«La época heroica de España» - Juan Vázquez de Mella (1861-1928)

En la semana de la gloriosa victoria de Lepanto, y de un nuevo «Día de la Raza», «Día de la Hispanidad», aniversario del comienzo de la conquista y evangelización de América, vaya esta publicación en honor y homenaje a la España Eterna y a los conquistadores y misioneros que nos legaron nuestra fe, nuestra lengua y nuestra cultura. 

¿Cuándo aparecen Cervantes y el Quijote? En el momento preciso. Como aparecen Homero, Dante y las grandes epopeyas y los grandes creadores del arte. No podía aparecer en otra época. Casi se podría decir que la historia de España hubiese quedado mutilada o sin la expresión de su ser, si no hubiera aparecido el Quijote. Y al hablar de su época, abarco lo que llamamos edad de oro, que empieza a alborear en el siglo XV con el descubrimiento de América, se extiende por todo el siglo XVI y empieza a decaer en los últimos años de Cervantes.

Empieza cuando acaban las dos cruzadas y da principio la epopeya de la conquista de América. Las cruzadas orientales hubieran fracasado con la pérdida de Jerusalén y de Bizancio, sin la que pudiéramos llamar la última cruzada, que enlazó las de Occidente con las de Oriente. Sin ella, Viena y Roma hubieran seguido la suerte de Constantinopla. Sin la cruzada occidental, lucha tenaz y heroica contra todas aquellas oleadas de bárbaros que, como el simún africano, pasaban el Estrecho y amenazaban anegar para siempre la civilización europea, esta hubiera perecido o pasaría por un pavoroso eclipse si no hubiese sido completada con aquella otra maravilla de Lepanto, «la más alta ocasión que vieron los siglos» apellidada con razón por Cervantes, que aumentó su gloria con su sacrificio. La cristiandad, arrodillada en las costas del Mediterráneo, con el pecho anhelante, con los labios entreabiertos por las plegarias, con los ojos fijos en el mar, vio pasar a aquel que había heredado con el nombre el corazón de la que murió loca de amores, como el Redentor sobre las aguas del Tiberíades, paseando triunfalmente sobre las olas helénicas el manto de España.

Y cuando terminamos las cruzadas de Oriente y las de Occidente, empieza la portentosa de América. Fue el momento de la explosión suprema de la raza. Asombra, maravilla, causa vértigo a la fantasía, el considerar aquellas empresas que realizaron nuestros mayores en los pueblos americanos. Las sombras de Colón, de Cortes, de Pizarro, de Almagro, de Ponce de León, de Ojeda, de Valdivia, de Orellana, de los héroes que los siguen y de los misioneros que los superan, se levantan en aquel mundo, que, con ser tan grande, parece pedestal pequeño para ellos, pues a su lado son pequeños los semidioses que forjó la fantasía de la vieja gentilidad. Es la hora suprema en que España, impulsada por una fuerza sobrehumana, escala todas las cumbres, las del arte, las de la filosofía, las de la teología, las del espíritu y la materia juntamente. Sube a los Apeninos, a los Alpes, a los Andes, y, depositaria de la fe cristiana, quiere serlo de la ciencia antigua y de la ciencia medieval; y Aristóteles habla par la pluma de Vives, y Platón es sobrenaturalizado en los diálogos de Fray Luis de León; el teatro griego ha tornado formas distintas y, cristianizado, brilla en nuestras tablas; y la misma elocuencia de Marco Tulio sale de los labios de Fray Luis de Granada, y la Teología escolástica, acrecentada, centellea en la catedra salmantina de Vitoria y en los investigadores más sutiles de las relaciones entre la libertad y la gracia.

Es cuando Francia queda vencida y mutilada en la Borgoña, en el Franco-Condado y en el Rosellón dominados por nosotros, y con su rey cautivo, y París ocupado por los tercios de Farnesio. Es cuando Italia, como una hermosa desposada, entre mármoles, estatuas, campaniles y flores, cae en nuestros brazos y nos da el ósculo del arte, que estremece las liras y los pinceles españoles. Es cuando Inglaterra tiene que ampararse de la tormenta y de la tempestad para librarse de nuestra ira; cuando Austria y Alemania no son más que generales de nuestros tercios, y el Mediterráneo es un estanque del Palacio de nuestros reyes, y el Atlántico queda cerrado entre las costas españolas como un espejo demasiado pequeño para que se mire en él nuestra grandeza.

Es entonces cuando, la fe que arde en el alma de España, como una legión de santos, fuerza las puertas del Cielo y produce en el corazón de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz esas hogueras místicas, cuyas llamas penetran en la Gloria; y el honor y el amor suben en triunfo al teatro con los caballeros y con las damas de Lope y de Tirso; el valor suprime los límites del esfuerzo humano en los tercios y en los navegantes y en los descubridores.

Y en esta hora suprema, cuando el sol que había llegado al cenit empieza a declinar, cuando parece que desmaya el brazo y la voluntad va a enflaquecer, es cuando surge de las entrañas nacionales el Quijote como la representación heráldica de toda la raza, para que veamos el cuerpo encorvado de Don Quijote sobre la escuálida cabalgadura, llevando a la grupa a Rodrigo de Vivar y los cantos de gesta, y al lado la sabiduría popular, representada en Sancho, y, firme y rígida como una voluntad imantada hacia el bien, la lanza del hidalgo mostrándonos el honor, la fe y el amor y el valor, brillando como una constelación de ideales realizados sobre una sociedad que respira en un ambiente de heroísmos tal, que ha superado y vencido las quimeras de los libros de caballería.

(Del discurso pronunciado en los Juegos Florales de Santander,
el día 24 de septiembre de 1916)

* En «Obras completas del Excmo. Señor Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul», Volumen II - Ideario, 1933, pp. 163-168.
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