«El Brasil y Urquiza» - Ernesto Palacio (1900-1979)
En homenaje y recuerdo de Don Juan Manuel de Rosas, ante un nuevo aniversario de la Batalla de Caseros, vaya este magistral y esclarecedor capítulo acerca de las verdaderas causas de la derrota nacional.
Antes de entrar al relato de
este episodio tortuoso y oscuro, conviene clarificar el pensamiento,
despojándolo de la engañosa mitología fraguada por la falsificación histórica.
La leyenda corriente sobre la coalición lo erige en protagonista al general
Urquiza, gobernador de Entre Ríos, quien la habría iniciado como una cruzada
libertadora de la ciudadanía argentina: propósito sagrado y fundamental, cuya
propia grandeza sería suficiente –se dice– para cohonestar la circunstancial
apelación a la ayuda extranjera. La acción que culminó en Caseros constituiría
de este modo (para usar una fórmula inventada e impuesta por don Vicente Fidel
López) la última y decisiva «reacción contra la tiranía». El aporte del Brasil
(que a veces ni se menciona y al que se supone desinteresado y gratuito) no
arrojaría sombra alguna sobre un hecho glorioso, comparable a los episodios
fundadores de la nacionalidad, porque nos daría ¡la Constitución!
Tal es, repetimos, la leyenda.
La verdad histórica es muy diferente.
La coalición fue obra de la
diplomacia brasileña, que usó como instrumento al gobernador de Entre Ríos:
segundón inveterado y que seguiría siéndolo hasta el fin de su vida. Tuvo por
objeto el permanente propósito que aquélla perseguía de impedir la formación,
al flanco del Imperio, de un estado que pudiese equilibrar y aun sobrepasar su
poder. Se produjo cuando se había desvanecido la esperanza de que la
Confederación se disgregase al empuje de la agresión europea y estábamos en
estado de guerra con el Brasil. Un cúmulo de circunstancias adversas hizo que
el general Urquiza –solicitado sin éxito desde 1845– terminara por ceder. Los
sofismas de los doctores unitarios prevalecieron sobre sus reacciones
sentimentales; no pudo resistir al mágico influjo que la toga doctoral ejerce
sobre los espíritus sencillos y a la gloria que se le proponía de hacer entrar
a la República en las vías de la «civilización», al frente del partido que se
le pintaba con los colores de la inteligencia y del progreso.
El precio de la operación
consistía en la renuncia definitiva por nuestra parte, a los derechos
inherentes a la soberanía, que Rosas había sostenido con un denuedo que se
calificaba de obstinación bárbara: lo que significaba una renuncia a la
grandeza y a la hegemonía e implicaba, por consiguiente, el triunfo de la causa
brasileña, que se impondría en Caseros.
Las páginas que siguen mostrarán
cómo la caída del general Rosas fue una derrota nacional y cómo sus vencedores
levantaron su poder sobre una patria humillada y disminuida.
* * *
Las popularidad de Rosas se
había acrecentado no sólo en el seno de la Confederación, sino en toda América,
a raíz de su resistencia a la agresión ultramarina.
Uno de los primeros síntomas,
cuando aún estaban pendientes las negociaciones anglo-francesas, fue el
acercamiento con el Paraguay, del que el Restaurador dio cuenta a la
Legislatura en su mensaje para el año 1850. El presidente Carlos Antonio López
buscaba un arreglo definitivo con la Confederación, invocando «el honor y
beneficio del pueblo americano». Esto puso en conmoción a la diplomacia
brasileña, que inició sus gestiones para el tratado de alianza ofensiva y
defensiva firmado con ese país en diciembre de 1851 y que debía permanecer
secreto.
