Discurso de Fundación de Falange Española (fragmento)
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA (1903-1936)
Ante tanta alharaca y vocinglería desatada por el nuevo año (¡otro más!) de farsa y carnaval electoral, «Decíamos Ayer...» estima oportuno publicar un fragmento del siempre actual discurso que José Antonio pronunció en el acto
fundacional de Falange Española, y pone a disposición de sus lectores, al pie de la página, la descarga
del texto completo para su íntegra lectura.
Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente,
gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo
Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad
política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los
Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus
frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau
vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de
razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un
pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras
almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de
definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa
voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del
sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la
adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa
farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de
decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la
verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en
un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor de esa
doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos
patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado
liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un
determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y
acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el
más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que
de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los
gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que
ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el
que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o
por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes
del Estado mismo a defenderlo.
De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más
ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima
función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas,
tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su
energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a
dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus
impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar
humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina
de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le
quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos
robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre
dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de
Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque
como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que
aspiraba a ganar el sistema, tenía que procurarse la mayoría de los sufragios.
Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y
para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las
peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un
solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno
de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no
hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos
unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y
desagradable del Estado liberal.
Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud
económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: «Sois
libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u
otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las
condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no
estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis
las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la
máxima dignidad liberal». Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado
a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no
teníais más que separaros unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontraros
con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un
límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los
campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y
que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal,
setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que
nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el
socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo
les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida
justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella
esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación
materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia;
tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en
la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los
pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García
Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de
resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del
pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el
socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los
obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la
menor gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal
funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia;
aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá
llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de
clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son
indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca
nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del
liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo
económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo
de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando
nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos
con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias;
y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral,
una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros
hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los
pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa
más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen
un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca
en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad
que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas
tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques,
olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones
tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del
Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!
[...]
* Discurso pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933. En «Obras de José
Antonio Primo de Rivera», edición cronológica. Recopilación de Agustín del Río Cisneros,
1964.
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