Nota
HÉCTOR BERNARDO (1912-1985)

Ante la inminencia de la fecha de presentación de las listas de la pipirijaina[1] partidocrática, en vistas a la celebración de los próximos carnavales electorales, «Decíamos ayer...» publica este esclarecedor artículo, si bien escrito en 1934, de notable actualidad y vigencia.
       
    El 4 de marzo próximo[2], se renovará la farsa electoral. El «Pueblo Soberano» elegirá en «comicios libres» ciudadanos que lo representen. El hecho en sí no tiene importancia. La elección de candidatos, mediante el sufragio, es una de las manifestaciones del sistema democrático en que nos hallamos sumidos. Y hoy, sólo pueden creer en la democracia dos clases de personas: los imbéciles y los sinvergüenzas. Los primeros, porque incapaces de distinguir su mano derecha de la izquierda, mal pueden distinguir formas de gobierno. Los otros, porque se les ofrece la posibilidad más amplia de enriquecerse a costa del país. Lo que constituye una tradición en nuestros gobernantes. No necesitamos demostrar la verdad de estas palabras. El proceso de la democracia está hecho y no hemos de hacer revivir un debate cuyo veredicto final ha sido dado ya por la experiencia misma. Y si es cierto que el argumento de la fuerza, esgrimido muchas veces por quienes combaten la democracia, no tiene justificación final, no podemos desdeñar los resultados que nos muestra.
    No se nos haga sutiles distinciones para justificar un régimen absurdo. Pese al engaño que se pretende hacer con los términos[3], sabemos que la democracia nuestra es y será siempre «la alteración o la corrupción de la república, la fórmula de gobierno inicuo ejercido por muchos», según la definición tomista. La democracia mito, en que el pueblo es soberano y el sufragio universal: tal es nuestra democracia. La realidad es lo que combatimos y no posibilidades teóricas NUNCA realizadas.

    Pero si el hecho de una elección no tiene en sí importancia, la tiene en cuanto a determinar la actitud del cristiano frente a él. Habitante de la ciudad terrestre, debe obedecer a su gobierno a cambio de un simulacro del Orden y lo doloroso de este deber no le inhibe de su cumplimiento. Sometido al César le debe tributo. Pero este tributo no ha de ser el de nuestra dignidad. La primacía de la Ciudad Celeste sobre la ciudad terrestre, predicada por la Iglesia, nos obliga a resguardar a cualquier precio el tesoro recibido que es la gracia de Dios Nuestro Señor, por la cual alcanzaremos la salvación. Porque es verdad que sólo en esperanza somos ciudadanos de la Nueva Jerusalem. Cualquier transigencia con el error implica poner en peligro este tesoro. La doctrina política del cristiano, sólo puede ser, pues, afirmación de la Teocracia pura, según la tradición de la Iglesia, cuya expresión plena es la Bula «Unam Sanctam» de Bonifacio VIII. Pero esta afirmación no puede hacerse mediante los procedimientos que nos ofrece el sistema liberal. Ello sería minimizar el problema, porque no es mediante el voto que se conseguirá el Reinado de Cristo, fin mediato de toda ordenación. Sólo se consigue formar legiones de imbéciles, que, despreocupados de los problemas trascendentales, sólo piensan –cuando piensan– en la autonomía municipal o la mejor limpieza de las calles. Por otra parte, una intervención de esta clase, implica la organización en partido político, que es característica del sistema liberal. Y la creación de partidos de esta índole, llamados católicos, constituye una anomalía injustificable dentro del orden cristiano[4]. Es la claudicación vergonzosa y traidora de los cristianos frente a la Bestia. Porque no es contra un sistema político tan sólo que se lucha; se lucha contra el Demonio mismo. Y las armas del Demonio no deben ser usadas por los dioses. Y dioses somos, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Aquel Dios Omnipotente, ante el cual tiemblan las Potestades, Tronos y Dominaciones, y al cual burlan hoy sus hijos, después de haber sido rescatados con Su propia Sangre.

    Un siglo y medio de democracia en el mundo, sólo pueden explicarse por la entrega en masa de los católicos al liberalismo. La Bestia ha encarnado en el pueblo, que hoy, como ayer, sólo pide «panem et circenses». Y como ayer, son los cristianos las víctimas elegidas en aras de este Moloch implacable. Sacrificio de hombres, parodia sangrienta del festín neroniano, tanto más dolorosa cuanto que su término no es la palma del martirio sino la degradación de las conciencias. No han bastado los llamados de la Santa Sede para detener este éxodo cobarde, porque las palabras de los Pontífices son interpretadas, no como acatamiento prudente a un hecho consumado –«non escandalizemus eos»–, sino como adhesión al régimen anticristiano y pretexto para conformarse a este siglo[5]. Se ha buscado la solución del problema religioso en las urnas y no se ha encontrado nada, porque su solución está en las almas que deben ser purificadas de todo error. Y conducirlas a las urnas, es hacerlas cómplices del Error. Cuando las urnas han dado la victoria a los católicos, la incapacidad o mala fe de los representantes elegidos, sus obligados compromisos con el régimen inicuo, son más funestas que la derrota misma. Gil Robles, entregando el gobierno al viejo canalla que es Lerroux, traicionó al pueblo español que lo había votado. Dollfuss, que no fue elegido por sufragio, ametrallando a los socialistas, da comienzo a su propósito: Instaurare Austria in Christo.
    En nuestro país, el problema es más grave, porque nuestro país ha sufrido con mayor intensidad de liberalismo. Todo el mundo es liberal. Y aun aquellos que debían estar exentos de liberalismo, muestran en los hechos esa formación liberal que es el único patrimonio que supieron dejarnos «nuestros gigantes padres». La reacción debe venir de la inteligencia. Porque es la inteligencia la que está más pervertida. Pero «en definitiva, como dice César E. Pico (Número 1931), la democracia sólo será vencida por la contemplación de los santos o por el advenimiento del Apocalipsis».

* En «Revista Baluarte» N° 18, enero-febrero 1934.



[1] «Pipirijaina»: «Compañía de cómicos de la legua», Diccionario de la RAE.
[2] Se refiere el autor a las Elecciones Legislativas llevadas a cabo el 4 de marzo de 1934 (N. de «Decíamos ayer...».
[3] León XIII, en su Encíclica «Gravis de communis» ha aclarado el sentido de la palabra democracia.
[4] Esta anomalía se explica, sin embargo, en condiciones excepcionales de peligro para la Iglesia y como recurso a fin de evitar males mayores –caso España y Méjico– (Conf. León XIII en su encíclica Inmortale Dei). Pero ejercida siempre dentro de las directivas pontificias para actividades de los católicos en política. En el hecho, la facilidad con que estos partidos caen en errores doctrinarios ha determinado a la Santa Sede a condenarlos reiteradas veces (caso Syllon y otros) o a aprobar tácita o expresamente su disolución (casos del Partido Popular Italiano y Centro Alemán).
[5] Proposición condenada en el Syllabus: «El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización».

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