Sobre la Inteligencia Argentina (I)
LEOPOLDO MARECHAL (1900-1970)
Estimado
amigo: cuando me propuso usted que escribiese algo sobre la «Inteligencia Argentina»
me dije que no sería posible abordar el tema sin asociarlo al drama que ha
venido sufriendo la inteligencia occidental desde los comienzos de la Edad
Moderna, drama severamente aleccionador, durante cuyo acto final (me refiero a
la Revolución Francesa) nuestro país decidió asumir el honor y la
responsabilidad de las naciones independientes. Como el desarrollo total del
asunto exigiría un espacio y un tiempo que me falta ahora, me limitaré a
exponerle las tres o cuatro ideas alrededor de las cuales trabajaría yo, si me
viese llamado a tratar el tema con la seriedad que se merece.
INTELIGENCIA CLÁSICA
La
inteligencia argentina, en razón de su origen y por gravitación de raza, es una
inteligencia «hispánica»: si quisiéramos extender los límites de nuestra
definición, diríamos que es una inteligencia «mediterránea» y, sobre cualquier
otro adjetivo, una inteligencia «clásica». Lo es en su esencia, no obstante la
desviación accidental con que ha pagado su tributo al siglo.
En atención a
los lectores que no los conozcan, sería necesario recordar ahora los caracteres
de una inteligencia verdaderamente clásica. Pueden concretarse así: 1°) un
recto ejercicio de la facultad intelectiva, por acatamiento de sus leyes
naturales; 2°) la inteligencia, ejercida rectamente, alcanza su objeto supremo
con la intelección de los principios inmutables, rectores de toda conducta
humana; 3°) de tal modo, la inteligencia es anterior a la acción y legisladora
de la acción (la Política, por ejemplo, no es, clásicamente, sino una
aplicación de las verdades metafísicas al orden político): 4°) la inteligencia
clásica trabaja sobre las cosas, las comprende y clasifica en un orden
armónico: es una inteligencia realista y jerárquica.
El recto
ejercicio de la inteligencia (obra de una minoría intelectual) o el
asentimiento de sus dictados (por la mayoría que no lo es) definen, a mi
juicio, la actitud «clásica» del hombre. Hay una desigualdad y nace un
principio de jerarquía entre el hombre que entiende (hombre intelectual) y el
hombre que asiente (hombre sentimental): corresponde, más o menos, a la
diferencia que hacía Platón entre la órbita del filósofo dado a la verdad, y la
órbita del vulgo, dado a la opinión. En el terreno político, este régimen se
traduce por un sistema necesariamente aristocrático: el de la minoría rectora,
que alcanza el orden en sus principios intelectuales, y el de la mayoría
regida, que lo alcanza y asiente en sus aplicaciones o efectos. Exigida por la
naturaleza individual de cada hombre, no es dado ver en esta desigualdad
ninguna injusticia o menoscabo, ya que una y otra posición son dos formas igualmente
auténticas de ubicarse en un mismo orden.
EL DRAMA DE LA INTELIGENCIA
Podemos decir
ahora que cuando este régimen gobierna las cosas del mundo, se da en la
Historia una «edad clásica», cuya extensión nos manifiesta claramente la estabilidad
de los principios que la sustentan. Para que tal orden se resquebraje y caiga,
es necesario que la inteligencia sea negada en su autoridad, herida en sus
principios y sofistificada en sus leyes naturales: así se inicia el drama de la
inteligencia.
Justo es decir
que el mal se origina en la misma cabeza, según lo pregona el viejo aforismo.
Pero ¿cómo se origina? Querido amigo, bien sabe usted, por una parte, qué suma
de heroísmo y qué grado de renunciamiento nos exigen las últimas conclusiones
de la inteligencia: bien conoce, por otra, la resistencia que nuestra
naturaleza caída opone a la verdad, sobre todo en sus dictados acerca de la
conducta humana. Podemos decir que esta lucha del hombre contra sí mismo y en
pro de la verdad, es el eterno combate del hombre; y lo pelea honradamente
cuando su conciencia es el juez leal de la batalla. Pero imaginemos ahora que
la conciencia se deja seducir por las voces engañosas del enemigo: se sublevará
entonces contra la dictadura de la inteligencia, se disfrazará de polemista y
encontrará razones de orden subjetivo y sentimental para negarle a la
inteligencia el derecho de regir su conducta. Si esta rebelión de la conciencia
se desarrolla secretamente en el interior de un individuo, el mal quedará
limitado, y sólo significará que un hombre ha perdido su batalla. Pero
supongamos que la conciencia, tras haber polemizado con la verdad, erige sus
errores en sistema y se hace proselitista: influirá entonces en el combate de
las otras conciencias; decidirá el de muchas que vacilaban; en torno suyo se
multiplicarán los adeptos, continuadores y estilizadores de la doctrina. Y
cuando la nueva ley haya ganado el consenso de la mayoría, gobernará las cosas
del mundo y se iniciará en la historia una edad signada por el individualismo
sentimental.
Estimado
amigo, si usted recuerda el proceso de algunas reformas y la índole de algunos
reformadores verá que mi pintura es bastante exacta.
EL SENTIMENTALISMO ROMÁNTICO
Triunfante de
una rebelión contra la inteligencia, el sentimentalismo romántico se traduce en
las disciplinas humanas por una inversión del orden, asombrosamente simétrica:
al juicio del mundo por la inteligencia sucede ahora el juicio por lo
sentimental e instintivo; el imperio de la verdad universal e inmóvil se ve
sustituido por la tiranía de la opinión individual y cambiante; sin gobierno
intelectual alguno, la acción queda librada a sus impulsos y se resuelve al fin
en una ciega y peligrosa mística de la voluntad.
Veamos algunos
ejemplos: en el orden religioso el hombre se levantará contra la autoridad
espiritual, recabará su derecho al libre examen de las verdades religiosas,
adoptará una religión que no contradiga su sentir o la inventará si no existe,
y concluirá por no tener ninguna. En filosofía comenzará por dudar de la
inteligencia, pondrá en tela de juicio su capacidad de intelección, inventará
su propia teoría del conocimiento; y acabará en el más puro agnosticismo, por
convertir a la filosofía en un mero juego de creación literaria. En el orden
político, ya no regirá la verdad del sabio, sino la opinión del vulgo
constituida en mayoría soberana, la cual, sometida convenientemente al proceso
alquímico de un laboratorio electoral, se concretará en una minoría, como en
los tiempos clásicos, pero que no gobierna en el nombre de la verdad concreta y
con el asentimiento de todos, sino en el nombre de la opinión fluctuante y (lo
hemos visto demasiadas veces) sin el asentimiento de ninguno.
[...]
(Continuará)
* En «Nueva Política», Buenos Aires,
4 de septiembre de 1941; y reproducido en «Leopoldo Marechal, Obras Completas, T° V»,
Ed. Libros Perfil, Buenos Aires - 1998, p.313/319.
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