«La nueva civilización de la modernidad» - Fray Aníbal E. Fosbery O.P. (1933-2022)
Ha muerto el P. Aníbal Fosbery, sacerdote dominico y fundador
de la «Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino» (FASTA). He aquí, en un
capítulo de este excelente libro suyo, una magnífica síntesis de la historia de la
cultura.
Las actividades fundamentales
del espíritu: ciencia, arte, economía, política, y las formas diversas desde
las que el hombre intenta afirmar su propia identidad, cobran una autonomía
ilegítima que los transforma en absolutos. La verdad queda fragmentada. Cada una
de estas actividades crece por su cuenta: el arte por el arte, la política por
la política, la ciencia por la ciencia, el hombre por el hombre.
En la cultura católica, lo
religioso como expresión de la interioridad del hombre, hace posible el
encuentro de la gracia con la naturaleza: la gracia supone y perfecciona la naturaleza,
dirá Santo Tomás. De esta manera, lo religioso viene a armonizar y a equilibrar
desde la Revelación, y desde el «ordo naturae», las actividades del
espíritu.
El resultado fue una cultura que
iluminó y recreó una civilización: la Cristiandad. Lo sagrado y lo profano
podían integrarse respetando las legítimas autonomías de sus propias
especificidades. El fin trascendente de lo esjatológico superaba todo intento de
inmanentismo y afirmaba al mundo como signo de la voluntad creadora de Dios y
su providencia salvífica.
Así, la ciencia, el arte, la
economía, la política, eran medios para que el hombre alcanzara el «buen vivir»,
pero de ninguna manera tenían razón de fin absoluto.
Podemos afirmar, entonces, que
en la cultura católica estas realidades que configuraban la actividad propia
del espíritu humano, cobraban su legítima autonomía sin ser avasalladas por lo
divino, como lo fueron en algunas teofanías autoritarias del orientalismo, o en
el Islam. La Reforma, en cambio, optó por separar antinómicamente estos dos
ámbitos: Dios o el mundo, fe o saber.
En el Renacimiento, a medida que
se fue entendiendo lo religioso como una parte o expresión del espíritu humano,
se fue afirmando la realidad del mundo en sí mismo, sin otro referente que no
fuera la razón. Es que el mundo mismo, desde Galileo Galilei, y antes, con
Leonardo da Vinci, lejos de ser un signo o sacramento que mostraba los
designios de la inteligencia y la voluntad creadora de Dios, era un sistema, un
mecanismo. La naturaleza quedaba, de esta manera, reducida a lo geométrico, lo
fenoménico, a lo armonioso o sistémico, encerrada en un encuadre puramente
matemático, como quería Descartes. De esta manera, desde la autosuficiencia de
la razón podía explicarse todo y, superando las leyes de la geometría, podía
producirse todo y transformarse todo. Ideología y poder se concilian. El mundo
avanza hacia un progreso indefinido. El hombre deja de ser objeto y sujeto de
una cultura trascendente, que lo transforma y transfigura hacia el cumplimiento
de su destino de salvación, para convertirse en instrumento de poder, dominio,
eficiencia, producción, cambio permanente y progreso indefinido. El mundo es
sólo un modelo sobre el cual el hombre puede operar.
La ideología desplaza a la
metafísica. La utopía del progreso indefinido a la religión. La moral queda
vaciada de contenido ontológico y de referente sobrenatural. Ya Erasmo, en el Elogio
de la locura, había afirmado la inimputabilidad del hecho moral, dado que
todos los hombres son locos. Con esto no hace más que expresar desde lo
secular, lo que Lutero había afirmado desde lo religioso. Y a pesar de que, por
eso mismo, Lutero lo acusa de ser «uno de los incrédulos más viles que haya
deshonrado la tierra», sin embargo de hecho, coinciden. Lutero separa el mundo
de Dios. Erasmo lo quita a Dios. De esta manera, el Renacimiento logra dar el
paso que no podía dar la Reforma para convertir el mundo a la vida activa de la
sociedad laica.
Una vez más Herodes y Pilato se
van a encontrar en la historia de la humanidad para matar a Cristo; o, como
después dirá ese capitoste del secularismo que fue Antonio Gramsci (1891-1937),
para «decapitar a Dios».
Si nada existe superior al
hombre, éste no puede buscar más que en sí mismo el fin y la moral de su
acción. Se instala el empirismo moral. Epicuro y las formas más puras del
hedonismo sensualista marcan la tónica moral de la nueva sociedad laica.
Esta sociedad se propone
transformar el caos del mundo. El conocimiento, transformado en instrumento de
acción y de poder, como querían a su turno Bacon y Hobbes, debe encontrar el
camino adecuado que ordene a los hombres hacia el logro del progreso indefinido,
donde reside la felicidad.
