«La vocación del alma» y «El descenso» - Leopoldo Marechal (1900-1970)

La vocación del alma

En el Banquete, después de considerar la fase negativa del amor y su paso de menesteroso que lo conduce a la belleza y al bien que no posee, Sócrates es interrogado por Diotima:

–El que ama lo bello, ¿qué busca en realidad?

–Que lo bello le pertenezca –responde Sócrates.

–¿Y qué será del hombre, una vez que posea lo bello?

En este punto Sócrates guarda un silencio dubitativo. Pero Diotima, que conoce bien la naturaleza moral de su alumno, trueca lo bello por lo bueno y repite su interrogatorio:

–El que ama lo bueno, ¿qué busca en realidad?

–Que lo bueno le pertenezca.

–¿Y qué será del hombre, una vez que posea lo bueno?

–Ese hombre será feliz –declara Sócrates ya seguro.

Pero más adelante observará Diotima que no basta poseer lo bueno para ser feliz: es necesario, además, poseerlo para siempre, sin lo cual no sería el hombre cabalmente dichoso. De lo que inferirá luego que «el amor se dirige a la posesión perpetua de lo bueno».

Elbiamor, ese concepto de la felicidad en que Diotima concluye será el que sirva de comienzo a San Agustín cuando busque un día la noción de su Dios en el Palacio de la Memoria. En el libro décimo de sus Confesiones pregunta:

–«¿La dicha no es lo que todos quieren y a lo que todos aspiran? ¿Dónde la conocieron antes, para quererla tanto? Y no sólo se trata de mí –agrega– ni de un corto número de personas: todos, absolutamente todos quieren ser felices».

–Y Agustín dirige a todos esta pregunta:

–«¿Dónde prefieren encontrar la dicha, en la verdad o en el engaño?».

Y todos contestan que prefieren ser dichosos en la verdad. Porque –añade Agustín– «he visto a muchos que querían engañar, pero no he visto a nadie que quisiera ser engañado».

Elbiamor, como no ignoras ya la relación de lo bello con lo verdadero y lo bueno, has de comprender fácilmente la duda inicial de Sócrates y la definición de Agustín. Y deducirás que los gestos del alma son los que le dicta su vocación natural. Y su vocación (palabra que significa «llamado») no es otra que la de poseer a perpetuidad lo verdaderamente bueno. Ahora bien, esta conclusión trae consecuencias dignas de ser estudiadas por la tortuga razonante[1]. Pues, quien dice posesión dice reposo de la voluntad, puesto que nadie se fatiga buscando lo que ya posee; y quien dice posesión perpetua dice reposo perpetuo. Y atención ahora. El reposo perpetuo es dable sólo en la posesión de un bien concebido como único, fuera del cual no existieran otros bienes; pues, en el caso de existir otros bienes, el alma se movería sin cesar del uno (el adquirido) al otro (el por adquirir), y su voluntad así agitada no tendría la quietud o reposo con que sueña. Y además ese bien único tendría que ser infinito, puesto que, si tuviera fin, acabaría con él la posesión, y con la posesión el reposo del alma. De lo cual has de inferir, Elbiamante, que la vocación del alma es la de una dicha perpetua lograda en el descanso que da la posesión infinita del bien, y de un bien que necesariamente debemos concebir como Uno y Eterno. He ahí como, por la simple noción de su anhelo, el alma logra tocar la noción de un bien cuyos adjetivos no sabrían convenir sino a Dios. Y he ahí cómo, al descubrir su vocación por la felicidad, Agustín no está lejos de dar con la esencia del Dios que busca en el palacio de su memoria, un Agustín «reminiscente» como Platón.

Ya te dije que captar la belleza es captar al «ser» mismo como verdadero ante la intelección, como bueno ante la voluntad y como deleitable al fin en su posesión. Luego, la beatitud es también un «trascendental»: nos lleva desde la beatitud relativa que nos ofrece la criatura participante del «ser» hasta la beatitud absoluta del Creador, el cual, por su naturaleza de Ser Absoluto, infinito y eterno, es también la Beatitud absoluta, infinita y eterna que va buscando el alma. Y esa vocación del alma es la vocación de su destino sobrenatural y su sed legítima. Y el alma, en todos los gestos que cumple, gira sobre su vocación como la esfera sobre su eje; de modo tal que se podrían definir los errores humanos como respuestas equivocadas que da el hombre a la vocación de su destino. ¿De qué naturaleza es el error del alma? He ahí lo que me propongo averiguar ahora.

El descenso

Con su tremenda vocación, el alma que nos ha propuesto Isidoro de Sevilla desciende a las criaturas. ¿Por qué desciende? Me dirás. Desciende porque las cosas creadas la están llamando con esa fuerte voz de su hermosura. ¿Y a qué la llaman? Dijimos que la llaman a cierta verdad con la intención de cierto bien. Y el alma, respondiendo a ese llamado sabroso, desciende a las criaturas en descenso de amor, porque necesita ser feliz en la posesión de lo bueno. Y aunque su sed es legítima, comete un error. ¡Es un error de proporciones el suyo! Pues entre el bien relativo que le ofrece la criatura y el bien absoluto con que sueña el alma existe una desproporción infinita.

Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego su amor. Y su amor anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, los únicos que podrían hacerle medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor. Elbiamante, por vez primera te nombro aquí la Inteligencia Amorosa (o Intelleto d’Amore) que tanto me intrigó una vez en Dante Alighieri y sus amigos. Encontraba yo entonces una contradicción entre los dos vocablos Intelecto y Amor ya que, si el primero entraba en la facultad cognoscitiva, el segundo cuadraba sólo en la facultad apetitiva y posesiva de la voluntad. El Intelecto de Amor llegó a parecerme al fin un modo híbrido en que dos potencias del alma contraían un raro maridaje. A fuerza de escrutar el asunto me pregunté si no existiría una «forma del conocimiento» que participase a la vez de la Inteligencia y de la Voluntad, es decir, que al conocer el objeto lo poseyera simultáneamente; o mejor aún, una «forma de conocer» por la cual el conocimiento y la posesión del ser mismo (y no su imagen conceptual) se daban en un acto único. Elbiamor, no tardé mucho en advertir que a esa forma sui generis de conocimiento pertenecía, justamente, la intelección por la belleza; y desde aquel entonces los Fedeli d’Amore me saludaron desde lejos.

Ahora bien, el Intelecto de Amor es, en el hombre, la imagen y la semejanza del Dios inteligente y amante que lo ha creado. Y esa imagen y semejanza es la «forma del Creador» impresa en el hombre. Luego, al apartarse de dicha forma, el hombre pierde a la vez el sello de su nobleza original, su camino de retorno al Bien absoluto y, por tanto, la sola garantía de su bienaventuranza. De suerte que, «por amar la belleza de la criatura, se distrae (o aparta o aleja) el hombre de la forma del Creador». ¿Qué debemos entender por ese alejamiento? Si su forma es la imagen y semejanza del Creador, al apartarse de su forma el hombre se aparta, no solo del Creador (que es el original), sino también de sí mismo (que es la imagen). Y al apartarse de sí mismo, el hombre deja de ser el mismo para convertirse en algo que no es el mismo. ¿En que se convierte nuestro personaje? La naturaleza del amor nos lo dirá.

Elbiamante, retomemos el paso de la tortuga. ¿Por qué? me dirás. El alma descendente que nos propone Isidoro no estaría en descenso si ejerciera su intelección amorosa: del amor ella practica solo el movimiento, y no la inteligencia del fin que la mueve; por eso está vagando ahora en el laberinto de los amores engañosos. Pero, ¿en que se convierte nuestro héroe al desertar, con su forma, de la forma de su Creador? Los antiguos enseñaban que amar no es tan sólo poseer lo amado, sino también ser poseído: no tendría el amor la virtud unificante que se le atribuye, si no exigiera una reciprocidad unitiva. El amante verdadero trata de asemejarse al amado; y tiende a substituir su forma por la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante se convierte al amado. Ahora bien, el alma posee mediante la inteligencia, y es poseída merced al amor. De ahí que le sea dable descender a lo inferior, por la inteligencia, sin comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si, por amor, desciende a las cosas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado.

Y se me ocurre ahora una duda: si esta ley del amor es universal, y si existe un necesario encadenamiento amoroso que va desde el Principio Creador (en su gloriosa excelsitud) hasta la más ínfima de sus criaturas, ¿cómo los superiores amarán a los inferiores sin desertar su forma por la forma de lo que aman? Porque la ley de caridad exige, por una parte, que lo superior ame a lo inferior, lo ilumine y conduzca; y no admite, por la otra, que lo superior incurra en mengua o rebajamiento de sí mismo. Reflexionando en ello, Elbiamor, se me adelanta una respuesta: el «estilo amoroso» del superior consistiría en hacerse amar por el inferior; de tal modo que lo superior no baje amorosamente a lo inferior, en tren de pérdida, sino que lo inferior se levante amorosamente a lo superior, en tren de ganancia. ¿Y cómo lo superior se hace amar por lo inferior? Dándose a conocer; para que los inferiores, conociendo la excelencia de los superiores, los amen tras el conocimiento y los posean en el amor. Así ama el Creador a sus criaturas: dándose a conocer. Y me atrevería yo a decir que su arte de amor no es otro. Salvo una excepción, Elbiamante. ¿Cuál? Un día el Creador, en la persona de su Verbo, y por amar al hombre, asumió enteramente la forma de lo que amaba y se hizo Hombre. Pero aquel, Elbiamada, fue un escándalo del amor divino.

Dejemos por ahora el estilo de amor que los superiores usan con los inferiores. Más adelante lo retomaremos, pues el hombre, instituido «rey de la creación», ejerce ante las criaturas inferiores una superioridad que le trae aparejado, según veremos, un deber de amor hacia ellas que yo calificaría de trascendental. Y volvamos a la pregunta: ¿en que se convierte nuestro personaje al abandonar su forma y enajenarse de sí mismo? Ese hombre asume la forma de lo que ama. Por eso dice Agustín: «Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios, Dios eres». Al jugar con su forma, nuestro personaje mucho se juega en verdad: la criatura le ofrece un bien relativo, y el alma reposa en él sólo un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que se le brinda, y porque bien conoce la sed cuándo el agua no alcanza. Y lo que no le da un amor lo busca en otro; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de la Unidad; y corre de un amor al otro, y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de la paz o el reposo.

* En «Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza», Editorial Vórtice y Fundación Leopoldo Marechal, Buenos Aires – 2020, pp. 33-41. Las ilustracionesa que acompañan esta publicación se hallan en dicha edición, pertenecen a Juan Antonio Spotorno, y son reproducción de las que realizó para la 1ª edición de la obra (Sol y Luna, 1939).

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[1] «Tortuga razonante»: Se refiere Marechal a un concepto expuesto en el capítulo anterior al aquí transcripto («De qué manera conozco lo bello»), donde afirma que «La razón conoce lentamente y por discurso trabajado, como si tuviera los pies de la tortuga», y describe luego cómo se desarrolla ese conocimiento. (Nota de “Decíamos ayer...»). 

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