«Rosas, el nacionalista» - Julio Irazusta (1899 -1982)
En homenaje y recuerdo de Don Juan Manuel de Rosas, ante un nuevo aniversario de su muerte -14 de marzo de 1877-, publicamos este justo y riguroso análisis de la grandeza de su gobierno.
Hace cien años moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin duda será tan controvertido como todo lo que se refiere al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes depuestos del más alto rango temporal que hayan sobrevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe –su adversario– y Napoleón II –su imitador– no soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones.Pero en esta oportunidad, más
que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos,
nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella
fue, según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del
país. Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las
agresiones externas e internas –por lo general combinadas unas con otras–, por
un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar
intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más
que ese empirismo del gobernante más mediocre.
Desde muy temprano, al verse
enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado,
rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos
sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las
facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica
a que se refiere, sobre los pseudointelectuales de la época, ahítos de
ideología y racionalismo.
Pero más valioso que eso fue la
temprana comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el
concierto del mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar a la
provincia hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los
directoriales, el joven Rosas asiste a las negociaciones de Estanislao López con
los representantes del Cabildo de Montevideo, que pedía ayuda argentina para
sacudirse el yugo portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde
entonces se ocupa en preparar la liberación de la Banda Oriental, ayudando a
los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los rivadavianos y a las
vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la insurrección que había de
estallar triunfante en 1825 con los famosos 33 Orientales.
No se ha investigado debidamente
cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tenido fija la mirada
en la frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del
Sacramento –para perderla otras tantas por culpa de la Corona–, que arrancó a
ésta la fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los
territorios de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero
es de suponer que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el
gobierno propio y la independencia estaba conforme con las desmembraciones
territoriales. La abdicación ante Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho
había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda
Oriental amenazaba repetir los garrafales errores de los comisionados Alvear y
Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades particulares, en el caso de los 33
Orientales, se impusieron a la apatía de los poderes públicos y provocaron la
guerra con el Brasil, que por lo menos evitó la incorporación de lo que los
portugueses llamaban provincia cisplatina al flamante imperio fundado en Río de
Janeiro.
Vencedores argentinos y
orientales en Arroyo grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad
europea; y desde entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente
del ejército oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos. Imposible
seguir en poco espacio las negociaciones de los Estados rioplatenses con los
poderes europeos, con el afán de éstos porque dichos auxiliares argentinos se
retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de
Urquiza. Y el hecho singular que caracteriza el gobierno de Rosas, es que
durante diez años el caudillo mantuvo 10 mil hombres armados en la Banda
Oriental para amparar los intereses argentinos y uruguayos, contra las
pretensiones brasileñas o europeas, o contra ambas combinadas. Ningún otro
gobernante argentino hizo semejante demostración de fuerza, para negociar al
mejor estilo diplomático, en la medida de las armas que se dispone. Si a ello
se agrega que la ayuda se prestó con una generosidad incomparable, sin
compensación alguna, sin el menor compromiso de reciprocidad para el que la
recibía, el cuadro quedará completo.
Algunos de sus detractores
suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que
debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque
olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus
contemporáneos, como Cavour o Bismark, se hallaron en casos peores: el primero
no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito,
pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase
la guerra; el segundo, sí –según su propio testimonio–, pues perdía el sueño al
recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles
de jóvenes a la muerte.
Su tranquilidad de espíritu en
la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en
1873. Esa visión de sí mismo como un condenado a galeras, que el anciano
Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable
para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del
país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos,
como prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como
él al examen de los asuntos que le tocó dirigir.
* En «De la epopeya emancipadora a la pequeña
Argentina». Buenos Aires, Dictio, 1979, pp.205-210.
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