Prólogo
GUSTAVE THIBON (1903-2001)

Este libro es un testimonio. No «al sol que más calienta», sino a los astros que fueron ayer estrellas fijas de nuestro destino y que están hoy desapareciendo de nuestro horizonte. Un testimonio a favor del hombre eterno contra los ídolos que ha segregado nuestra locura y que devoran nuestra propia sustancia. Un grito de alarma profético frente al inmenso suicidio colectivo que nos amenaza y que se reviste eufóricamente de los bellos nombres de progreso, de sentido de la historia, de liberación, de democracia –cuando no de ecumenismo o de aggiornamento.
Por ello, este libro posee todas las virtudes de la novedad. En un siglo en que reina el conformismo del absurdo y del desorden, en que el ídolo de la revolución permanente se ha convertido en centro de atracción para los rebaños de esclavos teledirigidos, nada hay más nuevo ni más insólito que predicar el retorno a las fuentes y defender la naturaleza y la tradición. «Nunca como hoy el genio de una época se ha aplicado a la destrucción minuciosa de su propia “ciudad humana” –de sus valores y de su sentido– hasta el extremo paradójico de que el conformismo ambiental se expresa hoy por la actitud revolucionaria, y que la posición insostenible, heroica, ha llegado a ser la conservación y la fidelidad». Han llegado ya los tiempos anunciados por Nietzsche en lo que «hacerse abogado de la norma se convierte en la forma suprema de grandeza».
La Ciudad de los hombres que defiende Rafael Gambra estaba hecha de un conjunto de lazos vivos y vividos que, a través de los diferentes niveles de la creación, mantenían al hombre unido a su origen y le orientaban hacia su fin. La casa, la patria, el templo le protegían contra el aislamiento en el espacio; las costumbres, los ritos, las tradiciones, al hacer gravitar las horas en torno a un eje inmóvil, le elevaban por encima del poder destructor del tiempo.
Hoy estamos presenciando la agonía de esta Ciudad de los hombres. El liberalismo, al aislar a los individuos, y el estatismo al reagruparlos en vastos conjuntos artificiales y anónimos, han transformado a la sociedad en un inmenso desierto cuyas ciegas arenas son arrebatadas en los torbellinos del viento de la historia. Y el hombre, víctima de este fenómeno de erosión, no tiene ya morada en el espacio (se ve, a la vez, en prisión y en destierro), ni punto de referencia en un tiempo por el que corre cada vez más de prisa sin saber adónde va.
Las Ciudades de antaño, al enlazar al hombre con las realidades visibles e invisibles, le ayudaban a elevarse sobre sí mismo. Hoy día, el ideal que se le propone no es vertical sino horizontal: está en la carrera misma, en la «huida hacia adelante», y no en el crecimiento espiritual. En lugar de intentar reproducir un arquetipo eterno, hay que dejarse arrastrar por un movimiento perpetuo y siempre acelerado. Psicólogos y sociólogos «al día» nos hablan sin cesar de la «mutación radical exigida por los progresos de la técnica y de la socialización». En este punto, los luminosos análisis de Rafael Gambra sobre la aceleración de la historia coinciden con los recientes juicios de una joven filósofo francesa, Françoise Chauvin: «Los hombres han deseado siempre cambiar; pero en otro tiempo deseaban ese cambio para acercarse a aquello que no cambia, al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia... Ya no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar». El hombre se encuentra así reducido al más pobre de sus atributos, al más próximo a la nada: el cambio indeterminado, sin principio y sin objeto...