Era evidente que con la
terminación de la ayuda francesa y la suspensión del subsidio, el gobierno
títere de Montevideo carecería de elementos para resistir al ejército sitiador
de Oribe y que caería a breve plazo, con lo cual la pacificación del Uruguay
–bajo un gobierno amigo y aliado de la Confederación– habría sido un hecho
consumado. Logrado esto, la reincorporación del Paraguay constituiría una
empresa fácil, por la diplomacia o las armas. Los aguerrido ejércitos de la
Confederación, al mando de Urquiza y Oribe, habrían tenido solamente que apoyar
al partido, entonces muy poderoso, que se inclinaba a la reintegración de la
provincia disidente.
Esto habría planteado
necesariamente el casus belli con el Brasil, que había reconocido desde
cinco años atrás la independencia paraguaya y la vigilaba desde la alianza
secreta. El resultado final de la contienda no era dudoso, ya que el mismo
Imperio reconocía que no estaba preparado para afrontarla[1].
Tal es la situación en esos años
1849 y 1850, y ella no se presentaba ciertamente auspiciosa para Brasil,
perturbado además por el problema del separatismo riograndense. El sentimiento
que inspiró toda su diplomacia de entonces fue el temor al engrandecimiento
argentino, hábilmente estimulado por las sugestiones y las intrigas de don
Andrés Lamas, ministro de gobierno de Montevideo en Río de Janeiro. La política
de este enviado consistía en ofrecer la situación oriental a la influencia
brasileña, halagando las viejas aspiraciones cisplatinas, al mismo tiempo que
otros agentes montevideanos reclutaban, según vimos, en los bajos fondos de
Europa, legiones mercenarias para la defensa de la plaza sitiada, que habrían
de pagarse con subsidios del gobierno imperial.
El general Guido –ministro de la
Confederación en Río– vigilaba de cerca estas actividades, mientras instaba al
Brasil al cumplimiento del tratado de 1828, que garantizaba la independencia
uruguaya, para lograr la pacificación del territorio. A la vez que dilataba las
respuestas, la cancillería imperial cedía a las sugestiones de Lamas,
celebrando un tratado secreto por el cual se comprometía a auxiliar
financieramente la defensa de Montevideo. Como proveedor de fondos aparecía el
banquero brasileño don Irineo Evangelista de Souza.
La política del gabinete
brasileño estaba definitivamente fijada. Ante la convicción de la guerra
inevitable por la cuestión paraguaya, se apresuraba a tomar posiciones en
Montevideo, a fin de que ésta no cayera en poder de Oribe, mediante una ayuda
que cohonestaba con el pretexto de «defender la independencia oriental», la
cual sería ilusoria si dominaba un partido aliado al gobernador de Buenos
Aires.
Paralelamente con esta
operación, el Imperio aliviaba sus tensiones internas dando satisfacción a los
revolucionarios riograndenses, aliados tradicionales de Rivera, que aspiraban a
extenderse sobre las ricas llanuras orientales y querían la guerra de saqueo y
cuatrerismo.
A fines de 1850, una horda de
saqueadores de esa provincia, reforzada por riveristas emigrados y a las
órdenes del coronel Francisco de Abreu, barón de Jacuhy, invadió el norte del
Estado Oriental y atacó las regiones del Salto y Tacuarembó, haciendo grandes
arreos de ganado. Fueron arrollados y perseguidos luego por una división del
ejército de Oribe a las órdenes del coronel don Diego Lamas. El ministro Guido
protestó ante el gobierno imperial. Después de muchas dilaciones se le contestó
«que serían dadas las órdenes para que no se repitiesen los últimos
acontecimientos». A todo ello, Abreu y sus cómplices se paseaban por las calles
de Río y la prensa de los emigrados los ensalzaba como a beneméritos de la
patria. Meses después repetían la agresión con fuerzas mayores, siendo
nuevamente batidos.
Entre tanto, el 17 de agosto de
1850, había muerto en su residencia de Boulogne sur Mer, el Libertador general
don José de San Martín, lejos de su patria, pero satisfecho de saberla
triunfadora y fuerte. La actuación del general Rosas había sido el consuelo de
la solitaria vejez. De ello dejaba testimonio en la cláusula 3ª de su
testamento, que decía así: «El sable que me ha acompañado en toda la guerra de
la Independencia de la América del Sud le será entregado al general de la
República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la
satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha
sostenido el honor de la República frente a las injustas pretensiones de los
extranjeros que trataban de humillarla».
