«El Cristianismo» - Jorge Siles Salinas (1926-2014)

«...La “pax romana” ha sido la base eficiente de la difusión del Evangelio... La obra de Roma, por tanto, ha contribuido decisivamente al cumplimiento del gran designio de la unificación de la humanidad en Cristo...».

La historia romana, a partir del Imperio, ha marchado rápidamente por el camino del absolutismo estatal. A medida que la fe en las viejas divinidades del paganismo se ha ido debilitando, un nuevo culto ha surgido, que parece tener asegurado un largo porvenir: es el poder del Estado, convertido en fuerza absorbente y avasalladora a compás de la progresiva penetración del influjo de Oriente, que termina por implantar en Roma un complicado ritual de idolatría a la persona del Emperador.

Entretanto, la rápida propagación del cristianismo va a despertar en los órganos del poder imperial un sentimiento de animosidad, primero, de abierto antagonismo, más tarde. Con Nerón se desata la era de las persecuciones, que durante dos siglos y medio hará vivir a la naciente Iglesia bajo un signo de permanente amenaza o de declarado e inhumano terror. En el tiempo de las catacumbas, la fe cristiana sabrá acreditar, con el sacrificio de sus mártires innumerables, su heroísmo, su verdad, su divina filiación.

En el transcurso de estos años de prueba, el testimonio de los más altos exponentes de la religión perseguida, con relación al despotismo de que ella es víctima, acusa un sentimiento de condenación y de inevitable hostilidad hacia Roma y su maquinaria de opresión. Roma es, para los cristianos, un poder diabólico, una nueva Babilonia, semejante a la que retuvo en el cautiverio al pueblo de Israel. Desde la sede imperial, Nerón y Domiciano, Trajano y Septimio Severo, Caracalla y Maximino, Decio y Valeriano, Diocleciano y Maximino Daia fulminan contra los seguidores de Cristo el rigor de una política encaminada a lograr su total exterminio. La imagen a través de la cual las comunidades cristianas se representan a la ciudad que tan cruel se muestra en el afán de atormentarlas no podía ser sino la que ofrece el Apocalipsis de San Juan, para el cual Roma es la meretriz «embriagada con la sangre de los mártires de Jesús» (Apoc.17,6), enfangada en sus crímenes y en sus vicios. Las generaciones cristianas que viven bajo este ambiente hostil no podrán por menos de mirar a Roma como la gran enemiga de su religión.

En esta lucha secular, la victoria estaba señalada para la fuerza naciente del cristianismo. Este había de triunfar, gracias a su irresistible impulso espiritual, sobre la Roma decadente, incapaz de oponerse a los males internos que la agobiaban. El Edicto de Milán, en 313, sella definitivamente el triunfo del cristianismo. Teodosio, en 380, reconoce a la nueva fe como la religión oficial del Estado. Queda implantada, con ello, la alianza entre ambas sociedades, Iglesia e Imperio. El pensamiento cristiano, a partir de entonces, habrá de contemplar desde una perspectiva diferente no sólo la realidad política del Imperio sino también el significado de Roma en los designios de la Providencia. ¿No ha sido purificada acaso la Ciudad con la sangre de los mártires, con el testimonio de los santos, con la heroica espera de una fe vivida en el silencio de las catacumbas? ¿No han conocido en Roma la suprema experiencia de su fidelidad a Cristo, Pedro y Pablo, después de haber regido la Iglesia y de haber sembrado por doquier su mensaje evangélico? La Roma pagana ha sido condenada, pero de sus ruinas ha nacido una Roma transfigurada, fortalecida por el ejemplo de los mártires, redimida por la oblación de tantas vidas cristianas. ¿No cabría hablar, en el caso de Roma, de un verdadero bautismo de sangre que ha hecho descender también sobre ella la Promesa de Dios, que la hará indestructible, más allá de todo poder humano? Tierra romana cubre los sepulcros de los primeros Pontífices; la «caput orbis» será ya, en adelante, la sede del Papado, cuya supremacía aparece definitivamente reconocida a partir del siglo IV. Si los sucesores de San Pedro han establecido en la ciudad de las siete colinas la capitalidad de la Iglesia, sobre la que «no prevalecerán las puertas del infierno», ¿no quiere decir ello que con mucha mayor razón que en los tiempos del paganismo Roma debe ser reconocida como la «Ciudad Eterna»?

