«Entrad y ved» - Evelyn Waugh (1903-1966)

«...A los dieciséis años, negaba positivamente a nuestro capellán la existencia de Dios. A los veintiséis, era recibido en la Iglesia Católica. Luego, todas las pruebas subsiguientes no han hecho más que confirmar esta adhesión».

Por una serie de coincidencias, y sin que entrara en nuestros cálculos viene hoy a Nuevo y Viejo, Evelyn Waugh aportándonos casualmente un testimonio más del retorno a que alude el guion de este mismo número.

Las breves páginas que siguen fueron publicadas por primera vez en Londres, en 1950: The Road to Damascus, vol. I, «Come Inside», pp. 10 y ss. En ellas se presenta él a sí mismo.

Evelyn Waugh es hoy uno de los autores católicos más conocidos en Inglaterra. Graduado en Oxford, iniciado en la pintura, profesor algún tiempo, y periodista, notable entre las dos guerras mundiales, por sus sátiras contra la dorada juventud británica.

En su producción se encuentran cosas menos convenientes y aun alguna del todo inadmisible. Quizás por aquello que nos dice él mismo en las páginas transcritas: que sólo poco a poco ha ido avanzando, desde su conversión, en comprensión y profundidad de las riquezas y exigencias del Catolicismo. De hecho, desde Un puñado de polvo hasta sus últimos escritos, Biografía del Beato Edmundo Campion, Elena –vida novelada de la santa emperatriz– hay una gran distancia.

Nací en Inglaterra en 1903, dotado desde la cuna de una fuerte propensión hereditaria hacia la Iglesia establecida. Mi árbol genealógico brota, por ambas ramas, de algún «clergyman» anglicano. Mi padre era lo que se ha dado en llamar entre nosotros un parroquiano sólido, es decir, muy puntual en los oficios litúrgicos y de vida ejemplar. No manifestaba ninguna curiosidad teológica, ni tenía, en general, gusto personal por la polémica; en las elecciones votaba invariablemente «tory», como lo habían hecho antes su padre y su abuelo.Y en este espíritu cumplía también sus deberes religiosos.

Apenas contaba diez años cuando escribí un largo y fastidioso poema sobre el purgatorio según la métrica de «Híawatha», y ante la inquietud manifiesta de mis padres que sabían a qué atenerse acerca de mi carácter, les expresé mi propósito de hacerme «clergyman». Mientras mis compañeros se extasiaban con los nidos de pájaros y los trenes de juguete, yo trasladaba este mismo entusiasmo hacia las cosas de Iglesia.

Como consecuencia, se me envió a la escuela que pasaba por la más clerical de todas. A los dieciséis años, negaba positivamente a nuestro capellán la existencia de Dios. A los veintiséis, era recibido en la Iglesia Católica. Luego, todas las pruebas subsiguientes no han hecho más que confirmar esta adhesión.

Me piden ahora que explique mi proceso de conversión.

Empecemos por mi piedad de niño. No pretendo negar todo fundamento a este entusiasmo precoz, pero confieso que era una manía como la que llevaba a mis condiscípulos a buscar huevos de pájaro o a jugar con trenes miniatura. La afición era semiheredada, semiestética. Muchas personas son atraídas así durante su vida. En mi propio caso, coincidía con la pubertad, pero mis lectores no ingleses no deben olvidar que esta atracción hacia la Iglesia anglicana es única y particular en las Islas Británicas. En otras partes, un primer movimiento hacia la Iglesia católica está iluminado con frecuencia en la imaginación de los convertidos por los esplendores de un culto que contrasta con la desnudez y pobreza de las sectas protestantes. En Inglaterra, es lo contrario. Las catedrales e iglesias medievales, las espléndidas ceremonias que rodean a la monarquía, el pasado histórico de las sedes de Cantorbery y de York, la organización social de las parroquias rurales, la cultura secular de Oxford y Cambridge, la liturgia redactada en el apogeo de las Letras inglesas, todo esto es patrimonio de la Iglesia anglicana, mientras que los católicos romanos se reúnen en edificios modernos, con una arquitectura con frecuencia deplorable, y atendidos por simples misioneros irlandeses.

Que mi piedad de niño era poco profunda, lo prueba la facilidad con que la abandoné.

Sin duda que hay también no pocos católicos que al menos durante una parte de su existencia, pierden la fe, pero por lo menos siempre después de una lucha violenta y de ordinario a propósito de costumbres.

Yo me deshice de mi fe ancestral con la misma ligereza con que me habría quitado un traje que me hubiese quedado pequeño.

