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Mostrando las entradas de octubre, 2020

«La estirpe de un instinto» - Ernesto Giménez Caballero (1899-1988)

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    Hasta hace seis años, yo no conocí Roma. No sólo no la conocí, sino que no me había importado conocerla.     Yo era liberal y socialista. Y escribía en la prensa más siniestra de España. Y mis ídolos espirituales eran aquellos que me llegaban por filtración, y a través de los maestros que entonces regentaban mi cultura. Ídolos que podían resumirse en unos cuantos nombres de ciudades o civilizaciones: París, Londres, Berlín (un poco, Moscú). O bien, en este imperativo categórico: «europeizarse».       Yo había sido uno de tantos muchachos españoles que se habían visto obligados a obedecer ese imperativo categórico, pendiente entonces –antes– sobre las almas españolas, como una especie de espada de Damocles. Había que «europeizarse», que «civilizarse», que «humanitarizarse». España era «bárbara», «rural», «antieuropea» y «atrasada». España padecía una gravísima enfermedad, que sólo tenía remedio en las clínicas de Centro-Europa, donde unos mágicos especialistas de enfermedades recónd

«Carta a Charles Maurras» - Ernesto Psichari (1883-1914)

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Agosto de 1913 Estimado señor: Me excuso por agradecerle tan tarde el envío, halagüeño con exceso, que ha tenido a bien hacerme de su libro. Doblemente crucificado a un sable de oficial y a una pluma de escritor, llevo una vida sin respiro, en la que a menudo me veo forzado a descuidar así mismo mis deberes más caros y más urgentes. Y además, ¿se lo he de confesar?, la lectura de La «Action Francaise» y la religión católica ha despertado en mí sentimientos tan complejos y a la vez tan intensos que temía, al tomar la pluma, debilitar su expresión. No mida, pues, por el tiempo transcurrido desde su generoso pensamiento, la magnitud de mi reconocimiento y la amplitud de mi admiración. Y en cuanto a mi admiración, estoy contento de que me haya dado ocasión de expresarle un sentimiento tan antiguo, tan constante, tan ligado a mí mismo como ése. Es Ud. el único hombre de nuestros días –y hay que remontar mucho en el pasado para encontrar un pensador que se le compare–, el único que h

«El Imperio no soñado» (fragmento) - Felipe Ximénez de Sandoval (1903-1978)

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En el «Día de la Hispanidad», vaya esta publicación como homenaje y gratitud a España,  nuestra madre patria  y, en ella, a todos los conquistadores y misioneros que nos han legado nuestro idioma castellano y la gracia de nuestra santa religión. [...]      Cristóbal el marino va y viene con su niño de la mano desde la Rábida a Santa Fe de Granada. La urgencia de la guerra con los moros aplaza un día y otro la decisión en el asunto. El genovés maldice interiormente de tanto moro y tanto cristiano que retrasan por su guerrita intrascendente el acontecimiento más grande de la época. ¿Qué importa que Granada caiga o no caiga? ¿Puede tener más importancia una ciudad –aunque tenga dentro una Alhambra y cien mezquitas– que el camino que él está seguro de hallar para Eldorados inmensos e incógnitos? La guerra de moros ha producido ya los romances del Cid y los fronterizos. Las letras españolas necesitan nuevos temas. La Historia está cansada de monótonas guerras y pasos honrosos. Hay que d

«La Batalla de Lepanto» (fragmento) - William Thomas Walsh (1891-1949)

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[…]                  H acia las dos de la mañana del domingo 7 de octubre, un viento fresco y firme saltó del Poniente y rizó el mar Jónico, despejando el cielo y barriendo la niebla. Don Juan, recostado e insomne en la cámara de su Real , se dio cuenta de que estaba en medio de un inmenso lago, alumbrado por la luz de la luna. Dio la orden, y las grandes áncoras se levantaron; se desplegaron las velas y los pesados cascos empezaron a hendir el agua trémula, como para alcanzar el amanecer en la costa de Albania. Cuando apareció el sol radiante, sobre el golfo de Lepanto, el vigía de Doria, en la vanguardia, apercibió un escuadrón del enemigo, a doce millas de distancia, que regresaba de una descubierta en Santa Maura. La bandera de señal apareció en lo alto del mástil de la nave real, en la que Doria vigilaba. «Aquí venceremos o moriremos», gritó Don Juan, exultante; y ordenó que se desplegara la bandera verde, que era la señal convenida para que todos se pusieran en orden de batall