«La Cristíada, de Jean Meyer» - P. Alberto Ezcurra (1937-1993)

He aquí una recensión del P. Ezcurra a la obra del P. Meyer sobre la heroica guerra «Cristera», de cuyo comienzo, en agosto del año próximo se cumplirán cien años. Su comentario resulta además una excelente y apretada síntesis de aquella gran gesta. A disposición de nuestros lectores ponemos los tres tomos que integran dicha obra, los que podrán descargarse, en formato PDF, al pie de la página.   

Méjico, 1926. El gobierno masónico revolucionario del presidente Calles se ha propuesto eliminar a la Iglesia Católica y marcha inexorable en pos de este objetivo, a través de una serie de leyes y decretos persecutorios que impiden o dificultan la actividad religiosa, hasta reducirla a un mínimo intolerable.

Pero la fe está profundamente arraigada en el alma y el corazón del pueblo mejicano, y el gobierno perseguidor encuentra una resistencia siempre creciente. Ésta se manifiesta en protestas legales y demostraciones callejeras, que chocan contra la más absoluta sordera gubernativa. Los católicos proclaman el duelo nacional, acompañado de un «boycott» económico consistente en la reducción de todos los gastos al mínimo absolutamente indispensable, con la intención de doblegar al Estado mediante la amenaza de una crisis económica.

El odio de Calles lo impulsa a seguir adelante. En febrero de 1926, la reforma del código penal equipara las infracciones a las leyes religiosas con los delitos comunes. La Iglesia responde el 31 de julio, decretando la suspensión del culto público en todo el país. El gobierno intenta hacerse cargo de los templos, para entregarlos a la administración de comités partidarios o cómplices, pero el pueblo resiste masivamente la medida. Hay encontronazos y muertos; partidas de católicos alzados se lanzan al campo o a la sierra. Agotados los recursos legales, llegó la hora de la resistencia armada. Ha comenzado «LA CRISTÍADA» o guerra de los «cristeros».

La sublevación de grupos aislados se extiende a comienzos de 1927, cuando la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y la Unión Popular que dirige en Guadalajara el futuro mártir Anacleto González Flores, lanzan la consigna de la insurrección general.

Los obispos mejicanos, sin comprometerse directamente en el alzamiento, reconocen su licitud: «hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos» (15/01/27).

Tres años durará la guerra civil, sangrienta y sin cuartel. Por una parte, el ejército revolucionario (los «federales»), corrompido y cruel, los «agraristas», usufructuarios de la reforma agraria, los sindicatos anarco-sindicalistas (CROM) cuyo jefe, Morones, ya en 1925 había intentado fundar una iglesia cismática, pronto fallida. Y tras las fuerzas gubernistas toda la potencia diplomática y económica de los Estados Unidos, que permitirá al gobierno superar las crisis económicas y rehacer y potenciar una y otra vez sus castigadas tropas.

Por otra parte, los católicos. Algunos pocos exmilitares y combatientes revolucionarios que acompañaron a Villa o Zapata. En su mayoría gente sin experiencia militar: jóvenes de la ACJM, algunos profesionales de las ciudades, incluso sacerdotes como los PP. Aristeo Pedroza y José Reyes Vega, que alcanzarán el grado de generales entre los jefes revolucionarios, y morirán en la empresa. Pero el grueso de las fuerzas católicas proviene de las capas más humildes de la población: los sindicatos católicos y, en su gran mayoría, los campesinos, pequeños agricultores, peones e indios.

Las tropas del gobierno están animadas por el odio, un odio místico-satánico contra la religión y todo lo que la representa. Sus soldados van al combate blasfemando y gritando «¡Viva nuestro padre el Diablo!». «¡Viva el Diablo!», grita al morir uno de los generales del ejército federal. Con saña verdaderamente diabólica fusilan prisioneros y rehenes, violan, roban y maltratan a las poblaciones, castigando así su solidaridad con los rebeldes. Antes de matar a sacerdotes o a simples fieles los torturan y mutilan. Las iglesias, imágenes, ornamentos y vasos sacros son profanados. Pretenden dominar por el terror, pero sólo consiguen hacer más firme en el pueblo la voluntad de resistencia y de combate.

Los cristeros vivan a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe. Su fe es sencilla y profunda (los del gobierno los llaman «fanáticos»). Pero no es supersticiosa: es la buena fe recta y sólida que clava sus raíces más profundas en la tierra firme de la catequesis misionera de España. Asombra el espíritu y la claridad de ideas de estos soldados de Cristo, el 60 % de los cuales no había asistido jamás a la escuela. Y su vida es conforme con su fe. Es cierto que por parte de los cristeros hay también abusos y excesos –inevitables en toda contienda civil– pero constituyen la excepción. La inmensa mayoría confía más en el sacrificio de la propia vida que en la muerte de sus perseguidores, en el derramamiento de la propia sangre como arma de máxima eficacia, lo que permite a Jean Meyer considerar el movimiento cristero como una «Imitatio Christi» colectiva.

