«La leyenda de la Tiranía» - Jordán Bruno Genta (1909-1974)
Se ha cumplido el 50° aniversario del asesinato de Jordán Bruno Genta. Enseñaba él insistentemente que «La patria es su historia verdadera», y que «no es posible
el buen amor a la Patria ni una política de la Verdad, sin historia verdadera»,
y afirmaba también que «Es justo y bello morir por la Patria; y por todo lo que es
esencial y permanente en ella…». Vaya, pues, en su memoria y homenaje, esta
magistral lección de nuestra historia.
Y esta falsificación de nuestra Historia nos engaña acerca
de lo que somos y tenemos que ser; nos extravía irremediablemente el juicio
sobre las cosas que debemos respetar y las que debemos temer. La Patria es la
Historia de la Patria.
¿Qué sentido del patriotismo y
de sus deberes pueden tener los jóvenes argentinos que frecuentan el magisterio
de los doctrinarios de la traición?
Leed y volved a leer esta respuesta de Alberdi a la pregunta
sobre el deber argentino, con motivo del Bloqueo francés del Río de la Plata,
publicada en «El Nacional» de Montevideo, el 28 de noviembre de 1838:
«¿Estará el deshonor, entonces, en ligarse al extranjero
para batir al hermano? Sofisma miserable. Todo extranjero es hombre y todo
hombre es nuestro hermano». O esta apología de la traición de la Patria que
Sarmiento hace en «Facundo», el más celebrado y difundido de sus libros;
lectura obligatoria en nuestras escuelas públicas: «...los que cometieron
aquel delito de leso americanismo, los que se echaron en brazos de Francia para
salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las
orillas del Plata, fueron los jóvenes: en una palabra, fuimos nosotros»
(IIIa Parte, cap. 2).
Y la verdad es que estos doctrinarios de la traición, los
jóvenes esclarecidos de la brillante generación de Mayo, son mentores oficiales
de la juventud argentina que los reverencia como a personalidades próceres y
maestros de conducta civil, mientras Rosas continúa siendo «un reo de lesa
Patria» y un monstruo moral.
Es necesario que el defensor de la soberanía nacional, sea
execrado por los siglos de los siglos, a fin de que Urquiza, López, Mitre,
Sarmiento y Alberdi, aparezcan revestidos con las acrisoladas virtudes del
patriotismo y de la fidelidad. Se trata de un fallo inapelable, de una
sentencia definitiva, de un dogma secular que debe ser acatado en nuestras
interpretaciones y valoraciones históricas. Nadie puede intentar la más leve
modificación de este prejuicio, consagrado por los más celosos partidarios de
la variabilidad de todas las cosas. No hay como los declamadores democráticos
de la Evolución Universal, para decretar inmutabilidades en el seno mismo de lo
que cambia indefectiblemente.
Dudar de la divinidad de Cristo es signo inequívoco de una
mentalidad evolucionada y progresista; pero poner en duda la monstruosidad de
Rosas es una aberración mental y un crimen inexcusable. Tal es el criterio de
liberales y masones.
Los medios que se emplean para asegurar y mantener esta gran
falsificación de nuestra Historia, superan en vileza. y en cobardía a los que
se usaron para combatir a Rosas en el poder. El ensañamiento contra Rosas
muerto es todavía mayor que el mostrado hacia Rosas vivo. No se retrocede ante
ninguna valla; si es necesario se oculta o se tergiversa la misma evidencia. No
se respeta ni se considera en absoluto el juicio más autorizado si ese juicio
reconoce el patriotismo, la prudencia y la honestidad de Rosas; ni siquiera si
es San Martín quien lo dice.
Los mismos que
estiman insuficiente la medida humana para exaltar a nuestro Gran Capitán y
levantan altares laicos (grotesco intento de entronizar la idolatría del héroe
por odio a Dios), no le escatiman agravios toda vez que declara su adhesión o
le testimonia su gratitud argentina a Rosas. El penegírico se cambia en
vituperio: San Martín es un viejo obcecado y reblandecido, un necio que habla
con suficiencia de lo que no sabe o un padre agradecido por los favores
dispensados a sus hijos.
Sarmiento en su biografía del General San Martín que figura
en la galería de hombres célebres de Chile –Santiago, 1854–, no vacila en
mentir con su impavidez habitual, además de atribuir a la debilidad senil de
San Martín su adhesión a la causa de Rosas:
«Nada de particular presentan los últimos años de San
Martín, sino es el ofrecimiento hecho al dictador de Buenos Aires de sus
servicios en defensa de la independencia americana que creía amenazada por las
potencias europeas en el Río de la Plata. El poder absoluto del General Rosas
sobre los pueblos argentinos no era parte a distraerle de la antigua y gloriosa
preocupación de la independencia, idea única, absoluta y constante de toda su
vida. A ella había consagrado sus días felices, a ella sacrificaba toda otra
consideración, la libertad misma. Pocos meses antes de morir, escribió a un
amigo algunas palabras exagerando las dificultades de una invasión francesa en
el Río de la Plata, con el conocido intento de apartar de la Asamblea Nacional
de Francia, el pensamiento de hacer justicia a sus reclamaciones por medio de
la guerra. A la hora de su muerte, acordóse que tenía una espada histórica, o
creyendo o deseando legársela a su patria, se la dedicó al general Rosas, como
defensor de la independencia americana... No murmuremos de este error de rótulo
en la misiva, que en su abono tiene su disculpa en la inexacta apreciación de
los hechos y de los hombres que puede traer una ausencia de treinta y seis años
del teatro de los acontecimientos, y las debilidades del juicio en el período
septuagenario» (tomo III, página 296).
