«Tres siglos de Cristiandad» (fragmento) - Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)

«Del mismo modo que la savia brota en la primavera por todas partes, todo pareció así germinar entonces en aquel suelo bautizado por Cristo, para extenderse luego en abundantes floraciones».

Un fresco florentino
En una de las paredes de la sala capitular del convento dominico de Santa María Novella, de Florencia, hay un fresco ante el cual pasan de prisa la mayoría de los visitantes y que se presta, sin embargo, a una meditación inagotable. Lo llaman el fresco de los «Perros de Dios», a causa de unos mastines blanquinegros que vemos pelear contra una manada de lobos, en la parte inferior del cuadro; pero, en verdad, significa algo más que el combate que los «Domini canes» –los hijos de Santo Domingo–, mantienen contra el aterrador tropel de tentaciones, pecados y herejías que merodean constantemente, alrededor de la pobre Humanidad. Su autor, Andrea da Firenze, no fue un maestro de primer orden; su obra no puede compararse con los Duccio, los Ghirlandaio, los Orcagna y con esos asombrosos Paolo Uccello que deslumbran a dos pasos de allí. Pero acaso ningún artista cristiano haya sabido representar como él, en unos metros cuadrados de superficie mural, todo lo que una Sociedad entera quiso, soñó e intentó realizar sobre la Tierra; porque ese cuadro expresa, en una composición única, la síntesis de una civilización, tal y como ella misma pudo concebirse[1].

En primer plano figura el Papa, revestido de serena majestad, como representante insigne de los Poderes de lo Alto. A su lado está el Emperador, al que se creería su igual, pues es de estatura muy parecida, a no ser que la calavera que lleva en la mano no estuviera allí para recordar que las dominaciones de la Tierra son perecederas, mientras que las del Cielo perduran. A los lados se ordenan, en estricta jerarquía, los oficios religiosos y las dignidades laicas: Cardenales, Obispos y Doctores, a la derecha; Reyes, Nobles y Caballeros, a la izquierda. Y en la parte baja figura el innumerable rebaño de los fieles, los ricos y los pobres, los peores y los mejores, todos aquellos que viven, sobre la Tierra, la aventura humana del destino y el combate cotidiano. Todas las categorías sociales están alineadas, pues, allí; cada una tiene un lugar y asume un papel en ese ordenamiento. ¿Cuál? La obra nos lo dice por medio de dos símbolos. Ese papel es doble. Consiste, concretamente, en cuanto se refiere a los medios humanos, en construir la Iglesia de la Tierra, esa reunión de los bautizados, cuya imagen visible es aquella joven catedral de Florencia que allá en el fondo se levanta hacia el cielo. Y sobrenaturalmente, en participar en la Iglesia mística, en transcender las miserias y las pequeñeces de la Tierra, para ascender por el arduo camino por el que progresan las filas de los elegidos, hasta ese trono inefable en el que Cristo, el Dios vivo, reina sobre el mundo.

Esta grandiosa imagen que el artista florentino pintó, por coincidencia bastante cruel, a mediados del siglo XIV, es decir, en época en la que había cesado ya de corresponder a la verdad, la llevaron en su corazón diez generaciones de hombres como el ideal de su existencia, como propósito y como promesa, y trataron de realizarla con su sangre y con su esfuerzo. Esta visión del mundo se lo explicaba todo: lo que debían hacer sobre la Tierra y lo que esperaban del más allá; les mostraba la Humanidad en el más perfecto de los ordenamientos, sometida a Dios, dirigida por sus mandatarios, regida por justas leyes. Les hacía comprender que no había ninguna institución válida que no entrase en el ámbito de los designios divinos y que no debiera tender a proyectar al hombre hacia el Cielo. Todo tenía, pues, un fin, un sentido, una razón de ser; la aventura mortal no parecía absurda, ni desesperada; cada cual sabía por qué trabajaba, por qué sufría, por qué vivía y por qué tenía que morir.

Imagen realmente grandiosa y que puede considerar con nostalgia una Humanidad que ha perdido el sentido del por qué y del cómo, que trata en vano de volver a encontrar sus jerarquías y que ha visto que el abandono de este ideal se ha traducido para ella en trágico caos[2].

