La niebla
RAFAEL GAMBRA (1920-2004)
En alguna ocasión he escrito que
la decisión de un católico ante los tristes avatares de la hora presente debe
ser la de «mantener la fe y la esperanza, la de transmitirla íntegra a nuestros
hijos cueste lo que cueste, aún a riesgo del aislamiento y de la soledad, de la
incomprensión o de la persecución psicológica o sangrienta».
Parece que este designio se
orienta al mantenimiento de la fe –bien supremo del hombre en esta vida–, y que
a él ha de sacrificarse, si preciso fuere, la vida misma de nuestros hijos, que
quizá sufrirán –en grado superior a nosotros mismos– el aislamiento o las
torturas «psicológicas» y aun físicas del futuro «universo tecnificado». Quiero
ahora aclarar que esa decisión frente al gran derrumbamiento de la fe, de la
moral y de las costumbres a que asistimos, si ha de tomarse primordialmente por
la salvación de la fe, habría que adoptarse igualmente si sólo se tratase del
bien personal de nuestros hijos. Es decir, que a pesar de esos riesgos a que
podemos verlos sometidos, no existe contradicción entre la causa de la fe y el
bien personal de los hijos, sino rigurosa coincidencia. Aquí, como en todo
orden, se realizan las palabras de Cristo: Buscad el reino de Dios y su
justicia que lo demás se os dará por
añadidura.
El hecho es de observación vulgar
y cada lector podría citar enseguida una docena de ejemplos entre sus
relaciones si no en su propia experiencia. Por primera vez en la Historia, de
un modo generalizado y no excepcional, de familias cristianas y moralmente
rectas nacen hijos revolucionarios, descreídos, «hippies», o desesperados. Los
padres asisten, sin entenderlo, a la metamorfosis, y sólo son conscientes de
ella cuando no tiene ya remedio. Este hecho, en su generalización, no tiene
precedentes en lo que sucedía en anteriores generaciones, o en épocas más
remotas. Siempre ha existido un natural y sano «conflicto generacional» entre
dinamismo, alocamiento y generosidad de la juventud, y la serena experiencia, a
veces desengañada y pasiva, de la madurez. De esta normal tensión surge la
renovación y la alegría en los ambientes familiares que tienen hijos. Pero el
fenómeno actual a que me refiero –y que todo lector tiene en la mente– nada
tiene que ver con esa dinámica natural de las generaciones que nunca impidió
que, salvo excepciones, el hijo fuera solidario del mundo espiritual de sus
padres.
Tampoco se trata de que la
actual juventud sea mejor ni peor que las pasadas. La naturaleza humana como
tal no cambia: la juventud –tan alabada hoy como si se tratase de una nueva
raza de hombres– no es una sustancia,
ni una cualidad, sino un estado. Se es joven hasta que se deja de
serlo, y este tránsito no acarrea por sí el dejar de ser bueno o malo, sabio o
necio, ni menos el dejar de ser tal individuo humano. El fenómeno es de índole
muy diversa.
Muchos medios de vida y ninguna razón para
vivir
Los muchachos de hoy poseen
medios de vida en una proporción desconocida en otras generaciones. Dinero,
diversiones, libertad de movimiento y libertad sexual como jamás pudieron
soñarse. Y eso no sólo los de niveles económicos superiores, sino dentro de su
ambiente, los de casi todos los niveles, incluidos muy especialmente los
llamados asalariados u obreros. La juventud actual cuenta con abundancia
creciente de medios de vida, pero carece en general, de una razón para vivir. Y
éste es, cabalmente, el bien más preciado e indispensable que estos hombres
deberían haber recibido de la sociedad a que pertenecen, particularmente de sus
padres.
Lo mismo que el cuerpo del
hombre se organiza y sostiene apoyado en el sistema óseo, en la columna
vertebral, así también la vida psicológica y espiritual sólo puede ordenarse y
mantenerse en torno a un sistema de verdades, convicciones, adhesiones morales,
de las que resultan unos objetivos de vida y unas nociones básicas de lo que es
verdadero y de lo que es bueno. Quien carezca de esa estructura en su espíritu,
caerá en un marasmo o confusión mental, en la indiferencia desesperada y bajo
el dominio de sus pasiones progresivamente corrompidas.
