«Cuando la O.N.U. se llamaba Cristiandad» - Daniel-Rops (Henri Petiot) (1901-1965)

En este año 1953, en que todo el mundo cristiano festeja a san Bernardo en el ochocientos aniversario de su muerte, la gloria que rodea su memoria nos trae al espíritu una pregunta: ¿Cómo y por qué, a fin de cuentas, aquel monje desarmado, sin otro poder de acción que el de su palabra intrépida, fue elegido árbitro de Europa y aceptado como tal por todos? ¿Cómo se explica la autoridad de aquel «hombre de Estado» que no tenía tras él ni Estado, ni ejército, ni diplomacia?

La respuesta es sencilla, pero nos adentra al mismo tiempo hacia el corazón de la realidad misma del mundo medieval y el drama esencial del mundo de nuestros tiempos.

Si la humanidad del siglo XII aceptó someterse a las reglas y juicios que le proponía aquel hombre, no fue sólo porque admirara sus méritos excepcionales, que ya hemos visto, sino porque veneraba en él a un santo. ¿Y por qué lo veneraba? Porque veía en él a un testigo de Dios sobre la tierra, y la fe que llevaba en su alma le obligaba a admitir su autoridad.

Es esto lo esencial. La humanidad medieval tenía, como hemos visto, grandes defectos: violenta, a menudo cruel, de costumbres discutibles a veces, no por esto dejaba de tener sobre la nuestra una superioridad enorme: creía. Pensaba en Dios. Nunca un hombre del siglo XII imaginó por un solo instante la herejía más grande de nuestra época, la rebelión demoníaca de la criatura que pretende prescindir del Creador. En aquella época, Dios no estaba «muerto», según las palabras blasfemas de Nietzsche: era admirablemente vivo.

De allí partía todo. En el terreno de la moral, un hombre como san Bernardo podía invocar los principios del Evangelio en contra de los errores o crímenes, porque todos creían en aquellos principios y sabían que éstos dominaban sus vidas. Nadie ignoraba que, incluso si los transgredía, los mandamientos de Dios eran el alfa y la omega de todas las cosas, y que, según ellos, se pesaría un día en las balanzas de la Eternidad. Una cosa es dejarse llevar por la violencia, codicia o libertinaje porque se es un pobre hombre y se cede a su inclinación, y otra es negarse a aceptar que existe una ley superior y una autoridad sobrenatural para hacerla cumplir. Porque sus contemporáneos creían, el monje blanco podía atreverse a reprenderlos y llevarlos de nuevo por el buen camino. No carece de significado.

En el terreno político, ocurría lo mismo. Hemos visto a san Bernardo actuar en una Europa sacudida por violentas disputas, dividida por intereses y pasiones. Pero entre la de su tiempo y la nuestra existe una diferencia considerable. No había entonces estas rivalidades inexplicables entre naciones, estos odios encasillados y supercomprometidos dentro de las fronteras, que amenazan hacer estallar el mundo y hundir todas las naciones en el abismo. No existía lo que el mundo moderno llama «nacionalismo», que no debía empezar hasta principios del siglo XIV. Podían producirse guerras entre tal y cual soberano, pero no se traducían en dramáticos desafíos en los cuales cada una de las naciones en guerra sabe que se juega su destino. Incluso en plena guerra, un gobierno hubiera juzgado absurdo e ilegítimo arrestar en su territorio a los fugitivos enemigos y más aún prohibir a los comerciantes que continuasen sus negocios, con el fin de impedir el comercio con los enemigos. Tampoco existía ese lujo ridículo y vano de los pasaportes, visados, autorizaciones de moneda que constituyen el atractivo de los viajes en el siglo xx; un peregrino iba de París a Roma, de Chartres a Santiago de Compostela sin otro documento que su voto de peregrino...

Sí, en los siglos XII y XIII existía verdaderamente Europa, y en aquella Europa actuó san Bernardo. Existía un sentido de fraternidad humana, de solidaridad de espíritus y almas, del que casi hemos perdido el recuerdo. Este internacionalismo era visible en todos los campos. Abundan los testimonios. Por ejemplo; en los nombramientos eclesiásticos, en que se había visto a un bienaventurado Lanfranc, piamontés, luego a un san Anselmo, valdotano, llegar a ser, uno después del otro, abad de Bec Hellouin en Normandía, luego arzobispo de Canterbury en Inglaterra, en sentido contrario se vería a Juan de Salisbury, inglés, llegar a ser obispo de Chartres. En el terreno intelectual, sucedía lo mismo. En las grandes escuelas, más tarde en las Universidades, maestros de todas nacionalidades eran requeridos para enseñar a alumnos llegados de todos los países: en París, por ejemplo, se veía en las cátedras a un san Alberto Magno, alemán, a un santo Tomás de Aquino y a un san Buenaventura, italianos, a un Sigiero de Brabante, belga, y muchos otros. Todos los espíritus superiores de Europa no necesitaban para entenderse este sistema de cascos de escucha ni de traducciones simultáneas que, en nuestras O.N.U., U.N.E.S.C.O. y otros organismos internacionales, evidencian el babelismo de nuestra época, ya que todos hablaban una lengua internacional: el latín.

