«Tres siglos de Cristiandad» (fragmento) - Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)
«Del mismo modo que la savia brota en la primavera por todas partes, todo
pareció así germinar entonces en aquel suelo bautizado por Cristo, para
extenderse luego en abundantes floraciones».

En primer plano figura el Papa,
revestido de serena majestad, como representante insigne de los Poderes de lo
Alto. A su lado está el Emperador, al que se creería su igual, pues es de
estatura muy parecida, a no ser que la calavera que lleva en la mano no
estuviera allí para recordar que las dominaciones de la Tierra son perecederas,
mientras que las del Cielo perduran. A los lados se ordenan, en estricta
jerarquía, los oficios religiosos y las dignidades laicas: Cardenales, Obispos
y Doctores, a la derecha; Reyes, Nobles y Caballeros, a la izquierda. Y en la
parte baja figura el innumerable rebaño de los fieles, los ricos y los pobres,
los peores y los mejores, todos aquellos que viven, sobre la Tierra, la
aventura humana del destino y el combate cotidiano. Todas las categorías
sociales están alineadas, pues, allí; cada una tiene un lugar y asume un papel
en ese ordenamiento. ¿Cuál? La obra nos lo dice por medio de dos símbolos. Ese
papel es doble. Consiste, concretamente, en cuanto se refiere a los medios humanos,
en construir la Iglesia de la Tierra, esa reunión de los bautizados, cuya
imagen visible es aquella joven catedral de Florencia que allá en el fondo se
levanta hacia el cielo. Y sobrenaturalmente, en participar en la Iglesia
mística, en transcender las miserias y las pequeñeces de la Tierra, para
ascender por el arduo camino por el que progresan las filas de los elegidos,
hasta ese trono inefable en el que Cristo, el Dios vivo, reina sobre el mundo.
Esta grandiosa imagen que el
artista florentino pintó, por coincidencia bastante cruel, a mediados del siglo
XIV, es decir, en época en la que había cesado ya de corresponder a la verdad,
la llevaron en su corazón diez generaciones de hombres como el ideal de su
existencia, como propósito y como promesa, y trataron de realizarla con su
sangre y con su esfuerzo. Esta visión del mundo se lo explicaba todo: lo que
debían hacer sobre la Tierra y lo que esperaban del más allá; les mostraba la
Humanidad en el más perfecto de los ordenamientos, sometida a Dios, dirigida
por sus mandatarios, regida por justas leyes. Les hacía comprender que no había
ninguna institución válida que no entrase en el ámbito de los designios divinos
y que no debiera tender a proyectar al hombre hacia el Cielo. Todo tenía, pues,
un fin, un sentido, una razón de ser; la aventura mortal no parecía absurda, ni
desesperada; cada cual sabía por qué trabajaba, por qué sufría, por qué vivía y
por qué tenía que morir.
Imagen realmente grandiosa y que
puede considerar con nostalgia una Humanidad que ha perdido el sentido del por
qué y del cómo, que trata en vano de volver a encontrar sus jerarquías y que ha
visto que el abandono de este ideal se ha traducido para ella en trágico caos[2].
Lo que impresiona a quien
considera en conjunto estos trescientos años es, en primer lugar, su riqueza en
hombres y en acontecimientos. Del mismo modo que la savia brota en la primavera
por todas partes, todo pareció así germinar entonces en aquel suelo bautizado
por Cristo, para extenderse luego en abundantes floraciones. En todos los
terrenos se manifestó un fervoroso instinto creador, una profunda exigencia de
emprender y de hacer progresar hacia el porvenir a la caravana humana. El más
minucioso de los cuadros cronológicos no basta para dar cuenta de este brote.
Se construyeron las catedrales; salióse a conquistar el Santo Sepulcro, a
liberar España, prisionera de los Moros, y las Regiones Bálticas, todas
paganizadas; se discutieron elevados problemas en las Universidades; se
escribieron las epopeyas, se crearon mitos eternos; millones de seres partieron
por los caminos de la peregrinación; y otros hombres se lanzaron al
descubrimiento del mundo, hasta el secreto corazón del Asia; se elaboraron
nuevas formas políticas; y todo ello simultáneamente, con un ardor de vida que
hacía reaccionar uno tras otro a todos estos acontecimientos ante cuya
complejidad se siente desalentada de antemano nuestra mente, cuando trata de
expresarla.
Sin embargo, aquel prodigioso
impulso no fue una improvisación de resultados frágiles. No desembocó en una de
esas apresuradas floraciones que derriba el primer viento de abril. Dio frutos.
