«Evocando a Castellani» - Federico Ibarguren (1907-2000)
«Bienaventurados seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren y, mintiendo, dijeren toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces y saltad de gozo, porque es grande vuestra recompensa en los cielos» (San Mateo, cap. V)
Fue mi maestro y era mi amigo. Las puertas del cielo se abrieron ya para él; y en la tierra nosotros, los sobrevivientes que tanto lo quisimos (y a quien tanto le debemos) rogamos ahora a Dios Nuestro Señor por su noble alma.
Personalidad originalísima, sin
lugar a dudas, la de nuestro máximo pensador católico argentino, el Padre
Castellani. Compleja, polifacética personalidad intelectual y de las letras;
restauradora en este siglo XX ateo y negador que vivimos; personalidad impar
bajo cualquier aspecto que se la considere (incluso a juicio de sus adversarios
ideológicos o detractores religiosos).
Hasta el último día se mantuvo
sereno el excepcional Maestro de tres generaciones nuestras; lúcido, firme en
las convicciones, ortodoxo y cordial con la Cruz de sus males a cuestas;
luchando quijotescamente contra las modernas herejías en la descristianizada y «democrática» Argentina liberal contemporánea –siempre «desfaciendo
entuertos»– no obstante la notoria salud declinante que desde tiempo
atrás lo aquejaba. Su fina espiritualidad –pese a su vejez– no lo abandonó
nunca. No decayó jamás su fe comprometida con el mensaje evangélico de
Jesucristo: «Hijo de Dios Padre y Segunda Persona de la Santísima
Trinidad» –mal que les pese a no pocos de nuestros «hermanos
separados» (sic)– que volverá al fin de los tiempos, cumpliéndose,
así, en plenitud, la Promesa parusíaca en cuya realización próxima el genial
santafesino ex-jesuita creyó firmemente siempre.
Temperamentalmente hablando,
Castellani era un hiperemotivo típico, de reacciones francas, apasionadas y
directas; un hombre total, auténtico hasta en su original atuendo: con sotana,
boina vasca y cinturón militar. Audaz en ocasiones y tímido en otras;
caballeresco por dentro y por fuera, pero, a la vez muy afectivo, sensible de
alma en extremo. ¡Amigo leal y entrañable!
Desde el punto de vista
intelectual, Castellani fue –por su talento– un extraordinario prodigio desde
muy joven y su genio brilló no sólo en la Argentina, sirviendo
incondicionalmente a la Iglesia tradicional en medio de la crisis que hoy la
sacude. Abarcó todos los secretos del saber divino y humano, sobresaliendo como
teólogo de rara penetración dogmática en Europa; como metafísico insigne y como
profesor de filosofía (en Buenos Aires y en Salta). Ensayista, psicólogo,
crítico literario, periodista inimitable… autor hasta de novelas y cuentos con
mensaje religioso, etc. Y escribió, además, proféticas poesías autobiográficas
desgarradoras, dignas de una antología que sus discípulos de ayer le debemos
agradecer y aplaudir.
La salvación del país en
bancarrota fue un constante leit-motiv obsesivo para él: amó a
Dulcinea –o sea, a la Patria terrenal idealizada– católicamente, hasta su
muerte. Egregio caudillo de bravos legionarios «cristóbales», los diagnósticos
que escribió en vida sobre las causas de la actual postración argentina son
notables (sensacionales y acaso escandalosos para no pocos dirigentes políticos
ingenuos o inadvertidos que aún lo combaten). Su profunda caridad como la de
San Pablo (Saulo de Tarso), le hizo acuñar –sin romanticismo alguno– esta
certera definición evangélica del patriotismo: «Si los sujetos que
viven en un mismo campo geográfico se odian cordialmente unos a otros, no se
puede decir que allí exista patria; porque “si no amas a tu prójimo, al cual
ves, ¿cómo amarás a la patria a la cual no ves?”. En amor al prójimo se
resuelve prácticamente el amor a la patria; y si no es amor al prójimo, nada es».
El Padre Castellani, por
voluntad inapelable del Altísimo, ha finalizado santamente, sufridamente, su
periplo en este valle de lágrimas que para él fuera nuestra
patria. Es cierto. Pero como en la épica leyenda del Cid Campeador ganará
todavía –aunque en espíritu e inteligencia– muchas batallas después de muerto
en la larga guerra por la Reconquista de la Argentina, de cuya ardua empresa
Castellani fue, enhorabuena, su principal y quizá más tesonero Adelantado bajo
el conocido seudónimo de Militis Militorum. «Dios juega con trampa –sentenciaba
desde San Juan en el año 1962–; tiene en la manga el As de
Espada, la carta de la Resurrección. Cuando esté más oscuro, sabed que por allí
amanece». Máxima ésta de prosapia claramente lugoniana, según se ve.
Y bien: las puertas del cielo se
abrieron ya para nuestro grande amigo, a los 81 años de edad. Y en la tierra, a
quienes somos sus sobrevivientes discípulos y admiradores que tanto lo
quisimos, nos toca rezar con fervor a la Santísima Virgen María por su
bienaventuranza eterna… hasta la Resurrección de la Carne.
* En «Revista Cabildo», 2ª época, Año V, n° 42, 15 de mayo de 1981.
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