enteramente
católicas, las sedes episcopales estaban vacantes; las parroquias, viudas de sus
pastores, veían abandonadas sus iglesias; la maleza y los abrojos cerraban la
puerta de los santuarios y los rebaños pacían entre sus escombros. En ninguna
parte se encontraba un pueblo católico que fuese libre o que, al menos,
dispusiese de su porvenir. La Galia central disputaba en vano su independencia
a los bárbaros del Escalda; los bretones cedían continuamente terreno a los
invasores que les habían arrebatado ya dos tercios de su suelo natal. Hasta los
irlandeses, a quienes el mar había protegido en la conservación de su
independencia, parecía separarlos ahora del resto de la cristiandad y amenazaba
con aislarlos totalmente encerrándolos en sus prejuicios nacionales. Parecía,
pues, que la fe católica estuviese destinada a ser perpetuamente una religión
de vencidos, una doctrina de esclavos. Al verla ahogada, por así decir, entre Bizancio
y el arrianismo, se hubiese dicho que estaba condenada a desaparecer muy pronto
para entregar irremisiblemente el mundo a estos dos funestos agentes de
destrucción.
En momento tan
solemne resonó a través de Europa una noticia extraordinaria. Clodoveo, rey de
los francos salios, acababa de convertirse al catolicismo, y una gran parte de
su pueblo había bajado con él a las aguas bautismales en Reims. Tal
acontecimiento, por modestas que fuesen sus proporciones, tenía todos los
caracteres de una revolución histórica; parecía como si la mano de la
Providencia hubiera salido de entre las nubes para cambiar bruscamente la
marcha de la historia, apartándola de la dirección en que iba y encaminándola
por sendero nuevos.
En efecto, era
bien hermosa la conquista que acababa de hacer la Iglesia romana. Como si
hubiese estado en reserva para alguna misión ignorada, el pueblo franco había
quedado a retaguardia durante el período de las invasiones, y a tal circunstancia
había debido el no haberse corrompido con las costumbres romanas ni contaminado
con el arrianismo. Extraño a las influencias de la cultura antigua, la había
exterminado en las provincias belgas que fueron su primer asiento nacional, y
después de haberlo barrido todo ante él, iba al encuentro de sus destinos con
el brío y vigor de una infancia robusta. Se componía de dos grupos, uno de los
cuales, el de los ripuarios, se extendía desde Maguncia a Colonia y del Weser
al Mosa, mientras que el otro, el de los salios, partiendo de las bajas
llanuras de Holanda y de la Campina, llegaba hasta el Escalda y el Somma, desde
donde se le abrían nuevas perspectivas de conquista. Turnai, Cambrai, Soissons
y París, habían marcado las etapas de este pueblo en su marcha victoriosa hacia
la Galia; acababa de apoderarse de ésta hasta el Loira y de sentar las bases de
un imperio septentrional, cuyo porvenir nadie hubiera podido adivinar entonces.
Su entrada en
la familia cristiana no era ya más que cuestión de tiempo; pero todo hacía
temer que, a ejemplo de los otros pueblos germánicos, abrazase la religión
arriana, que era la de los vencedores, fijando para siempre el triunfo de ella
en Occidente. Ya tenía acceso allí el arrianismo; hasta había penetrado en la
familia de Clodoveo, y esperaba tener en la hermana de este príncipe una
conquista aún más preciosa. Pero Clodoveo frustró las esperanzas de los unos y
los temores de los otros, inclinando su cabeza bajo la mano de un obispo
católico. Fue un día espléndido para el porvenir de la Galia, de la Iglesia, de
la humanidad entera, aquel en que, vestidos con la blanca túnica de los
neófitos, el rey de los francos y tres mil guerreros de su pueblo pasaron por
primera vez, em medio de tapices, flores y perfumes, bajo las bóvedas augustas
de la catedral de Reims.
La Iglesia
cosechaba en este día el fruto de los trabajos de su episcopado, que desde
hacía largo tiempo tenía fijo su anhelo en la nación franca y se la disputaba a
la influencia arriana. Como los demás bárbaros, los francos estaban subyugados
por la majestad de aquellos semidioses de las ciudades galas, protectores de
los pueblos y árbitros del cielo. Las relaciones amistosas entre sus reyes y
los obispos se remontaban hasta Childerico, y la belleza de la religión
católica, cuyas pompas y beneficios les rodeaban por todas partes, había herido
desde mucho tiempo atrás sus imaginaciones y enternecido sus corazones. A estos
móviles diversos, que en el día decisivo pesaron sobre la voluntad de Clodoveo,
se había añadido la influencia de quien siempre ha sido aliado de la Iglesia en
la conquista de los pueblos: una mujer cristiana. La gracia hizo el resto, y
Tolbiac[1] completó la obra de Clotilde y de San
Remigio.
Inmenso fue el
efecto producido por la conversión de los francos; del seno de la sociedad
católica se levantó un grito de alborozo; desde los hermosos días de Teodosio
no se habían visto triunfos tan gozosos, y los grados más elevados de la
jerarquía sacerdotal respondieron a la buena noticia con aclamaciones
entusiastas. San Avito, haciéndose en tal circunstancia órgano de todo el
episcopado galo, veía ya la causa de la Iglesia íntimamente ligada a la del
neófito coronado, saludaba en su pueblo la espada de Dios, y en nombre de la
Providencia, le trazaba el programa de su misión civilizadora. La historia
había de dar brillante confirmación a aquellos presentimientos proféticos de un
gran espíritu, que parecía haber visto desarrollarse ante sus ojos el cuadro
del provenir y que lo contó anticipadamente en un documento inmortal[2].
Mientras
llegaba el día en que el pueblo franco pudiera realizar las esperanzas de su
Iglesia, iba recogiendo la recompensa de la adhesión que le mostraba. Con el
beneficio de la fe había encontrado en el baptisterio de Reims la corona de
toda la Galia; en cuanto hubo en este país una potencia católica, se vio
inclinarse hacia ella a los corazones de todos aquellos provincianos, que
sufrían con impaciencia el yugo de sus señores arrianos. En las regiones
dominadas por los burgundios y los visigodos, las poblaciones católicas
saludaron con júbilo los progresos de los francos, en quienes veían ya a sus
futuros libertadores; sus aspiraciones religiosas y patrióticas, contenidas
tanto tiempo sin esperanza, se manifestaban ahora que el alborear de la emancipación
aparecía en el horizonte.
[...]
* En «Los orígenes de la civilización
moderna», EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948.
[1]
Se refiere a la Batalla de Tolbiac en la que el ejército de los Francos se
enfrentó a los Alamanes. Cuenta Gregorio de Tours, en su Historia de los Francos, que en momentos en que éstos estaban
siendo derrotados, Clodoveo imploró al Dios de su esposa diciendo «Cristo, que según Clotilde eres el Dios
vivo, ven en mi ayuda. Si me das la victoria sobre mis enemigos, creeré en Ti y
me haré bautizar». Tras ello el rey de los Alamanes pereció en el combate y
los Francos obtuvieron la victoria. (N.
de «Decíamos ayer...»)