A manera de resumen
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET (1918-2012)

La Edad Media es un todo complejo y muy variado, pero a través de las mutaciones guarda la unidad de una orientación espiritual decisiva hacia un encuentro definitivo con Dios que debe realizarse allende el tiempo histórico. Esta preferencia valorativa supo expresarse con pulcra exactitud en todas las manifestaciones de su vida cultural y en ninguna parte mejor que en la distribución de sus ciudades.
Enseñadme la ciudad donde el hombre vive y advertiré las inclinaciones determinantes de su espíritu. El triunfo definitivo de la mentalidad burguesa y sus preferencias económicas han inspirado una filosofía de la historia que trata de explicar el decurso de nuestra existencia en la tierra como a un negocio bien o mal logrado de instalación utilitaria. Las grandes y las pequeñas ciudades de nuestro tiempo parecen confirmar este aserto definitivo y si no fuera por el terror que acecha solapadamente en la convivencia de las grandes metrópolis y busca organizar el poder sobre las almas, podríamos creer en el triunfo definitivo de esa idea.
Pero, necesariamente, cuando se han dado todos los elementos técnicos para la realización del paraíso burgués, se siente cada vez con más espanto una suerte de dificultad de ser, de desencanto profundo que afecta al hombre en su más honda realidad y lo convierte en declarado enemigo de su propia estabilidad.
La organización ciudadana medieval tuvo por centro de su recinto a la iglesia catedral como signo visible de su concepción teocéntrica del mundo. No tratamos de sustituir el mito de una Edad Media sumida en la barbarie de su sueño dogmático, por el de una época totalmente volcada en la contemplación de Dios y con los ojos apartados de las realidades terrenas. El hombre medieval fue sano y, así como tuvo el vivo sentimiento de la presencia de Dios en todas las cosas, no miró con asco las actividades impuestas por las necesidades del cuerpo. Las tuvo perfectamente en cuenta, pero dentro de un contexto de exigencias, donde predominaban los motivos religiosos.
La ciudad tradujo esa preocupación central y, aunque muchas veces razones de seguridad militar dirigieron las manos de sus arquitectos, la mole imponente de la iglesia madre dominaba el vacío de la plaza de armas y se erguía por encima de la cintura amurallada con sus torres puntiagudas hacia el cielo. Segovia, Reims, Chartres, Florencia y aun Venecia traducen en sus viejos planos la misma preocupación. Si se observa un dibujo medieval de París, las torres truncas de Nuestra Señora dominan todo el espacio urbano.
No se trata de lirismo, ni de retórica. Todo el esfuerzo económico de la ciudad estaba volcado en ese himno de piedra a la gloria de Cristo. Era una preferencia claramente marcada, que épocas posteriores, definitivamente signadas con la marca del traficante, sabrán usar en sus empresas turísticas. Pero en la Edad Media hasta las corporaciones comerciales se regían con estatutos copiados de las sociedades religiosas.
Otro rasgo del predominio comercial y financiero en la distribución del espacio urbano de nuestro tiempo es la especulación en torno al valor monetario del terreno. La ciudad medieval no conoció el hacinamiento y, aunque muchas veces las calles fueron estrechas, para proteger a los peatones de la intemperie, las casas tuvieron patios generosos y estaban dotadas de huertas y jardines donde era fácil hacer desaparecer los desperdicios.
