«El Desierto» - Giovanni Papini (1881-1956)
«Estos Cuarenta días de soledad son para Jesús la última
preparación. Durante Cuarenta años el Pueblo Hebreo –figuración profética de
Cristo– tuvo que andar errante por el Desierto antes de entrar en el Reino
prometido por Dios...».
Hasta entonces había permanecido
entre las aguas y los campos de Galilea y por la verde cuenca del Jordán; ahora
sube a los montes roqueños donde no brota la fuente, donde el trigo no espiga,
donde solamente crecen reptiles y zarzales.
Hasta entonces había estado
entre los braceros de Nazaret, entre los penitentes de Juan; ahora sube a los
montes solitarios donde no se ven caras ni se oyen voces humanas. El hombre
nuevo pone, entre ellos y él, el Desierto.
El que dijo: «¡Ay del hombre
solo!» no midió más que el propio miedo. La sociedad es un sacrificio tanto más
meritorio cuanto más repugnante. La soledad para los de alma selecta es Premio
y no Expiación. Una antevigilia de un bien cierto y seguro, una creación de la
belleza interior, un libre reconciliarse con todos los ausentes. Sólo en la
soledad vivimos con nuestros iguales: con aquellos que hallaron, solos, los
pensamientos sublimes que nos consuelen de todo otro bien abandonado. El
mediocre, el pequeño, no puede soportar la soledad. El mediocre: quien tiene
qué ofrecer, quien tiene miedo de sí y de su vacío interior, quien está
condenado a la eterna soledad del propio espíritu, desolado desierto interior
donde no crecen más que las hierbas venenosas de los terrenos incultos, quien
está intranquilo, hastiado, acobardado cuando no puede olvidarse en los otros,
atolondrarse con las palabras de los que se ilusionan en él y como él; quien no
puede vivir sin mezclarse, átomo pasivo, en los caños por donde desaguan todas
las mañanas las cloacas de la ciudad.
Jesús ha estado entre los
hombres y volverá a los hombres porque los ama. Pero con frecuencia se
esconderá para estar solo, lejos también de sus discípulos. Para amar a los
hombres hay que abandonarlos de vez en cuando.
Lejos de ellos nos aproximaremos
a ellos. El pequeño sólo recuerda el mal que le han hecho; su noche pasa
agitada por el rencor y su boca está atosigada por la ira. El grande no
recuerda sino lo bueno, y por ese pequeño bien olvida lo mucho de malo que ha
recibido. Hasta lo que no fue perdonado en el acto se borra de corazón. Y
vuelve a sus hermanos con el mismo amor de antes.
Estos Cuarenta días de soledad
son para Jesús la última preparación. Durante Cuarenta años el Pueblo Hebreo –figuración
profética de Cristo– tuvo que andar errante por el Desierto antes de entrar en
el Reino prometido por Dios; durante Cuarenta días Moisés tuvo que permanecer
en el monte junto a Dios para escuchar sus leyes; durante Cuarenta días tuvo
que caminar Elías a través del Desierto para escapar a la venganza de la
perversa reina.
También el nuevo libertador debe
esperar Cuarenta días antes de anunciar al Reino Prometido, y permanece con
Dios Cuarenta días, para recibir de Él las supremas inspiraciones.
Pero no estará completamente
solo. Con Él están las Fieras y los Ángeles. Los seres inferiores al hombre y
los seres superiores al hombre. Los que arrastran hacia abajo y los que llevan
a lo alto. Los vivientes que son toda materia y los vivientes que son todo
espíritu.
El hombre es una Bestia que debe
convertirse en Ángel. Es Materia que está transformándose en Espíritu. Si la
Bestia priva sobre el hombre, el hombre desciende más bajo que las Bestias, porque
pone los restos de su entendimiento al servicio de la bestialidad; si el Ángel
vence al hombre, lo iguala a él y en vez de ser simple soldado de Dios,
participa de la misma Divinidad. Pero el Ángel caído, condenado a tomar forma
de Bestia, es el enemigo rencoroso y tenaz de los hombres que se hacen ángeles
y quieren remontarse a la altura de la cual él fue arrojado.