En otra página de su vastísima obra, comentando su visita a
Grand Bourg, en el verano de 1845, emplea el mismo argumento para excusar a San
Martín:
«...San Martín es el ariete desmontado ya, que sirvió a
la destrucción de los españoles; hombre de una pieza, anciano batido y
ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas al defensor de la
independencia amenazada, y su ánimo noble se exalta y ofusca...».
«...San Martín era un hombre viejo, con debilidades
terrenales, con enfermedades de espíritu adquiridas en la vejez...» (Tomo V,
pág. 114).
El subrayado nos pertenece, y abarca casi todo el texto
porque queremos destacar los recursos innobles de que se vale Sarmiento para
desautorizar la actitud de San Martín hacia Rosas y, al mismo tiempo, para
reducir la agresión imperialista a un fantasma, engendrado por el delirio
obsesivo de un pobre viejo. Y también porque es un testimonio de la falta de
escrúpulos de que hace gala Sarmiento, toda vez que estima oportuno mentir para
lograr un determinado efecto. Si escribe una biografía de San Martín para hacer
el elogio del héroe de la independencia, no conviene en absoluto que el legado
de su sable aparezca como una decisión lúcida y serena; nada más fácil para el
llamado Maestro de América, que es un consumado maestro en estas habilidades: «A
la hora de la muerte, acordóse que tenía una espada histórica, o creyendo y
deseando legársela a su patria, se la dedicó al general Rosas... No murmuremos
de este error de rótulo en la misiva que en su abono tiene su disculpa, en la
inexacta apreciación de los hechos y de los hombres que puede traer una
ausencia de treinta y seis años (suponemos que esta cifra es un error
tipográfico) del teatro de los acontecimientos y de los debilidades de juicio
en el período septuagenario».
Hemos repetido esta parte del texto para mostrar que
solamente un impostor de oficio puede incurrir en esta burda falsificación y en
esta inexcusable irreverencia. Si Sarmiento ignora en 1854 que San Martín había
redactado su testamento seis años antes de morir, en estado de plena lucidez y
dominio de sí, no puede ignorar que está inventando las circunstancias de la
muerte del héroe para que, el legado a Rosas, aparezca como el acto
irresponsable de un anciano moribundo que no sabe lo que hace.
El presidente de la Comisión Argentina de Montevideo, Dr.
Valentín Alsina, le escribe a su amigo D. Félix Frías con motivo de la muerte
de San Martín que acaba de conocerse en el Río de la Plata. El rencor que ha
tenido que disimular en la obligada nota necrológica, lo desahoga en la
discreta intimidad de la carta que está fechada en Montevideo, el 9 de
noviembre de 1850:
«...Como militar fue intachable, un héroe; pero en lo demás
era muy mal mirado por los enemigos de Rosas. Ha hecho un gran daño a nuestra
causa con sus prevenciones, casi agrestes y serviles contra el extranjero...
Nos ha dañado mucho fortificando allá y aquí la causa de Rosas, con sus
opiniones y con su nombre; y todavía lega a un Rosas, tan luego su espada. Esto
aturde, humilla e indigna y… pero mejor es no hablar de esto...».
La verdad es que todavía «aturde, humilla e indigna» a los
abogados de la Democracia. Dicen venerar al héroe nacional, pero descalifican
sus juicios en cuanto se oponen a sus intereses creados. Prefieren las mentiras
de Sarmiento a las verdades de San Martín, porque son discípulos aprovechados
de la escuela histórica que D. Salvador María del Carril inaugura en nuestra
Patria, con sus recomendaciones a Lavalle después de la ejecución de Dorrego,
en diciembre de, 1828:
«...si para llegar siendo digno de un alma noble, es
necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y
si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a
los muertos...».
Los empresarios de la falsificación metódica y sistemática
de nuestra Historia, con aparato documental y crítica científica o sin estas
formalidades aparentes, se sienten plenamente justificados por esta doctrina de
la mentira patriótica, gemela de la que auspicia la mentira piadosa a fin de
que el hombre muera como una vaca y no como un hombre.
Claro está que esta doctrina suele revestirse con las
denominaciones propias de las filosofías a la moda; y por esto es que, en los
días que corren, se llaman lo mismo existencialismo que pragmatismo.
La mentira patriótica es la «verdad existencial» o la «verdad
pragmática»; algo así como una ficción consoladora, confortable y estimulante
para la vida de las naciones y que debe administrarse de acuerdo con las
necesidades de cada momento y al hilo de la existencia histórica.
Los pueblos, se dice, tienen necesidad de «mitos» o de «mística»
para vivir. La confrontación existencial de la última guerra[1]
ha confirmado que el mito de la Democracia y de la Libertad continúa siendo la
razón vital de la humanidad, frente a los caducos nacionalismos autoritarios.
Esto significa para los vigías de la dialéctica existencial que el mito
saludable, la mística vivificante de las naciones, es todavía la Democracia
made in U.S.A. o made in U.R.S.S. Y el resurgimiento democrático de
post-guerra, en nuestra Patria, exige mantener la leyenda de la Tiranía.
* En «San Martín doctrinario de la política de Rosas», 1ª edición, Ediciones del Restaurador – Buenos Aires, 1950.
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