He aquí cómo sucedió. Durante la primera guerra mundial, varios profesores de la Universidad, por patriotismo, consintieron en relevar a los jóvenes maestros de escuela movilizados en el ejército. Por esta razón fue enviado a mi colegio un eminente teólogo de Oxford llamado con el tiempo a ser obispo. Este hombre cultivado y piadoso hizo de mí un ateo, sin darse cuenta de ello. Afirmaba en su curso de religión que ninguno de los libros bíblicos había sido escrito por su presunto autor. Y nos invitaba a disertar, a la manera del siglo cuarto, sobre la naturaleza de Cristo. Cuando hubo descartado los axiomas recibidos por herencia de mi fe, me encontré incapaz de seguirle en una lógica trascendente por la que él lograba conciliar su propio escepticismo con su posición de «clergyman».

Por la misma época leí el Ensayo sobre el Hombre, de Pope. Las notas del texto me condujeron a Leibniz, y comencé el estudio de la metafísica, sin guía, y digerida a medias. Seguí avanzando hasta encontrarme completamente enredado en el problema del conocimiento. Me pareció más simple abandonar la investigación y dar por descontado que el hombre era incapaz de saber cualquier cosa. No había duda que yo era un pretencioso y enfatuado personaje. Pero estoy convencido que si yo hubiese sido un muchacho católico, y alumno de una escuela católica, habría encontrado ciertamente entre las Órdenes dedicadas a la enseñanza algún hombre bastante paciente para considerar conmigo mi arrogante presunción. Como también, que si hubiese estado fortificado por los Sacramentos, habría tenido de mi fe una estima demasiado grande para abandonarla con tanta desenvoltura. Pero en mi escuela se me consideraba como un muchacho que atraviesa una crisis normal entre jóvenes bien dotados, y me dejaron completamente solo para encontrar mi ruta.

Los diez años que siguieron suministrarían un elemento más apto para el novelista que para el ensayista. Los que hayan leído mis obras comprenderán la característica del universo en el que me arrojé con todas mis fuerzas. Diez años así bastaron para mostrarme que la vida, en esas circunstancias, o en cualesquiera otras, era cosa ininteligible e insoportable sin Dios. La conclusión era clara, y he ahí que entonces surgió la cuestión: «¿Por qué Roma?».

Un católico que pierde su fe y descubre luego su necesidad, retorna inevitablemente a la Iglesia que abandonó. ¿Por qué no hice yo lo mismo? En este punto, creo que el europeo tiene alguna ligera ventaja sobre el americano en particular. Comprendo que es posible a tal o cual americano crecer en alguna región de Estados Unidos sin caer en la cuenta lo más mínimo de la posición única de la Iglesia.

Él mira a los católicos como a miembros de una sociedad entre tantas otras admisibles que piden se las respete. Esto no es posible a un europeo. Inglaterra fue católica durante novecientos años, protestante durante trescientos, y finalmente agnóstica un siglo.

La armadura católica se oculta a duras penas y ligeramente bajo cada una de las fases de la vida inglesa. Historia, topografía, legislatura, arqueología revelan por doquier sus orígenes católicos.

Y fuera de Inglaterra, el viajero descubre el carácter regional y temporal de las herejías, de los cismas, así como el carácter eterno de la Iglesia. Era para mí una evidencia tumbativa que ninguna herejía, ningún cisma, podría ser verdadero, y que la Iglesia no podía ser falsa. Era posible que el todo fuese falso, que toda la revelación cristiana fuese impostura o malentendido, pero, si la revelación cristiana era verdadera, entonces la Iglesia era ciertamente la sociedad fundada por Jesucristo y todas las otras familias espirituales no tendrían valor sino en la medida en que hubiesen salvado algo de ella en los dos naufragios del Gran Cisma y de la Reforma.

Esta afirmación era tan clara para mí, que no admitía la menor discusión. ¡Ya no quedaba por tanto sino examinar los argumentos históricos y filosóficos en pro de la autenticidad de la revelación cristiana. Tuve entonces la oportunidad de ser presentado a un inteligente y santo sacerdote que emprendió esta demostración. Después de ella, convencido intelectualmente, aunque poco emocionado en mi sensibilidad, fui recibido en la Iglesia.

Mi vida, desde entonces, ha sido un viaje encantado de descubrimientos innumerables en el inmenso dominio en que había sido puesto en libertad. Se me ha referido que mucho convertidos en el tiempo que sigue a su conversión miran más bien nostálgicamente hacia sus primero meses fervorosos de neófitos. En mí ha sido a la inversa. Yo contemplo por el contrario aterrado la presunción con que me juzgaba presto a ser recibido en la Iglesia, y me admiro de la confianza de aquel sacerdote que descubrió una posibilidad de crecimiento en un alma tan seca.

Me acontece de tiempo en tiempo ser consultado por amigos, a quienes atraen ciertos rasgos, e intrigan otros. A esos tales no puedo hacer otra cosa que decirles conforme a mi propia experiencia: «Entrad a ver».

No podéis saber desde fuera lo que es la Iglesia. Por avanzados que estéis en teología, nada de lo que sabéis representa algo en comparación con el conocimiento que tiene el simple miembro de la Comunión de los Santos.

* En «Revista Proyección. Teología y mundo actual», de la Universidad Loyola, España, año 1955 – n°6, pp.78-82.
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