Jesús es el enemigo del mundo,
de la vida bestial de los más. Ha venido con el fin de que las Bestias se conviertan
en hombres y los hombres en Ángeles. Ha nacido para cambiar el mundo y
vencerlo. Es decir, para combatir al Rey del Mundo, al Adversario de Dios y de los
hombres, al maligno, al tentador, al seductor. Ha nacido para arrojar a Satanás
de la tierra, como el Padre lo arrojó del Cielo.
Y Satanás, al terminar los
Cuarenta días, se presenta en el Desierto para tentar a su Enemigo.
La necesidad de llenar cada día el propio saco es la primera marca de servidumbre para con la materia. Y Jesús quería vencer también la materia. Cuando se halle entre los hombres comerá y beberá para acompañar a sus amigos, y también porque se debe dar a la carne lo que es de la carne y, finalmente, como protesta visible contra los hipócritas ayunos, de los Fariseos. El último acto de la misión de Jesús será una Cena; pero el primero, después del Bautismo, un Ayuno. Ahora que está solo y no humilla a sus compañeros de vida sencilla ni puede ser confundido con los pietistas, se olvida de comer.
Pero después de Cuarenta días
tuvo hambre. Satanás esperaba, escondido e invisible, ese momento. Y el
Adversario habla:
–Si tú eres hijo de Dios, di que
estas piedras se conviertan en panes.
La réplica está pronta:
–«No sólo de pan vive el hombre,
mas de toda palabra de Dios».
Satanás no se da por vencido y,
desde la cima de un monte, le muestra los reinos de la tierra:
–Te daré todo este poder y la
gloria de aquéllos; a mí fueron dados y yo los doy a quien quiero. Si te inclinas
ante mí, todo será tuyo.
Y Jesús contesta:
–Vete, Satanás, porque escrito
está: «Adorarás al Señor tu Dios, y a él sólo servirás».
Entonces Satanás lo lleva a
Jerusalén y lo coloca sobre el pináculo del Templo:
–Si eres hijo de Dios, ¡échate
de aquí abajo! – Y Jesús, inmediatamente:
–Ha sido dicho: «No tentarás al
Señor, tu Dios».
«Y acabada toda tentación,
prosigue Lucas, el demonio se alejó de Él por un tiempo». Veremos también su vuelta
y su última tentativa.
Este diálogo ternario no parece,
a primera vista, sino un pelotear de textos bíblicos. Satanás y Jesús no hablan
con palabras propias suyas, sino que rivalizan en tomarlas de los Libros.
Parécenos presenciar una escaramuza teológica: y es, en cambio, la Primera
Parábola, representada y no hablada del Evangelio.
No debe sorprendemos que Satanás
se haya presentado con la absurda esperanza de hacer caer a Jesús. No debe sorprendernos
que Jesús, en cuanto hombre, esté sujeto a la tentación. Satanás no tienta sino
a los grandes y a los puros. Para los otros no necesita ni siquiera susurrarles
una palabra de invitación. Son ya suyos desde el fin de la niñez, en la
juventud. No tiene que trabajar para que le obedezcan. Están en sus brazos
antes de que él los llame. Los más ni advierten siquiera que él existe. Mas, no
habiéndolo conocido, se sienten inclinados a negarlo. Los diabólicos no creen
en el diablo. Se ha escrito que la última astucia del demonio es echar a volar
la especie de su muerte. Toma todas las formas, tan hermosas, a veces, que no
se diría ser él quien es. Los Griegos, por ejemplo, monstruos de inteligencia y
de elegancia, no tienen puesto para Satanás en su mitología. Porque todos sus
dioses, si se los estudia bien, muestran los cuerpos de Satanás bajo las
coronas de laurel y de pámpanos. Satánico es Júpiter prepotente y lascivo,
Venus adúltera, Apolo pedante, Marte homicida, Dionisio borracho. Son de tal
suerte astutos los dioses de Grecia que dan al pueblo pociones afrodisíacas y
destilaciones perfumadas para que no se advierta la hediondez del mal que
agusana la tierra.
Pero si los más no se dan cuenta
de las existencias de él y se ríen a mandíbula batiente, como de un espectro inventado
en la iglesia para las necesidades de la penitencia, es que él se encarniza
precisamente en aquellos que lo conocen, pero no lo siguen.