¡Y qué frutos! Algunas de las más imperecederas creaciones del genio europeo,
junto a las cuales, muy a menudo, las obras de la época moderna resultan
irrisorias. Fue la época de las altas naves góticas, del Pórtico regio de
Chartres y de las fachadas de Reims y de Amiens, de las vidrieras de la Santa
Capilla y de los frescos de Giotto; fue la época en que, paralelamente a los
edificios de piedra y tan desafiadoras de los siglos como ellos, se levantaron
esas otras catedrales de sabiduría que son la Mística de San Bernardo y la de
San Buenaventura, la Summa teológica de Santo Tomás, las Canciones de Gesta, la
obra profética de Rogerio Bacón y la de Dante. Fue también el tiempo en que
nacieron las instituciones, tanto religiosas como laicas, que servirían de base
a las generaciones futuras, ya se trate del Cónclave de los Cardenales o del
Derecho Canónico, o de las diversas formas de gobierno. Insigne fecundidad.
Únicamente los siglos de Pericles, de Augusto y de Luis XIV pueden rivalizar en
poder de creación con aquel lapso de tiempo que fue desde Luis VII de Francia a
la muerte de su biznieto San Luis, y de la elección de Inocencio II a la de San
Celestino[3].
Una tal fecundidad supone,
naturalmente, abundancia de talentos. Fue enorme. Europa da la impresión de
haber poseído entonces, en todos los campos, personalidades de primer plano con
una profusión que apenas ha conocido ya posteriormente. No acabaríamos si
intentásemos enumerarlas. Hubo Santos de una ejemplaridad y de una irradiación
admirables, como San Bernardo, San Norberto, San Francisco de Asís y Santo
Domingo, entre centenares que podrían citarse; cumbres del pensamiento, como
San Anselmo, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, Abelardo, Duns Scoto,
Bacón, Dante...; artistas geniales, inventores de técnicas y creadores de
formas, como aquellos maestros albañiles y aquellos tallistas de piedra cuyos
nombres distamos mucho de conocer en su totalidad. Hubo estadistas eminentes
por su sabiduría, como Felipe Augusto o San Luis; o por la profundidad de sus
visiones políticas, como el gran Federico Barbarroja y el inquietante Federico
II. Hubo jefes militares que acaudillaron tropas inmensas, desde aquel Guillermo
el Bastardo que conquistó Inglaterra, y aquellos primos suyos que asentaron en
el Sur de Italia la dominación normanda, hasta los grandes Cruzados, como
Godofredo de Bouillon y Balduino, o los que, como el Cid Campeador, libraron
batallas semejantes en España. Estuvieron representadas todas las categorías,
aun las más elevadas, aun aquellas por las cuales progresa la Humanidad, como
escritores, imagineros, músicos, sabios, juristas; y no hubo ninguna en la que
entre 1050 y 1350 no se puedan citar nombres respetados por la posteridad. Y a
la cabeza de esas nobles cohortes figuran los Papas, muchos de los cuales
fueron personalidades excepcionales, como Gregorio VII o Inocencio III.
Del mismo modo las empresas, los
conflictos e incluso los dramas en los que aquellos hombres se hallaron
comprometidos tuvieron todos el signo de la grandeza. Hay períodos de la
Historia en los cuales el acontecimiento es mezquino; por ejemplo, la época merovingia
o la época de disgregación del Imperio de Carlomagno. Pero durante aquellos
trescientos años sucedió de modo totalmente distinto: la Cruzada fue una gran
empresa, pero la Invasión Mogola, a pesar de su crueldad y de su violencia, lo
fue también, lo mismo que la aparición en escena de los Almorávides de España;
y hasta en las desastrosas luchas que enfrentaron al Papado y los Poderes
Estatales hubo una altura dramática que dependía de la importancia de la baza,
la oposición de dos concepciones del mundo.
Aquella época, tanto como de
vitalidad y de tupida abundancia, da también una impresión de orden y de
equilibrio. Las instituciones políticas y sociales, el sistema económico,
aparecen concretos y reales, están a la altura del hombre; no se ve en ellos
esa tendencia al desmesuramiento y a la abstracción inhumana que caracteriza al
mundo moderno. Ante toda esta época se piensa en su creación, la Catedral, cuya
complejidad es infinita, cuyos mil aspectos atestiguan un brote inagotable,
pero en la que también resulta evidente que obedece toda ella a un ordenamiento
preestablecido que da su sentido al conjunto y su alcance a cada detalle.
Muchos filósofos de la Historia,
desde Oswald Spengler a Toynbee, piensan que las Sociedades humanas obedecen,
como los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace
atravesar unos estados análogos a lo que, para el ser fisiológico, son la
infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales
comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos, la
Humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida, la juventud,
con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa y a menudo
vana, de combatividad, de fe y de grandeza.
[...]
* En «Historia de la Iglesia de Cristo – T°V, La Catedral y la Cruzada, parte I», Ed- Luis de Caralt, Barcelona.