Al joven de hoy se le propone
como ideal de vida el culto a su propia juventud o el progreso del nivel de
vida, es decir, el aumento de unos medios que posee ya superabundantes. Pero se
le ciega el conocimiento de algo que es indispensable para su vida, que le
permitirá afrontar el necesario tránsito a la madurez y a la vejez, que
otorgará sentido y esperanza a su vivir. La subversión sorda y sin límites ni
objetivos que caracteriza a grandes sectores de la juventud actual (el
movimiento hippy en muchos de sus aspectos) se dirige, aun sin saberlo, contra
esa falta de objetivos –de fe y de esperanza– que caracteriza a lo que ellos
llaman «sociedad de consumo».
El camino del
monte y el camino de la vida
Días atrás caminaba yo por el
monte y creí comprender algo de esa situación humana de las nuevas
generaciones.
Nuestro Pirineo cercano está
tornando al dominio de la selva: la despoblación rural, el abandono de la
agricultura y de la ganadería, hacen que los caminos se pierdan y que el más
espeso matorral los cubra como una masa verde inextricable. Por efecto de este
fenómeno me vi en un paraje de monte bajo del que de ninguna manera acertaba a
salir. Sin embargo, no podía decir en absoluto que estaba perdido: veía las
cumbres cercanas y familiares que me indicaban claramente dónde me encontraba y
hacia dónde tenía que dirigir mi esfuerzo por salir del paso. Al poco rato cayó
sobre mí una espesa niebla que me ocultó esos segundos planos y con ellos todo
punto de referencias. Entonces –y sólo entonces– podía considerar con verdad
que estaba perdido, porque no sabía ya hacia dónde dirigir mi esfuerzo por
avanzar. De tal situación sólo pude salir cuando la nube se rasgó y aparecieron
otra vez las cumbres orientadoras.
Algo semejante acontece en el
caminar de las vidas humanas. Las dificultades de todo orden –tentaciones,
vicios, penurias, desventuras– pueden acorralar como maleza bravía a un hombre
hasta impedirle avanzar en un momento dado. Sin embargo, mientras contemple
sobre sí las cumbres familiares o el cielo con el orden permanente de sus
estrellas, será capaz de mantener una dirección y abrigará una esperanza firme
para su esfuerzo. Ese hombre, por difícil, descarriada o caída que sea su vida,
no es un hombre perdido. Cuando en cambio, esos altos puntos de referencia
desaparecen de su vista, como en la niebla o en la oscuridad, ese será el
momento en que no tendrá humano remedio: falto de orientación y de estímulo en
su movimiento, será presa del desaliento, del escepticismo, de la inercia.
Soledad de
barco sin naufragio y sin estrella. . .
Este es el caso de un número
creciente de jóvenes en las generaciones que advienen hoy al existir. La lucha
humana contra las dificultades y las propias pasiones se hace para ellos
psicológicamente imposible porque en la vida se les ha dado de todo, menos
razones para vivirla. No pueden saber –porque nadie se lo muestra ya– a dónde
caminan, ni qué es bueno o malo, valioso o desdeñable. En algunos casos la vida
se hace, por algún tiempo, objeto de sí misma como por un instinto natural, al
tener que superar –con la vitalidad de la juventud– las carencias fundamentales
que amenazan esa misma vida. Pero un ambiente de abundancia y de seguridad
ahoga ese mismo impulso vital, sustituyéndolo por el hastío y la disconformidad
radical.
Tal es la situación en que dejan
a sus hijos los padres que no han podido –o no han querido– transmitirles su
mundo espiritual y valoral, sustituyéndolo por un suministro de confort y de
seguridad económica. Es también la responsabilidad de los educadores y
sacerdotes que han dejado de ser pontífices (creadores de puentes) hacia la
eternidad, para convertirse en meros animadores de una insensata e infinita
búsqueda de la «promoción» y del «nivel de vida». La de aquellos que, en vez de
mantener alta la vista del hombre, se encarnizan con las cumbres de referencia
en nombre de la evolución o del «humanismo», tratándolas de «prejuicios» o de «alienaciones»
respecto del suelo que se pisa.
La responsabilidad también de
esa llamada «Iglesia progresista» que, negándose a su misión divina de mostrar
al hombre los altos puntos de referencia –antes bien, procurando ocultárselos–,
se declara servidora del ciego progreso humano por los cauces de la Tierra. Su
misión viene a ser como la de quien suministrase los mejores medios de
locomoción a quien no tenga sitio alguno a dónde ir, ni impulso para moverse.
* Publicado en «Mikael, Revista del Seminario de
Paraná», año 1, n° 3, 3er cuatrimestre de 1973, pp. 102-106
blogdeciamosayer@gmail.com
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