Existía una Europa que poseía un espíritu común, un alma común, que emprendía comúnmente, bajo el impulso de su jefe espiritual, el Papa, aquellas grandes operaciones que se llamaban Cruzada a Tierra Santa o Reconquista de España. Una Europa lo mejor de la cual se expresaba en una forma de arte múltiple y variada como sus miembros, pero única en su principio: la catedral. Aquella Europa tenía un nombre: Cristiandad.

Es la última palabra que se ha de decir. San Bernardo, porque era un santo, pudo actuar en su época en la forma vista. Si pudo hacer oír su voz por encima del clamor de los odios y de los intereses opuestos, es sencillamente porque aparecía, a los ojos de sus contemporáneos, como el vivo heraldo de la cristiandad, la encarnación de su conciencia colectiva. La idea cristiana, la fe en Dios hecho Hombre, muerto y resucitado, era entonces tan viva, dominaba tan totalmente las almas, que en verdad toda la sociedad llevaba su señal: viendo vivir a san Bernardo, se siente hasta qué punto aquel ideal de un mundo ordenado por el Evangelio era eficaz; se descubre que solamente él responde a la inmensa y confusa espera de las generaciones.

En Florencia, en una de las paredes de la sala capitular de Santa María Novella, hay un fresco ante el cual la mayoría de los visitantes pasan deprisa, pero que cada vez que lo miro me invita a una larga meditación. Se le llama corrientemente el fresco de los «Perros de Dios», a causa de aquellos canes con manchas blancas y negras que se ven en la parte baja, librando batalla con una manada de lobos. Pero aquel fresco, a mi modo de ver, significa mucho más que la lucha llevada a cabo por los Domini Canes, los dominicos, contra los pecados y herejías que rodean sin cesar la pobre humanidad. Es la imagen exacta y completa de la idea que podría hacerse de su época un hombre de la Edad Media, del orden de una sociedad enteramente orientada hacia Dios.


Miradlo bien[1]. En primer término se halla el Papa, revestido de su serena majestad, visible, representante de las potencias de lo Alto. A su lado, el Emperador, casi igual de alto; pero que sostiene en sus manos una calavera, para mostrar claramente que las dominaciones de la tierra son mortales, mientras que la autoridad del Vicario de Cristo no es perecedera. A cada lado se ordenan, en una jerarquía estricta, los oficios religiosos y las dignidades laicas, cardenales, obispos, doctores a la derecha; a la izquierda, reyes, nobles y caballeros. En la parte baja está el rebaño anónimo de los fieles; de todos los que en la tierra cumplen su destino de hombres en medio de las dificultades y los peligros de cada día. Allí están representadas todas las categorías sociales; todas tienen su sitio previsto, todas tienen su papel que representar. ¿Cuál? La obra lo dice con dos símbolos impresionantes, un doble papel: concretamente, con los medios humanos, edificar la Iglesia de la tierra, la asamblea de los bautizados, cuyo símbolo sensible es, en último término, la joven cúpula de Santa María de las Flores. Y, sobrenaturalmente, participar de la Iglesia mística, superar las miserias y bajezas de la tierra y subir por el arduo camino de los elegidos, hasta el trono donde reina el Cordero.

Este fresco lo pintó su autor, Andrea da Firenze, a principios del siglo XIV, unos doscientos años después de san Bernardo, en una época en que, por una trágica paradoja, ya había dejado de corresponder enteramente a la verdad. Pero no se puede dudar de que el ideal que expresaba era el mismo que había animado a la humanidad cristiana durante tres siglos, quizá los más bellos de su historia: el ideal de la cristiandad. Esta imagen grandiosa es la que han perseguido e intentado realizar los santos en la tierra: san Bernardo igual que san Anselmo, san Francisco de Asís igual que santo Domingo, san Buenaventura igual que santo Tomás de Aquino. En esta perspectiva todo era claro, todo era lógico. La humanidad se veía a sí misma dentro de un orden estricto, sometida a leyes justas. La aventura mortal no era ni absurda ni desesperada. Todos sabían por qué vivían, trabajaban, sufrían, tenían que morir. Se proponía un orden a la tierra, que era como una promesa del orden inefable del cielo.

Imagen grandiosa, en verdad, y que la humanidad puede considerar con nostalgia cuando ha perdido el sentido del porqué y del cómo, cuando intenta en vano encontrar de nuevo sus jerarquías y cuando el abandono de aquel ideal se traduce en un caos trágico. Cierto que, tratándose de historia, los pesares y las nostalgias son vanos: el tiempo no vuelve atrás. Pero está permitido considerar con admiración a la luz de los sucesos por nosotros conocidos, la época en que la O.N.U. se llamaba Cristiandad.

* En «San Bernardo, el árbitro de Europa», Aymá S. A. Editora – Barcelona, 1ª. edición, 1957, págs.173-179.

[1] Una presentación más detallada de las distintas imágenes de la pintura puede encotrarse AQUÍ. Y una vez abierta la presentación, al oprimir la tecla F11, se podrán visualizar mejor las diversas páginas en modo de «Pantalla Completa» (Nota de «Decíamos Ayer...»).

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