El seduce la inocencia de las
dos primeras criaturas humanas; tienta a David el Fuerte; corrompe a Salomón el
Sabio; acusa ante el Altísimo a Job, el Justo. Todos
los santos que se esconden, en el desierto, todos los amantes de Dios, serán
tentados por Satanás. Cuanto uno más se aleja de él, tanto más trata él de
aproximársele. Cuanto más alto nos hallamos, tanto más se encarniza él en traernos
abajo. No puede ensuciar sino al limpio; no se cuida de la indumentaria
que de suyo fermenta en el mal, bajo el cálido aliento de la voluptuosidad. Ser
tentados por Satanás es indicio de pureza, señal de grandeza, prueba evidente
de la ascensión. Quien ha conocido a Satanás y lo ha mirado a la cara, puede
esperar en sí mismo. Jesús merecía más que nadie esta consagración. Satanás lo
desafía dos veces y le hace un ofrecimiento. Le pide que cambie la materia
muerta en materia que da vida, y que se arroje de lo alto para que Dios,
salvándolo, lo declare el verdadero Hijo. Le ofrece la posesión y la gloria de
los reinos de la tierra, con tal que Jesús, en vez de servir a Dios, prometa
servir al Demonio. Le pide el pan material y el milagro material y le promete el
poder material. Jesús no acepta esos desafíos y rehúsa el ofrecimiento.
No es él el Mesías carnal y
material esperado por la plebe judía, el Mesías de la materia, tal como se lo
imagina el Tentador en su bajeza. No ha venido a traer el alimento a los
cuerpos sino el alimento del alma: aquel alimento único que es la Verdad.
Cuando sus hermanos, alejados de los hogares, no tengan pan suficiente para acallar
el hambre, partirá los pocos panes que tienen los suyos y todos quedarán
satisfechos y sobrarán espuertas repletas. Pero fuera de los casos de
necesidad, no será distribuidor del pan que viene de la tierra y a la tierra
vuelve. Si cambiara en panes las piedras de las calles, todo el mundo lo
seguiría por amor, cada uno, de su propio cuerpo, y fingiría creer todo lo que
él dice; hasta los perros acudirían a su banquete. Pero él no quiere esto.
Quien cree en él, debe creer en su palabra, a despecho del hambre, del dolor,
de la miseria. Mas, quien quiera seguirlo, tendrá que dejar los campos que producen
trigo, los dineros que se pueden cambiar por pan. Debe seguirlo sin saco y sin
sueldo, con una sola túnica, vivir como las aves del aire, desgranando espigas en
los campos o pidiendo limosna en las puertas de las casas. Se puede prescindir
del pan terrestre; un higo olvidado entre las hojas, un pez pescado en el lago
pueden suplirlo. Pero nadie puede prescindir del pan celestial, a no ser que
quiera morir para siempre, como aquellos que nunca lo gustaron. El hombre no
vive solamente de pan, sino de amor, de entusiasmo y de verdad. Jesús está
pronto para transformar el Reino de la Tierra en Reino de los Cielos, la loca
Bestialidad en feliz Santidad; pero no se digna transformar las piedras en pan,
la Materia en otra Materia.
Por razones de la misma
naturaleza, Jesús rechaza el otro desafío. Los hombres aman lo maravilloso. Lo
maravilloso exterior, el Prodigio, la imposibilidad física hecha posible ante
sus ojos. Tienen hambre y sed de portentos. Están prontos para postrarse ante
el Taumaturgo, así sea diabólico a charlatán. Todos pedirán a Jesús un Milagro
o lo que es lo mismo para ellos, un gigantesco juego de prestidigitación. Pero
Jesús se negará siempre. No quiere seducir con maravillas. Sanará a los
enfermos, especialmente a los enfermos de espíritu y a los pecadores; con
frecuencia evitará también la ocasión de estos milagros y pedirá a los sanados que
no digan quién los sanó. Los hombres deberán creer a despecho de todas las
evidencias contrarias; creer en su grandeza aun en la hora más atroz de su
humillación; creer en su divinidad aun en presencia del visible ultraje a su
humanidad. Arrojarse del Templo abajo, no habiendo necesidad absoluta de
mitigar una pena ajena, con el único objeto de subyugar a los hombres con el prestigio
del estupor y del terror; comprometer a Dios; forzarlo, casi, a obrar un
milagro superfluo y temerario, sólo para que Satanás no resulte vencedor en la
apuesta infame, fundada en el sarcasmo y en la perversidad, no es propio de
Jesús. Corazón, quiere hablar a los corazones; sublime, quiere sublimar;
espíritu puro, quiere purificar a los espíritus; amor, quiere encender a los otros
en amor; alma grande, quiere engrandecer las almas pequeñas y abandonadas. En
cambio de arrojarse, como un mago vulgar, al precipicio que está bajo el
Templo, del Templo subirá a la Montaña para narrar desde lo alto las
bienaventuranzas del Reino de los Cielos.
