«Cuando la O.N.U. se llamaba Cristiandad» - Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)
La respuesta es sencilla, pero nos adentra al mismo tiempo
hacia el corazón de la realidad misma del mundo medieval y el drama esencial
del mundo de nuestros tiempos.
Si la humanidad del siglo XII aceptó someterse a las reglas
y juicios que le proponía aquel hombre, no fue sólo porque admirara sus méritos
excepcionales, que ya hemos visto, sino porque veneraba en él a un santo. ¿Y
por qué lo veneraba? Porque veía en él a un testigo de Dios sobre la tierra, y
la fe que llevaba en su alma le obligaba a admitir su autoridad.
Es esto lo esencial. La humanidad medieval tenía, como hemos
visto, grandes defectos: violenta, a menudo cruel, de costumbres discutibles a
veces, no por esto dejaba de tener sobre la nuestra una superioridad enorme:
creía. Pensaba en Dios. Nunca un hombre del siglo XII imaginó por un solo
instante la herejía más grande de nuestra época, la rebelión demoníaca de la
criatura que pretende prescindir del Creador. En aquella época, Dios no estaba
«muerto», según las palabras blasfemas de Nietzsche: era admirablemente vivo.
De allí partía todo. En el terreno de la moral, un hombre
como san Bernardo podía invocar los principios del Evangelio en contra de los
errores o crímenes, porque todos creían en aquellos principios y sabían que
éstos dominaban sus vidas. Nadie ignoraba que, incluso si los transgredía, los
mandamientos de Dios eran el alfa y la omega de todas las cosas, y que, según
ellos, se pesaría un día en las balanzas de la Eternidad. Una cosa es dejarse
llevar por la violencia, codicia o libertinaje porque se es un pobre hombre y
se cede a su inclinación, y otra es negarse a aceptar que existe una ley
superior y una autoridad sobrenatural para hacerla cumplir. Porque sus
contemporáneos creían, el monje blanco podía atreverse a reprenderlos y
llevarlos de nuevo por el buen camino. No carece de significado.
En el terreno político, ocurría lo mismo. Hemos visto a san
Bernardo actuar en una Europa sacudida por violentas disputas, dividida por
intereses y pasiones. Pero entre la de su tiempo y la nuestra existe una
diferencia considerable. No había entonces estas rivalidades inexplicables
entre naciones, estos odios encasillados y supercomprometidos dentro de las
fronteras, que amenazan hacer estallar el mundo y hundir todas las naciones en
el abismo. No existía lo que el mundo moderno llama «nacionalismo», que no
debía empezar hasta principios del siglo XIV. Podían producirse guerras entre
tal y cual soberano, pero no se traducían en dramáticos desafíos en los cuales
cada una de las naciones en guerra sabe que se juega su destino. Incluso en
plena guerra, un gobierno hubiera juzgado absurdo e ilegítimo arrestar en su
territorio a los fugitivos enemigos y más aún prohibir a los comerciantes que
continuasen sus negocios, con el fin de impedir el comercio con los enemigos.
Tampoco existía ese lujo ridículo y vano de los pasaportes, visados,
autorizaciones de moneda que constituyen el atractivo de los viajes en el siglo
xx; un peregrino iba de París a Roma, de Chartres a Santiago de Compostela sin
otro documento que su voto de peregrino...
Existía una Europa que poseía un espíritu común, un alma
común, que emprendía comúnmente, bajo el impulso de su jefe espiritual, el
Papa, aquellas grandes operaciones que se llamaban Cruzada a Tierra Santa o
Reconquista de España. Una Europa lo mejor de la cual se expresaba en una forma
de arte múltiple y variada como sus miembros, pero única en su principio: la
catedral. Aquella Europa tenía un nombre: Cristiandad.
En Florencia, en una de las paredes de la sala capitular de
Santa María Novella, hay un fresco ante el cual la mayoría de los visitantes
pasan deprisa, pero que cada vez que lo miro me invita a una larga meditación.
Se le llama corrientemente el fresco de los «Perros de Dios», a causa de
aquellos canes con manchas blancas y negras que se ven en la parte baja,
librando batalla con una manada de lobos. Pero aquel fresco, a mi modo de ver,
significa mucho más que la lucha llevada a cabo por los Domini Canes,
los dominicos, contra los pecados y herejías que rodean sin cesar la pobre
humanidad. Es la imagen exacta y completa de la idea que podría hacerse de su
época un hombre de la Edad Media, del orden de una sociedad enteramente
orientada hacia Dios.
Imagen grandiosa, en verdad, y que la humanidad puede
considerar con nostalgia cuando ha perdido el sentido del porqué y del cómo,
cuando intenta en vano encontrar de nuevo sus jerarquías y cuando el abandono
de aquel ideal se traduce en un caos trágico. Cierto que, tratándose de
historia, los pesares y las nostalgias son vanos: el tiempo no vuelve atrás.
Pero está permitido considerar con admiración a la luz de los sucesos por nosotros
conocidos, la época en que la O.N.U. se llamaba Cristiandad.
* En «San Bernardo, el árbitro de
Europa», Aymá S. A. Editora – Barcelona, 1ª. edición, 1957, págs.173-179.
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