La primavera de la Cristiandad
Durante tres siglos, desde los alrededores de 1050 a 1350, la concepción del mundo fue aquélla. Antes, se había ido formando lentamente, entre sangre y lágrimas. Después se iría disgregando. Pero durante aquellos trescientos años se impuso como ley, y, evidentemente, no fue casualidad el que la Sociedad conociera, durante esos tres siglos, la época tal vez más rica, más fecunda y, por muchos aspectos, más armoniosa de cuantas ha atravesado Europa hasta nuestros días. La Humanidad cristiana, salida de las tinieblas infernales de la Época Bárbara, vivió entonces su primavera.

Lo que impresiona a quien considera en conjunto estos trescientos años es, en primer lugar, su riqueza en hombres y en acontecimientos. Del mismo modo que la savia brota en la primavera por todas partes, todo pareció así germinar entonces en aquel suelo bautizado por Cristo, para extenderse luego en abundantes floraciones. En todos los terrenos se manifestó un fervoroso instinto creador, una profunda exigencia de emprender y de hacer progresar hacia el porvenir a la caravana humana. El más minucioso de los cuadros cronológicos no basta para dar cuenta de este brote. Se construyeron las catedrales; salióse a conquistar el Santo Sepulcro, a liberar España, prisionera de los Moros, y las Regiones Bálticas, todas paganizadas; se discutieron elevados problemas en las Universidades; se escribieron las epopeyas, se crearon mitos eternos; millones de seres partieron por los caminos de la peregrinación; y otros hombres se lanzaron al descubrimiento del mundo, hasta el secreto corazón del Asia; se elaboraron nuevas formas políticas; y todo ello simultáneamente, con un ardor de vida que hacía reaccionar uno tras otro a todos estos acontecimientos ante cuya complejidad se siente desalentada de antemano nuestra mente, cuando trata de expresarla.

Sin embargo, aquel prodigioso impulso no fue una improvisación de resultados frágiles. No desembocó en una de esas apresuradas floraciones que derriba el primer viento de abril. Dio frutos. ¡Y qué frutos! Algunas de las más imperecederas creaciones del genio europeo, junto a las cuales, muy a menudo, las obras de la época moderna resultan irrisorias. Fue la época de las altas naves góticas, del Pórtico regio de Chartres y de las fachadas de Reims y de Amiens, de las vidrieras de la Santa Capilla y de los frescos de Giotto; fue la época en que, paralelamente a los edificios de piedra y tan desafiadoras de los siglos como ellos, se levantaron esas otras catedrales de sabiduría que son la Mística de San Bernardo y la de San Buenaventura, la Summa teológica de Santo Tomás, las Canciones de Gesta, la obra profética de Rogerio Bacón y la de Dante. Fue también el tiempo en que nacieron las instituciones, tanto religiosas como laicas, que servirían de base a las generaciones futuras, ya se trate del Cónclave de los Cardenales o del Derecho Canónico, o de las diversas formas de gobierno. Insigne fecundidad. Únicamente los siglos de Pericles, de Augusto y de Luis XIV pueden rivalizar en poder de creación con aquel lapso de tiempo que fue desde Luis VII de Francia a la muerte de su biznieto San Luis, y de la elección de Inocencio II a la de San Celestino[3].

Una tal fecundidad supone, naturalmente, abundancia de talentos. Fue enorme. Europa da la impresión de haber poseído entonces, en todos los campos, personalidades de primer plano con una profusión que apenas ha conocido ya posteriormente. No acabaríamos si intentásemos enumerarlas. Hubo Santos de una ejemplaridad y de una irradiación admirables, como San Bernardo, San Norberto, San Francisco de Asís y Santo Domingo, entre centenares que podrían citarse; cumbres del pensamiento, como San Anselmo, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, Abelardo, Duns Scoto, Bacón, Dante...; artistas geniales, inventores de técnicas y creadores de formas, como aquellos maestros albañiles y aquellos tallistas de piedra cuyos nombres distamos mucho de conocer en su totalidad. Hubo estadistas eminentes por su sabiduría, como Felipe Augusto o San Luis; o por la profundidad de sus visiones políticas, como el gran Federico Barbarroja y el inquietante Federico II. Hubo jefes militares que acaudillaron tropas inmensas, desde aquel Guillermo el Bastardo que conquistó Inglaterra, y aquellos primos suyos que asentaron en el Sur de Italia la dominación normanda, hasta los grandes Cruzados, como Godofredo de Bouillon y Balduino, o los que, como el Cid Campeador, libraron batallas semejantes en España. Estuvieron representadas todas las categorías, aun las más elevadas, aun aquellas por las cuales progresa la Humanidad, como escritores, imagineros, músicos, sabios, juristas; y no hubo ninguna en la que entre 1050 y 1350 no se puedan citar nombres respetados por la posteridad. Y a la cabeza de esas nobles cohortes figuran los Papas, muchos de los cuales fueron personalidades excepcionales, como Gregorio VII o Inocencio III.