El ofrecimiento de los reinos de
la tierra debe horrorizarlo y más aún el precio que Satanás le pone. Satanás tiene
derecho de ofrecer lo que es suyo. Los reinos de la
tierra están fundados en la fuerza y se sostienen con el engaño; allí está su
campo y el paraíso hallado de nuevo; Satanás duerme todas las noches a la
cabecera de los poderosos; ellos lo adoran con los hechos y le pagan el tributo
diario de pensamientos y de obras. Pero si Jesús ofreciera a todos el
pan sin trabajar; si Jesús, funámbulo prestigioso, abriera un teatro de
milagros populares, podría arrebatar los reinos a los reyes sin necesidad de
doblegarse al Adversario. Si quisiera parecer el Mesías con que sueñan los
Judíos en sus pesadillas nostálgicas de esclavos, sabe el camino: podría
corromperlos con la abundancia y las maravillas; hacer de cada tierra un país
de ganancias y de sortilegios e inmediatamente ocuparía todos los sillones de
los procuradores de Satanás.
Pero Jesús no quiere ser el que
levante de nuevo el reino decaído, el conquistador de los reinos enemigos. El mando
no le importa y menos aún la gloria. El Reino que anuncia y prepara nada tiene
que ver con los reinos de la tierra; antes bien, su reino está destinado a
anular los reinos de la tierra. El Reino de los Cielos está en nosotros; cada
día, convertida una alma, se extiende, porque adquiere un nuevo ciudadano,
arrebatado a los reinos terrenales. Cuando cada cual sea bueno y justo: cuando todos
amen a los hermanos como los padres aman a los hijos; cuando sean amados
también los enemigos: cuando ninguno piense en acumular tesoros y, en vez de
quitar a los otros, dé pan a quien tiene hambre, y vestido a quien tiene frío,
¿dónde estarán, ese día, los reinos de la tierra? ¿Qué necesidad habrá de
soldados cuando nadie aspire a ensanchar su propia tierra usurpando la del
vecino? ¿Qué necesidad de reyes, cuando uno tenga su ley en la conciencia y no
haya ejércitos que mandar ni jueces que escoger? ¿Qué necesidad de moneda y de
tributo cuando cada uno esté seguro de su pan y se contente con él y no haya
que pagar salario a soldados y sirvientes? Cuando el alma de todos esté
cambiada, esos tablados que se llaman sociedad, patria, justicia, se
derrumbarían como alucinaciones de una larga noche. La palabra de Cristo no
necesita de dinero ni de armas y si se convierte en acción en todos y siempre,
lo que ata y ciega al hombre –el poder injusto y necesario, la gloria criminal
de las batallas– caerá, como se disipa la niebla matutina a los rayos del sol y
al soplo del viento. El Reino de los Cielos, que es uno, ocupará el lugar de
los Reinos de la Tierra, que son muchos. Los hombres no estarán más divididos
en reyes y en súbditos, en patrones y en esclavos, en ricos y en pobres, en
pecadores hipócritas y pecadores cínicos, en virtuosos soberbios y pecadores
humillados, en libres y prisioneros. El sol de Dios brillará por encima de
todos. Los ciudadanos del Reino constituirán una sola familia de padres y
hermanos y las Puertas del Paraíso se abrirán de nuevo ante los hijos de Adán,
hechos ya, en verdad, semejantes a dioses.
Jesús ha vencido a Satanás en sí
mismo; ahora sale del Desierto para vencerlo entre los hombres.
* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951, pp. 151-158.
Para ver otras publicaciones anteriores relacionadas con el comienzo de La Cuaresma, pueden descargarse AQUÍ, AQUÍ, AQUÍ, AQUÍ y AQUÍ.
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