El martirio no sólo es aceptado, sino ardientemente deseado. «¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!» –exclama el joven Honorio Lamas, ejecutado junto a su padre. En Totatiche los ancianos, sin armas, se unen a los combatientes, diciendo: «Nos vamos a ir los más viejos que no servimos para nada, para dar nuestra vida para Dios». Anselmo Padilla es martirizado en San Julián: las piernas desolladas, los pies deshuesados, castrado, lo obligan a caminar sobre brasas. Pide perdón a Dios, perdona a sus enemigos y muere diciendo: «Viva Cristo Rey». Meyer calcula en 250 los mártires «verdaderos», «utilizando los criterios de resignación, dificultades extremas de la resistencia, atrocidad de los sufrimientos, magnitud de la tentación, etc.» (III, p. 298). Tres años dura la guerra, en la que tienen lugar desde pequeñas escaramuzas hasta verdaderas batallas y operaciones militares de envergadura. En 1929 la situación es indecisa. Los cristeros se han afianzado, dominan de hecho una gran extensión del país, cuentan con el apoyo de la población campesina, pero no se hallan en condiciones de ofrecer batallas decisivas, ni de ocupar las ciudades. El gobierno, por su parte, comprende la imposibilidad de poner fin al alzamiento y decide buscar la victoria por el camino de la diplomacia y del engaño.

Llegamos así al momento más triste: los «arreglos». En la mesa de negociaciones se sientan el embajador norteamericano, Morrow, cómplice del gobierno, y dos obispos, Mons. Pascual Díaz y Mons. Ruiz y Flores, enemigos de los cristeros y dispuestos a la transacción a cualquier precio, pero que han logrado inclinar en su favor la autoridad de Roma, no siempre bien informada. La Iglesia cede todo y dispone la reapertura del culto público, a cambio de vagas y mentirosas promesas del presidente Portes Gil.

Cristeros de San José de Gracia (Michoacán)

Los cristeros combatientes (su número en este momento puede calcularse en unos treinta o cuarenta mil) no han sido informados, ni consultados. Reciben la orden de cesar la lucha y de acogerse a la amnistía y entregar las armas. Se sienten traicionados, abandonados por sus pastores, saben que no pueden confiar en la palabra del gobierno falaz y, sin embargo, obedecen, en un acto supremo de fe y de heroísmo.

Su general en jefe, Jesús Degollado Guizar, licencia sus tropas con estas palabras: «La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquéllos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegaciones. Ave, Cristo, los que por ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a una muerte ingloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos y una vez más te aclamamos Rey de nuestra patria» (II, p. 342).

Tales son las grandes líneas de una epopeya de fe, de sufrimientos y de heroísmo, a la que la frágil memoria de nuestros contemporáneos y el desinterés o la insegura conciencia de muchos eclesiásticos han preferido sepultar en el olvido.

De allí viene a rescatarla Jean Meyer, un francés que se aproxima a «la Cristíada» con interés y con respeto, y hace de ella el objeto de su tesis doctoral, sostenida en Nanterre el 11 de diciembre de 1971. Ésta es fruto de cuatro años de trabajo, de la consulta de archivos oficiales y privados y, lo que aumenta grandemente su interés, de centenares de entrevistas con los sobrevivientes de ambos bandos, testimonios vivos, inéditos y originales. La obra que comentamos –traducción de la tesis– consta de tres partes, a cada una de las cuales corresponde un volumen. El primero es la historia de la guerra cristera, acompañada por un análisis del ambiente ideológico y social y de las condiciones históricas en las que ésta tuvo lugar. El segundo volumen analiza los antecedentes y el desarrollo paralelo a la guerra de las relaciones conflictivas entre la Iglesia Católica y el Estado mejicano. El tercero, titulado «Los cristeros», constituye un análisis social y humano de los combatientes católicos, sus ideas, su gobierno en las poblaciones conquistadas, etc.

Jean Mayer

La obra en su conjunto constituye un esfuerzo sin par sobre el tema, especialmente en el aspecto documental. Los análisis sociológicos e históricos y las conclusiones pueden ofrecer algún punto débil pero, en general, son de gran interés.

En síntesis, un libro digno de ser leído. El contacto con el ejemplo de los mártires puede ser fuente útil para renovar en nosotros el espíritu de combate, hoy tan necesario como decaído, y para recrear en nuestras almas la virtual disposición al martirio, acto supremo de la fortaleza y de la caridad. Puede que despierte la conciencia de una Iglesia que, silenciosa en demasía frente al martirio de tantos millones de hermanos hoy perseguidos, parecería haber olvidado aquello de que «si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (I Cor. 12, 26).

* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», Año 4, n° 11, segundo cuatrimestre de 1976, p. 141; y reproducido luego en la excelente compilación de «Resenciones bibliográficas» del P. Ezcurra realizada por Omar González Céspedes, Ed. «Centro de Estudios P. Alberto Ignacio Ezcurra», San Rafael, Mendoza, 2018.

Para descargar los tres tomos de la obra «La Cristíada» de Jean Meyer, cliquear AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ.

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