Otro prejuicio moderno quiere que la ciudad medieval haya sido sucia y abandonada. La idolatría del baño y del jabón acusa al cristianismo de tener un decidido favoritismo por la «santa mugre» y un profesado horror al desnudo. El calvinismo y más tarde el jansenismo crearon una conciencia de rechazo frente al cuerpo y no sé por qué extraña asociación de idea se ha considerado a esta actitud típica de la época medieval. La ciudad medieval conoció la existencia de baños públicos y la gente usaba los ríos y arroyos que rodeaban la ciudad para hacer su higiene corporal y muchas veces sin tomar excesivas precauciones para ocultar su desnudez. No faltan cronistas que se quejan del impudor con que los jóvenes corrían hacia las casas de baños sumariamente vestidos.
Referencias prolijas a todos estos detalles de la vida urbana se pueden hallar en el libro de Lewis Munford LA CULTURA DE LAS CIUDADES, cuya tesis central respalda nuestra opinión respecto al valor decisivo de la inspiración religiosa en la interpretación del Medioevo. Lo que aquí nos importa  es el valor de signo que tiene la ciudad para comprender los principales ingredientes de la vida cristiana.
Destacamos el carácter central de la iglesia catedralicia. Hacia ella convergen todos los caminos y es el punto vital de la villa en el doble sentido, topográfico y espiritual. La sociedad cristiana, pese a la taxativa división de sus estamentos, es un logrado esfuerzo para integrar todas las clases en una fe y una cultura única. Eso que cree el hortelano, el mendigo y hasta el criminal, es lo que cree el emperador y el papa. Los mismos principios espirituales alimentan la inteligencia de unos y otros. El lenguaje de la fe aprendido en el catecismo coloca al noble, al villano y al siervo en idéntica relación con el absoluto. Una es la fuente de la vida espiritual, una la ciencia para explicarla en la profundidad de sus misterios, uno el arte para plasmar su expresión en la plástica, la música y la poesía y una y única la conducta exigida a todos para lograr la plenitud de la vida humana.
Un mismo mensaje y una misma verdad para todos no significa la caída en las groserías de un arte para masas, o en las aberraciones de una educación adocenada, pero evitaba el aislamiento en el cultivo de una estética de cenáculos o de una sabiduría para exquisitos.
La docilidad  a la gracia abría el entendimiento del más rudo y ponía modestia en la soberbia del inteligente. Con frecuencia era este último quien se inclinaba ante la santa simplicidad del humilde saboreando la honda sabiduría de un corazón transparente a la verdad cristiana.
Sobre las ricas llanuras de Francia, en las desnudas mesetas de Castilla o en las campiñas quebradas de Italia, las catedrales levantaban sus torres todavía blancas y dirigían con sus campanas las labores del campo y el ritmo de las oraciones. Nada escapaba a su influjo: santuario de la fe, era al mismo tiempo museo, escuela, teatro, relicario y plástica ilustración de las creencias y esperanzas de todos. En su edificio se realizaba el santo sacrificio de la misa, se asistía al bautismo de los hijos, al matrimonio y a la última celebración por los difuntos. Pero también se celebraban asambleas de carácter político, se discutían todos los problemas económicos del pueblo, se hablaba de cereales, de ganados, de campos de pastoreo o de precios de tejidos. Se trataba sobre los sueldos de los operarios y las cotizaciones del mercado. En sus atrios se reían las ocurrencias de los bufones y se lloraban las peripecias del drama litúrgico. En su interior, favorecidos por el recogimiento de las altas bóvedas y los colores de sus magníficas vidrieras, el alma encontraba el camino de la plegaria y hallaba paz para sus dolores.
En sus pórticos y en sus vitrales se aprendía a conocer el misterio de los dogmas cristianos y en los autos sacramentales el pueblo hallaba, adecuadamente adaptado a su mentalidad, la lengua precisa, cabal y substanciosa de la teología.