Por otra parte, es corriente en la elaboración del pensamiento cristiano, después de Constantino, afirmar que el Imperio ha preparado los caminos para la propagación de la Buena Nueva. La «pax romana» ha sido la base eficiente de la difusión del Evangelio. Sobre la oecúmene extendida con el avance de las legiones, el mensaje de los Apóstoles podrá alcanzar una resonancia universal. La obra de Roma, por tanto, ha contribuido decisivamente al cumplimiento del gran designio de la unificación de la humanidad en Cristo.

La consagración cristiana de Roma viene, pues, a reforzar poderosamente la creencia en la pervivencia eterna de la Ciudad. El mito ciceroniano y virgiliano recibe, desde fines del siglo IV, la plena confirmación que la joven Iglesia le otorga, bien que en la visión cristiana: el carácter sagrado de Roma reside en su misión divina en orden a difundir por todo el orbe las enseñanzas de Jesús.

El cambio de actitud de la comunidad creyente acerca de Roma y su destino ha quedado reflejado en la obra literaria de Aurelio Prudencio, el último gran poeta lírico latino. Prudencio se siente heredero de la tradición intelectual clásica; su obra demuestra cuán fecundamente supo él asimilar esa herencia, poniéndola al servicio de su inspiración cristiana. En versos fervientes, en los que acredita su devoción al nombre romano, el poeta suplica a Dios la conversión de la Ciudad: «Oh, Cristo, concede a tus romanos que la ciudad por la cual Tú has concedido a las demás ser unas en la religión, sea ella también cristiana... Pueda hacerse creyente Rómulo y el mismo Numa creer...».

Entretanto, diversas fuerzas hostiles al credo cristiano se han alzado acusadoras en contra de éste, defendiendo los fueros de la tradición pagana e inculpando al nuevo culto por los males que sufre la sociedad romana, en los primeros años del siglo V, cuando el sistema defensivo del Imperio se va mostrando cada vez más impotente para resistir la presión que sobre el limes fronterizo ejercen los bárbaros. En nombre de las viejas instituciones de la romanidad, un magistrado y orador famoso, Símaco, se enfrenta a la Iglesia que ha venido a suplantar a las antiguas creencias, invocando a favor de éstas la gloria que ellas dieron a la Ciudad cuando sus habitantes mantenían la fidelidad a sus dioses. Uno de los apologistas cristianos que se opondrá a Símaco será el español Prudencio, en dos extensas composiciones en verso; en la segunda de ellas el poeta se explaya en un canto fervoroso de admiración a la obra de Roma: «¿Quieres que te diga, romano, cuál fue la causa que así hizo prosperar tus esfuerzos? Queriendo congregar Dios a los pueblos de diversas lenguas y a las naciones de diversos cultos, determinó juntar bajo un imperio todo el mundo civilizado y gobernarlo bajo una sola ley, para que el amor de la religión mantuviera luego unidos los corazones de los hombres. El derecho común nos hizo a todos iguales y nos unió con el mismo nombre; y, dominados, nos redujo a los vínculos de la fraternidad. En todas partes se vive como si la ciudad madre encerrara en unas murallas a sus propios hijos y todos nos reuniéramos alrededor del hogar paterno. Las regiones más distantes y los litorales divididos por el mar se unen, ya por el mismo derecho, y el mismo foro, y el comercio, y las artes, y las asambleas populares. Todo esto se ha conseguido con tan grandes victorias del Imperio Romano. Esto ha preparado el camino para Cristo, que ya venía; se lo preparaba desde antiguo la amistad pública de nuestra concordia bajo la dirección de Roma».

Para el pensamiento cristiano, tal como aparece expresado, por ejemplo, en San Ambrosio, el nuevo culto, al formar con el Imperio una estrecha asociación, en la que, sin embargo, la independencia y la superioridad de la Iglesia habrían de quedar plenamente aseguradas, debía ser mucho más que un simple elemento constitutivo del Imperio, en medio de otros. La comunidad cristiana debía ser la fuerza dinamizadora del mundo romano, desempeñando, en medio de éste, un papel de guía y orientación, no ya una simple función de aliada[1].

* Fragmento de «Roma: La ciudad eterna y el imperio», publicado en «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 2, n° 4, 1er cuatrimestre de 1974, pp. 62-65.


[1] Daniel Rops, L'Eglise des apôtres et des martyrs, cap. XII, Artême Fayard, Paris, 1948.


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