Del mismo modo las empresas, los conflictos e incluso los dramas en los que aquellos hombres se hallaron comprometidos tuvieron todos el signo de la grandeza. Hay períodos de la Historia en los cuales el acontecimiento es mezquino; por ejemplo, la época merovingia o la época de disgregación del Imperio de Carlomagno. Pero durante aquellos trescientos años sucedió de modo totalmente distinto: la Cruzada fue una gran empresa, pero la Invasión Mogola, a pesar de su crueldad y de su violencia, lo fue también, lo mismo que la aparición en escena de los Almorávides de España; y hasta en las desastrosas luchas que enfrentaron al Papado y los Poderes Estatales hubo una altura dramática que dependía de la importancia de la baza, la oposición de dos concepciones del mundo.

Aquella época, tanto como de vitalidad y de tupida abundancia, da también una impresión de orden y de equilibrio. Las instituciones políticas y sociales, el sistema económico, aparecen concretos y reales, están a la altura del hombre; no se ve en ellos esa tendencia al desmesuramiento y a la abstracción inhumana que caracteriza al mundo moderno. Ante toda esta época se piensa en su creación, la Catedral, cuya complejidad es infinita, cuyos mil aspectos atestiguan un brote inagotable, pero en la que también resulta evidente que obedece toda ella a un ordenamiento preestablecido que da su sentido al conjunto y su alcance a cada detalle.

Muchos filósofos de la Historia, desde Oswald Spengler a Toynbee, piensan que las Sociedades humanas obedecen, como los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace atravesar unos estados análogos a lo que, para el ser fisiológico, son la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos, la Humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida, la juventud, con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa y a menudo vana, de combatividad, de fe y de grandeza.

[...] 

* En «Historia de la Iglesia de Cristo – T°V, La Catedral y la Cruzada, parte I», Ed- Luis de Caralt, Barcelona.


[1] En una publicación anterior -del 8 de junio de 2022- el mismo autor ha hecho referencia a esta misma obra de arte. En esa ocasión adjuntamos allí no sólo la imagen del cuadro sino también, mediante documento para descargar, una presentación más detallada de las distintas imágenes de la pintura. La publicación puede descargarse AQUÍ, y la presentación en detalle AQUÍ. En esta última, una vez abierta, al oprimir la tecla F11, se podrán visualizar mejor las diversas páginas en modo de «Pantalla Completa» (Nota de «Decíamos Ayer...»).
[2] Meditando ante este mismo fresco de Santa María Novella el gran historiador Ernesto Lavisse, resueltamente «laico» según sabemos, confesó su añoranza «de una institución fundada sobre la creencia en la unidad fraternal del género humano, bajo la paternidad de Dios». Prefacio a la traducción del libro de Bryce, El Sacro Imperio Romano Germánico, París, 1890.
[3] La fecundidad de esta época desde el punto de vista material fue también inmensa, aunque de ordinario, suela olvidarse el hecho. Baste con que aludamos a él aquí. Fue entonces cuando en las casas se empezaron a instalar chimeneas domésticas en lugar del hogar del centro de la habitación; y cuando se descubrió el cristal para las ventanas. El reloj de mueble apareció en el siglo XIII, y también la brújula, que fue descrita en 1269 por Perignon de Maricourt. Ciertos inventos como el collerón duro para los caballos de tiro, las herraduras y el timón de codaste, habrían de tener considerables repercusiones sociales...

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