* * *
Nuevamente el país le impidió
retirarse. Y no es exagerado hablar del país, puesto que el pronunciamiento
tuvo caracteres de unanimidad. No sólo se pronunciaron la Legislatura y el
pueblo de Buenos Aires, sino los gobiernos y la ciudadanía de todas las provincias,
ofreciéndole vidas y haciendas para cooperar al empeño con que «gloriosamente
sostenía el honor y la independencia de la Confederación».
He aquí cómo hablaban los
gobernadores. «La opinión del ilustre general Rosas –decía uno de ellos–no
puede nunca decaer en los pueblos de la República, cuya independencia, honor y
libertad ha defendido; y funestos serían los resultados si V.E. descendiera de
la primera magistratura, porque es en la benemérita persona de V.E. en quien la
República ha depositado su confianza, robustecida con más de veinte años de
servicios a la causa de nuestra independencia». Firmaba el general Virasoro,
gobernador de Corrientes.
«En los últimos veinte años
–afirmaba otro– han tenido lugar en el Río de la Pata, acontecimientos de tal
naturaleza, que han producido complicadas cuestiones cuya solución va a
asegurar de una vez por todas los destinos de la República. Es V.E. quien las
ha conducido hasta ahora con elevado tino y bien acreditada sabiduría. V.E.
debe tener la gloria de suscribir su término, sellando con un acto de inmortal
recuerdo su grandiosa misión de salvar la patria». Se le pedía luego que
postergara su resolución hasta cuando la República «libre y triunfante de sus
enemigos», pudiera «admitir la renuncia de V.E.».
Liquidada la cuestión con
Francia e Inglaterra, era evidente que las «complicadas cuestiones» que ponían
en peligro «los destinos» de la patria, a la que había que «salvar», no eran
otras que las pendientes con el Imperio de Brasil.
¡El firmante de esta expresiva
nota era el general don Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, con la
misma mano y acaso con la misma pluma y tinta con que suscribiría –pocos días
después– la alianza brasileña!
* * *
La Confederación Argentina
estaba en guerra con el Imperio. El artículo 18 del tratado de 1828 establecía
la obligación en estos casos de comunicar la ruptura y establecía un plazo de
seis meses antes de iniciar las hostilidades.
Rosas había mandado las
comunicaciones de rigor, a raíz del rechazo cortés con que respondió a la
propuesta de mediación inglesa. Ambas naciones preparaban sus efectivos para
hacer frente a la contienda, cuyos resultados no habrían sido dudosos con una Argentina
unida y fuerte. Era el momento de «asegurar de una vez por todos los destinos
de la República» –según decía el general Urquiza en la nota arriba transcripta–
en la batalla decisiva contra el enemigo histórico. Se jugaba la hegemonía
continental, nuestra grandeza futura. Y con la suerte de la Confederación, la
de la independencia americana frente a la penetración europea, que cambiaba de
métodos, pero no de intenciones.
Fue en esas circunstancias
graves y solemnes cuando empezó a afirmarse públicamente que el general Urquiza
había firmado un pacto con el Imperio y el gobierno de Montevideo para derrocar
al Restaurador, y que el precio de ese pacto sería la independencia del
Paraguay y la libre navegación de los ríos. A ello se agregaría el abandono de
las Misiones Orientales, fracción del territorio argentino no comprendida en el
tratado de 1828, pero que el gobierno de Montevideo negociaba como propia desde
1845, ofreciéndola en venta al Brasil para salvar las dificultades de sus
finanzas.