La utopía del progreso
indefinido convoca, a modo de una nueva religión, la respuesta de las fuerzas
sociales de los modernos estados europeos. Se trata de una ideología capaz de
instaurar una nueva civilización.
No hablamos de cultura, porque
la cultura afecta primariamente al proceso de perfección del hombre. No es la
perfección de la persona lo que se intenta. Ni Lutero ni Erasmo lo hacen
posible. Es la perfección de la sociedad lo que primaria y directamente se pretende.
Una civilización fundada en la
ideología del progreso indefinido, como una nueva utopía esjatológica del
inmanentismo. La cultura es desplazada a lo literario, lo artístico, y la
virtud, vaciada de contenido moral, se transforma en habilidad científica o
técnica, como instrumento del quehacer hedonista y utilitario.
Se habla de civilización, y aquí
reside la fuerza de la utopía, porque lo que se pretende va más allá de un
estado particular o una sociedad determinada. Abarca toda la sociedad, como lo
hizo, en su momento, la civilización latina, desarrollada en la Roma pagana, o
la que se llamó «Cristiandad», como fruto de la cultura católica.
Sobre los diversos absolutos
hacia los que se vuelca la «acción» del hombre, la ideología se plasma
alrededor de la economía. Es un modelo económico el que permite que el mundo
deje de ser caótico y en orden al cual el hombre debe modelar su realidad. El «homo
oeconomicus» es el modelo del «homo faber». Una praxis, en
definitiva, sin teoría, sin contemplación, sin logos.
Santo Tomás había señalado que
la praxis no es otra cosa que la extensión del entendimiento especulativo, que
proyecta el conocer por el conocer en el conocer para el obrar[1].
Aquí, lejos de haber «extensión» hay «extinción». La praxis que se va a
instaurar no es aquella que ordena los medios al fin. Es una pura «praxis» convertida
en «poiesis». Todo debe ordenarse y transformarse desde esta praxis que
iluminará después tanto al liberalismo económico como al socialismo marxista.
La ideología que alimenta este
devenir productivo es el esfuerzo intelectual por el que se puede proponer al
hombre, el nuevo burgués de esta civilización, los modelos adecuados para poder
operar en la transformación, el cambio y el devenir incesantes del mundo.
Estamos frente a la civilización
del secularismo que hace del progreso su religión y que se alimenta con la
ideología del economicismo instrumentada por el dominio, la eficiencia y el
poder. No hay lugar para la cultura, y, consecuentemente, no lo hay para Dios.
Lo religioso puede ser tolerado, a lo sumo, como culto encerrado en los
repliegues de la conciencia individual.
Este secularismo genera el
capitalismo en sus dos formas: el capitalismo de estado, o socialismo, y el
capitalismo liberal.
El ascetismo de la vida
monástica, propio de la cultura católica, cobra, con el protestantismo, la
forma de un puritanismo individual. Al puritano le basta, éticamente, saber que
hace lo que debe hacer. El producto de su esfuerzo laborioso y prolijo no es
aprovechado de modo personal, por razones ascéticas. Se vuelca entonces sobre una
corporación que se transforma en empresa. No en vano las grandes empresas
económicas del mundo surgen de los países protestantes: Inglaterra, Holanda,
Estados Unidos. Pero en los comienzos, estas rigurosas comunidades puritanas
están más cerca de una concepción nacionalista. Recién cuando estas comunidades
fracasan en los Estados Unidos, se vuelven a asumir los modos del capitalismo
holandés o inglés. Y esto no debe extrañar, ya que la moral cristiana se
transforma en un puro empirismo moral a partir del siglo XVI.
Pierre Gassendi (1592-1655) inaugura,
atacando al cristianismo, una mezcla de escepticismo con empirismo y
sensualismo gnoseológico. Nada se sabe ni se puede saber o, por lo menos, nadie
ha encontrado la verdad. El fin de la acción moral es la felicidad como «tranquilidad
del ánimo», en un sentido parecido al del epicureísmo antiguo. No niega la
existencia de Dios, ni la inmaterialidad del alma y de la libertad; por ello
quiere conciliar el epicureísmo con el cristianismo[2].
Las concepciones de Gassendi son
introducidas en Inglaterra por Thomas Hobbes (1588-1679); pero téngase en
cuenta que sobre ellos ya había influido Marsilio Ficino (1433-1499), con su
intento por conciliar lo racional y lo místico, que lo llevó a aceptar la
existencia de ideas o formas innatas, separando la acción de la contemplación.
Las ideas de Ficino, hombre del Renacimiento, habían sido recibidas por los
platónicos de la escuela de Cambridge y sus precursores ingleses[3].