Pero lo más extraordinario de todo era la participación espontánea, entusiasta y absolutamente desinteresada de la gente en la construcción de las catedrales. Si no estuviera profusamente testimoniado por diversas crónicas y copiosos documentos, sería increíble. Cuando el santuario de Nuestra Señora de Chartres, la vieja basílica románica, fue destruido por el fuego, un movimiento unánime rotundo y clamoroso se produjo en todo el país de la Beauce. Hombres maduros, mujeres, viejos, niños, interrumpieron sus labores, abandonaron sus hogares y, con lo que tenían a su disposición, corrieron a restablecer el santuario destruido.
No sólo de la Beauce; de Bretaña, de Normandía, de la Isla de Francia y de la misma Lorena, un pueblo entero se volcó en la llanura de Chartres. Los ricos concurrieron con sus bienes, se uncieron a las carretas y tiraron de las cuartas junto con los paisanos y los artesanos. Damas de alta alcurnia se improvisaron cocineras, despenseras, cantineras, y todo este mundo abigarrado y signado por los estigmas de nacimiento diversos se puso bajo las órdenes de los monjes que improvisados arquitectos erigieron esa oración de piedra a la que Péguy cantó con su genio inigualable.

«La plus haute oraison qu’on ait jamais portée
la plus droite raison qu’on ait jamais jetée,
et vers un ciel sans bord la ligne la plus haute».[1]

Lo más curioso para nuestra mentalidad tan celosa de la propiedad intelectual es que nadie conoce el nombre del genio que concibió el plan de la catedral y dirigió todos sus trabajos. Péguy lo menciona en su altivo anonimato:

«Un homme de chez nous a fait ici jaillir
depuis le ras du sol ju’au pieu de la croix,
plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,
la flèche irréprochable et qui ne peut faillir».[2]

La catedral con ser el centro y el símbolo perfecto de la ciudad cristiana, no hubiera alcanzado la altura de la plenitud mística si sus bóvedas no hubieran servido para contener el eco del canto coral más sublime hasta ahora conocido.
Quizá, alguien poco exigente en el conocimiento de la vida humana y sus múltiples complejidades se pregunte ¿qué diablos tiene que hacer el canto gregoriano en una historia sucinta de las ideas políticas y sociales en la Edad Media? La respuesta más adecuada sería señalar a través de la historia el connubio evidente del entusiasmo, la fe y las expresiones musicales de un pueblo. Los espartanos recurrieron a los cantos corales de Tirteo para superar la crisis social después de la guerra con los messenios. Atenas y Roma entonaban sus himnos sagrados para afirmar el alma de sus ciudadanos en las circunstancias difíciles. Nadie puede ser tan torpe para ignorar el valor de la música en todos los combates librados por el hombre a lo largo de su historia.
El  canto gregoriano es la música unida al espacio físico de la catedral para expresar la excelsitud del drama litúrgico. Él incita a las almas a lograr una altura espiritual inaccesible a cualquier otra clase de música.
Los monjes lo cultivaron con cuidado y diligencia y lo usaron en sus funciones sacras. Quizá sea por esa razón que el pueblo se habituó a concurrir a las iglesias de los monjes con preferencia a otras.
La ciudad cristiana fue una realidad. Esto no significa que haya sido el logro acabado de un ideal de justicia temporal; en primer lugar porque nunca el cristianismo se propuso esa utopía; y en segundo lugar, porque jamás contó con la santidad de todos sus miembros. Santos hubo pocos y abusadores de todo género muchos. Lo habitual en los negocios humanos, cualquiera sea el signo bajo el cual se realicen, es guardar esta proporción. Pero hay un hecho positivo, la ciudad cristiana, a diferencia de la nuestra, puso todos sus bienes al alcance de todos, y en particular los bienes espirituales. Si hubo un tiempo en que le poder político reconoció la excelsitud y la superioridad del espíritu fue en la Edad Media. Luego soplarán otros vientos y se idolatrarán otras excelencias, pero esto, como decía Kipling, es asunto de otra narración.

* En «Apogeo de la Ciudad Cristiana», Ediciones Dictio, 1ª edición, 1978, pp. 339-344


[1] «La oración que más alto se ha elevado,
   el más recto empeño de razón,
   y un rasgo en la cúspide del cielo ilimitado».
[2] «Un hombre de los nuestros, de entre tantos,
  surgido aquí, de entre la cruz y el suelo,
  se ha alzado sobre reyes, sobre santos,
  como flecha impertérrita en su vuelo».(1 y 2, trad. del P. Juan Manuel Rossi) (N. de «Decíamos ayer...»)

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