La alianza con el extranjero
contra la patria tiene un nombre que no admite atenuaciones. El crimen se
agrava cuando ese extranjero es el enemigo tradicional y estamos con él en
situación de guerra y se merma el patrimonio colectivo. En la coalición de 1851,
el enemigo obtenía sus objetivos de desmembrar a la República Argentina y
despojarla de la soberanía sobre sus ríos y grandes fracciones de territorio, a
cambio de su apoyo militar a un partido interno, el cual aceptaba el pacto, que
implicaba la obtención del poder, a costa de tamaña humillación nacional y
contra la voluntad de la mayoría de sus compatriotas.
Es evidente que los argumentos
de orden político esgrimidos para justificar tal pacto carecen de toda validez.
Si Rosas era tirano, la resistencia interna a su régimen debió bastar para
derrocarlo. Si todos los intentos en ese sentido habían fracasado, porque
contaba con la adhesión del pueblo, no había tal tiranía, sino una evidente
legitimidad, que añadía el consentimiento general al título perfecto. Pero ni
aunque hubiera sido cierto –que no lo era– el monstruo sanguinario y perverso
creado por la leyenda adversaria, pudo jamás justificarse la alianza enemiga a
tal precio., porque es infinitamente preferible cualquier sufrimiento en el
orden doméstico, cualquier dolor, cualquier injusticia, aún la más extremada, a
la humillación de la patria por el extranjero.
Urquiza no lo ignoraba. Ya vimos
cómo en 1845, si bien sintió la tentación del mal paso, reaccionó al cabo,
sincerándose con el Restaurador. Los
testimonios de quienes anduvieron en tratos con él para decidirlo a la tercera
coalición coinciden en afirmar que costó trabajo obtener su final
consentimiento; y que al fin lo dio –porque sin la ayuda militar y financiera
del Imperio nada podría hacerse– aunque esforzándose todo lo posible por
mantener las apariencias de jefe de una empresa «nacional».
Su responsabilidad se atenúa
algo si se piensa en la confusión de conceptos que entonces reinaba y en su
medianía espiritual. No era un hombre de pensamiento, ni de cultura, ni de
sólidos principios morales; tenía sobre todas las cuestiones conceptos vagos y
empíricos, aunque no carecía de agudeza y buen juicio en materias prácticas.
Poseía condiciones para ser un eximio capitán de milicias, dotado de una
especie de genio estratégico, que hizo de él la primera lanza del litoral; o un
buen caudillo local; o un juez concienzudo en materias de campanario. Su éxito
en un escenario reducido y su convicción de ser el mejor de la aldea le habían
despertado, empero, una alta idea de sí mismo y la ambición de brillar en
escenarios más amplios. Este conjunto de cualidades y defectos (acompañado de
la conciencia de su propia limitación en «cosas de papeles») lo predisponía a
caer en las redes de los doctores del unitarismo, dueños de una dialéctica
aguzada en veinte años de vivir de expedientes, maestros en la tergiversación y
en la intriga. Es evidente que cualquiera de ellos era capaz de infundirle al
sencillo paisano sus propias ideas en una conversación de media hora, y aun de
sugerirle que las pensaba él mismo, haciendo aspavientos de admiración ante el
eco como si se tratase de la voz providencial y esperada.
Si se tiene en cuenta que la
razón de ser de los emigrados consistía en la alianza con el extranjero
(sinónimo para ellos de civilizado) y que existía sobre el asunto, a través de
las sucesivas coaliciones, una copiosa jurisprudencia, se comprenderá el arte
que habían alcanzado en la elaboración de sofismas tendientes a demostrar que
la traición a la patria era el supremo bien y el celo por la soberanía una
manifestación de barbarie: «americanismo bruto», según la expresión de Andrés
Lamas. ¿Qué argumento podía oponer el caudillo de Entre Ríos (que si era un
simple, no era un rústico y aspiraba a ascender y brillar) a esos razonamiento
vertiginosos? ¿Cómo iba a resistir a la tentación de suplantar a Rosas (a quien
admiraba y envidiaba a la vez), pasando con ello a la historia como Libertador,
Legislador y caudillo de los doctores?