El gran objetivo de Hobbes es
integrar todo este movimiento intelectual de línea nominalista racionalista,
con un desenlace en el empirismo materialista, desde lo científico y lo
político. Así puede conciliar el utilitarismo con el anglicanismo y abrir las
puertas al desarrollo de las concepciones científicas, políticas y económicas del
materialismo, que en el siglo XVIII se ve acompañado por un secularismo
hedonista y utilitario.
En Francia, las concepciones
secularistas forman parte de la literatura de combate contra la tradición
católica, especialmente a través de D’Holbach (1725-1789) y Claude Adrien
(1715-1771), conocido como Helvecio.
Esta misma corriente de ideas
aparece en Inglaterra con John Locke (1632-1704) y David Hume (1711-1776), para
desembocar a finales de siglo en el sistema de Jeremy Bentham (1748-1832),
considerado como el fundador de la escuela utilitarista, y cuyo sistema ofrece
la muestra más representativa de esta concepción de la moral que ha dado
prioridad a la materia sobre el espíritu, a la idea sobre el ser; ha reducido
la naturaleza a lo fenoménico, la ciencia y el conocimiento a lo empírico; ha
negado la metafísica y el orden natural subordinando lo religioso, lo moral y
lo político a lo pragmático y lo utilitario. La perfección del hombre ya ha
sido descartada por la Reforma, y sólo permanece como utopía, con un cierto tono
de religión natural, la idea del progreso indefinido; la cual, también con un
cierto sentido religioso milenarista, se hace presente en la Reforma con la
secta de los anabaptistas.
La obra de Bentham es continuada
en Inglaterra por un gran número de discípulos, entre los que podemos citar a
Stuart Mill (1806-1873), Herbert Spencer (1820-1903) y Henry Sidgwick
(1838-1900), quien finalmente trata de edificar un sistema moral en el que
resultan conciliables el hedonismo individual y la necesidad de alcanzar la
felicidad colectiva[4].
Fundadas en esta teoría avanzan
las concepciones economicistas y políticas de este siglo, intentando la
síntesis del intuicionismo kantiano con su ideología de los valores, el egoísmo
o hedonismo individualista y el utilitarismo universalista.
Lo que intenta, desde el punto
de vista moral, es hacer coincidir el deber individual con el deber de todos
los demás individuos en las mismas circunstancias. Ésta será la teoría moral de
la «libertad obligatoria», por tratar de identificarla con un nombre, tal como
lo propiciaba Rousseau.
El último supuesto es la
existencia de un orden moral universal y esencialmente armónico. Pero, en este
supuesto, de ninguna manera se admite un criterio absoluto de verdad.
Confrontación o pluralismo son las alternativas viables.
Caídos los dos imperialismos
que, a su manera, se inspiraron en este utilitarismo universal y quisieron
construir una civilización, es decir, el nacional-socialismo y el marxismo
leninismo, el camino está expedito para que el imperialismo anglosajón se
afirme en lo que hoy se ha dado en llamar la globalización.
Ésta será la ideología imperante
capaz de generar una nueva civilización. El Papa Pablo VI, en el discurso al
que ya hemos hecho alusión, señala que una secularización radical de la
sociedad no logrará hacer la fe más pura ni más consciente, ni más responsable.
Por esta razón dice:
Ante todo, es un dato de la
historia que ese tipo de secularización se ha desarrollado en oposición al
cristianismo. Pero hay que añadir más: la secularización en sí misma, aparte la
distinción legítima y necesaria entre las realidades terrenas y el reino de
Dios, pesa de hecho con toda su carga sobre el único sentido del inmanentismo y
del antropocentrismo, al cual no podría reducirse la fe cristiana.
Prácticamente, una
secularización radical que elimina de la ciudad humana la referencia a Dios y
los signos de su presencia, que vacía los proyectos humanos de toda búsqueda de
Dios, que suprima las instituciones propiamente religiosas, crea un clima de
ausencia de Dios. Si es una posible oportunidad para la maduración religiosa de
una élite, es realmente, antes que nada, terreno abonado para el ateísmo en
todos aquellos –y serán siempre los más numerosos– que conserven una fe débil,
apenas capaz de sobrevivir si no cuenta con apoyos exteriores (...) Así, nuestra
responsabilidad de pastor nos crea el deber de poner en guardia contra ese
grave peligro[5].
Ese grave peligro está
instalado, y no siempre los católicos tomamos cuenta de ello. El secularismo ha
hecho posible la aparición de una sociedad laica sobre la que se apoya el
actual proceso de globalización.
* En «La Cultura Católica», Ed. «tierra media», Buenos Aires, 1999; pp. 431-438.
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