Que este tipo humano así fabricado en el laboratorio del progreso y de la democracia abstracta goce de un nivel material incomparablemente superior al de sus antepasados; que pueda esperar, en un porvenir más o menos próximo, verse libre de la miseria, de la enfermedad y de la guerra, poco importa: habrá perdido esos dos bienes esenciales para él e irreemplazables que son el arraigo y la continuidad; y, con ellos, la posibilidad misma de ejercer las más altas virtudes del hombre: el amor y la fidelidad. «¿Cómo ser fiel a un flujo permanente?». Aún peor, ni siquiera se acordará del bien perdido: «pierde lo esencial sin darse cuenta de que lo ha perdido». Asegurado contra todos los riesgos, quedará al mismo tiempo insensibilizado a todas las promesas. Acuden a la mente los versos de Machado: «soledad de barco, sin naufragio y sin estrella...».
Las páginas más emocionantes y más dolorosas de este libro son aquellas en que el autor analiza los efectos de este proceso de desintegración en el seno de la Iglesia Católica. El progresismo católico corta los puentes (Simone Weil diría los metaxu) entre el hombre y Dios, la tierra y el cielo. Una religión que disuelve lo eterno en la historia y que rechaza, como adherencia de un pasado para siempre concluso, prácticas y ritos que son el punto de inserción de lo infinito en el espacio y de lo eterno en el tiempo, tal religión no será más que un vago humanitarismo, sin forma y sin contenido. En ella, la prostitución a los ídolos del siglo se reviste del vocablo halagüeño de «apertura al mundo»; la mezcolanza y la confusión se presentan como un progreso hacia la unidad; la deserción se disfraza de «superación». ¿Cómo no evocar las líneas proféticas de Dostoiewsky?: «cuando los pueblos comienzan a tener dioses comunes es signo de muerte para esos pueblos y para sus dioses... Cuanto más fuerte es un pueblo, más difiere su Dios de los otros dioses... Cuando muchos pueblos ponen en común sus nociones del bien y del mal, es entonces cuando la distinción entre el bien y el mal desaparece...».
Las antiguas formas de la sociedad, al impregnar de sagrado casi todas las manifestaciones de la vida temporal, hacían el tiempo permeable a lo eterno y a Dios presente en la historia. Pero esta alianza de lo social y lo divino se desmorona en cuanto el hombre no reconoce otro dios que él mismo, ni otra patria que el mundo temporal transformado y desfigurado por sus manos. Y se acerca a grandes pasos la hora en que la idolatría del porvenir le ocultará la eternidad.
Este será, sin duda, para los últimos fieles la suprema prueba de la fe. La pureza, el heroísmo de esa fe se medirán por la resistencia del «pneuma» divino, interior y libre (spiritus flat ubi vult) al viento servil de la historia. Ante el silencio de Dios, los creyentes de mañana tendrán quizá que elegir entre la realidad invisible de una eternidad en apariencia sin porvenir y el espejismo brillante de un porvenir sin eternidad.
Bérulle definía al hombre como «una nada capaz de Dios». Pero he aquí que ese hombre se transforma cada vez más en un falso dios, incapaz del Dios verdadero. ¿Llegaremos hasta el término de esta subversión y habrá que desesperar de la Ciudad de los hombres? Rafael Gambra se complace en repetir las palabras demasiado lúcidas de Taine: «ningún hombre sensato puede ya esperar». Pero no olvidemos (cito de nuevo a Françoise Chauvine) que «la lucidez es la peor de las cegueras si no se ve nada más allá de aquello que se ve». El cristiano, a imitación del apóstol San Pablo, está obligado a esperar contra toda esperanza (contra spe in spe), porque Cristo ha vencido al mundo y esta victoria abarca la totalidad del tiempo y del espacio. Y, por inciertas que sean las probabilidades de éxito, nuestra misión aquí abajo consiste en restaurar pacientemente, en nosotros y en torno nuestro, las condiciones para una restauración de la Ciudad de los hombres; es decir, en preparar un porvenir a la eternidad.
Con este llamamiento se acaba este bello libro. Nuestro deseo más ferviente es que sea escuchado, en el secreto de las almas, como un eco del silencio de Dios.

* Prólogo al libro «El silencio de Dios» de Rafael Gambra; pp. 9-16 de la 2ª edición – Editorial Prensa Española, Madrid, 1968; y reproducido en pp. 9-13, de la 3ª edición – Librería Huemul, Buenos Aires, 1981.

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