Añádase a esto que la libre navegación de los ríos –que sus mentores le presentaban como una exigencia del Progreso– halagaba sus resabios localistas, por lo que significaba como desquite contra la capital, y tendremos esbozada la figura de don Justo José de Urquiza, a quien el Brasil y los emigrados eligieron instrumento de la campaña contra Rosas y la integridad y la potencia de la Confederación. Estaba muy por debajo, sin duda, del papel de primer plano que las circunstancia le reservaban; pero la verdad es que no lo habría asumido si hubiese sido un hombre de mayor calidad. Como visión política no levantaba sobre el nivel de un López o un Ibarra y lo demostraría su ulterior fracaso. El tamaño con que se mantiene en la historia está condicionado a la magnitud de la catástrofe en que intervino. Grande e inerte como un ariete, Mitre lo juzgaría años después (1865) con frase lapidaria: «Hará lo que se le diga», afirmó con absoluta seguridad.
* * *
Envanecido por su victoria en
Vences y con la piel todavía escocida por el tirón de oreja de Alcaraz, Urquiza
había caído en efecto en las redes que le tendía el Imperio por medio del
ministro Herrera y Obes, jefe de la fracción «ultra» del gobierno de Montevideo,
cuyo representante en Río de Janeiro era don Andrés Lamas.
La situación era apurada para el
Brasil. Debía forzar la decisión de Urquiza antes de que éste se viese obligado
a sumar sus medios a los de rosas –como el deber se lo imponía– en el choque
inminente. En cumplimiento de su plan, y simultáneamente con los ataques a
territorio oriental, había provocado otro por fuerzas paraguayas a la provincia
de Corrientes, que fue fácilmente rechazado, dejando los invasores en el campo
pertrechos de guerra de procedencia brasileña. Entre tanto, iban y venían los
emisarios de Río a Montevideo y de allí a Concepción del Uruguay, concertando
los últimos detalles de la coalición, cuyas primeras manifestaciones visibles
consistieron en la lenta afluencia de emigrados a Entre Ríos y en el lenguaje
de la prensa provincial, que empezó a ventilar de nuevo el tema vedado de la
«organización» política.
Estas circunstancias no eran
ignoradas por el Restaurador, como tampoco el insidioso trabajo de zapa que
había comenzado entre las fuerzas sitiadoras de Montevideo y entre su propio
ejército de Santos lugares para quebrantar su fidelidad. Los jefes militares,
empezando por Oribe, le advirtieron el peligro, y aun le propuso este último la
realización de una campaña fulminante sobre Entre Ríos para reducir a Urquiza,
levantando el sitio de Montevideo, con lo cual obtendría la ventaja
suplementaria de movilizar su ejército, desmoralizado por la inactividad. Rosas
no accedió. Confiaba, sin duda, en que su enorme prestigio en el país y la
virtud aglutinante del peligro extranjero serían suficientes para matar de raíz
las intrigas de que se hablaba. La guerra contra el Brasil era popular;
respondía a un sentimiento hereditario y compartido por todo el pueblo de la
República. El Restaurador suponía, con buen acuerdo, que la simple sospecha de
colusión con el enemigo tradicional bastaría para esterilizar los esfuerzos de
sus opositores y condenarlos al fracaso.
La diplomacia brasileña procedió
con toda la premura que el caso requería y dio las seguridades necesarias de
ayuda para el éxito del levantamiento, sin olvidar los recaudos por las
ventajas que esperaba. Ya don Andrés Lamas había firmado, en nombre del gobierno
de Montevideo, el tratado de límites en que le abandonaba desaprensivamente al
Brasil fracciones de territorio argentino que no eran de jurisdicción uruguaya,
a cambio de ayuda en dinero para sus finanzas en quiebra.
A principios de 1851 ya estaban
terminados los preparativos de la operación. En atención a los sentimientos del
país, debía presentársela como una reacción puramente argentina contra el
«despotismo», disimulándose en todo lo posible el interés y el apoyo
extranjeros.
Asegurado el auxilio del Brasil
y las necesarias complicidades en el ejército sitiador de Montevideo, así como
la adhesión de su propio ejército –donde hubo de chocar con una oposición de
quienes se mantuvieron fieles al Restaurador– Urquiza se decidió a actuar. El 5
de abril dirigió una circular a los gobernadores, anunciándoles que se ponía a
la cabeza del movimiento de libertad, con el fin de «organizar la nación». Y el
1 de mayo dio un decreto por el cual –fundándose en las reiteradas renuncias de
Rosas e invocando «las consideraciones debidas a su salud»– declaraba reasumir
el ejercicio de las atribuciones delegadas en el gobernador de Buenos Aires,
quedando en aptitud «de entenderse con los demás gobiernos del mundo hasta
tanto que, reunido el congreso de las demás provincias, sea definitivamente
constituida la República». Es lo que se llama su «pronunciamiento».
El primer «gobierno del mundo»
con el que se entendería públicamente –ya que desde tiempo atrás lo hacía en
privado– sería, por supuesto, el del Brasil.
El 29 de mayo se firmó entre el Imperio,
el gobierno de Montevideo y el estado de Entre Ríos un tratado de alianza
ofensiva y defensiva cuyo objeto confesado era propender a la «independencia y
pacificación» del Estado Oriental; pero en el que se establecía que, si tal
propósito era obstaculizado por el gobierno de Buenos Aires, se convertiría
automáticamente en alianza conta éste.
Ninguno de los gobiernos
provinciales –salvo el de Corrientes, feudatario de Urquiza– respondió al
llamado. La actitud del gobernador de Entre Ríos provocó por el contrario en
todo el territorio una ola de escándalo e indignación, cuya consecuencia fue
estrechar los vínculos que unían a los hombres del interior con quien encarnaba
la defensa de la independencia y el honor colectivos.
Todos los gobiernos y
legislaturas ratificaron expresamente en la persona de Rosas la delegación del
poder supremo; y con el fin de arrebatarle a Urquiza la bandera –simpática a
los pueblos– de la convocatoria del congreso constituyente, decidieron, por
iniciativa de las provincias del norte, conferir al gobernador de Buenos Aires
el encargo de realizarlo cuanto lo considerase oportuno. El paso dado por el
caudillo de Entre Ríos se calificó lisa y llanamente de traición, en los
discursos y en los documento oficiales. Centenares de adhesiones llegaron al
general Rosas de todos los lugares de la República, firmadas con los nombres
más representativos de cada localidad, de tal modo que la condena del
«pronunciamiento» adquirió las proporciones de un verdadero plebiscito
nacional.
El país quería la guerra contra
el Brasil y sus aliados. Tonificado por sus triunfos recientes, confiaba el
Restaurador, seguro de que saldría en esta ocasión nuevamente victorioso.
Las crónicas de la época, aun
las emanadas de los adversarios, nos reflejan la magnitud del fervor con que la
República rodeó a su jeve en esas vísperas que se imaginaban gloriosas. El 9 de
julio se celebró con un gran desfile militar, y el Restaurador apareció ante el
pueblo al frente de la división Palermo, entrando a la ciudad por el paseo de
Julio. Fue aclamado delirantemente por la desbordada multitud: verdadera apoteosis
como nunca se había visto en la plaza de la Victoria.
El 18 de agosto –fracasada una
tentativa de mediación inglesa– se declaró la guerra al Imperio. Ya las naves
brasileñas remontaban el Paraná para tomar contacto con sus aliados y se
cambiaban en esos días los primeros tiros con las baterías de la costa.
Con los frentes embanderados y
adornados con tapices rojos, las manifestaciones que recorrían las calles
vivando al Restaurador, las banas militares, las funciones teatrales y el
entusiasmo que desbordaba, Buenos Aires tenía un aire de fiesta.
* En «Historia de la Argentina (1515-1983)», Abeledo Perrot, 15ª edición, Bs.As., 1988, pp.427-436. La primera edición, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954.
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