«Introducción al Martín Fierro – El poema y su autor» (fragmento) - Roque Raúl Aragón (1926-2007)
En el «Día de la Tradición», a los 190 años del nacimiento de José
Hernández, vaya esta esclarecedora publicación en su homenaje y recuerdo.
Su autor, José Hernández,
procedía de dos familias que, sin ser antiguas, formaban la aristocracia
burguesa de Buenos Aires y se hallaban ubicadas en los polos opuestos de los
fuertes antagonismos políticos de su tiempo, con sus alternancias de guerra
civil –complicada, para peor, con ataques colonizadores venidos de Europa.
Por el lado de su padre, la
familia era federal acérrima, entusiasta del gobernador Juan Manuel de Rosas.
Por su madre, llevaba el apellido Pueyrredón, que bastaba para definir al
partido opuesto, el unitario.
Estos nombres, federal y
unitario, poco o nada tenían que ver con los sistemas así denominados. Unos
habían invocado la federación para sustraerse al dominio de Buenos Aires, que
estaba en poder de sus adversarios; los otros habían sostenido desde el
principio la hegemonía del puerto como puente por el cual habría de
introducirse la civilización hacia el bárbaro país interior. Estos
representaban, un poco anacrónicamente, el espíritu de la Ilustración y
consideraban benéfica la influencia europea –en realidad, inglesa y francesa–
sobre nuestras costumbres, demasiado americanas y todavía españolas, en el mal
sentido de la palabra. No les repugnaba que nos pusiéramos bajo cierta tutela
de una gran potencia –cuyos intermediarios serían ellos– si esto nos aseguraba una
elevación cultural, el orden garantizado por la fuerza y la riqueza que debía
sobrevenir a la libertad de comercio. Los federales, al contrario, hacían
hincapié en la independencia. Desconfiaban de Europa, en la que veían un poder
rapaz y un ejemplo pernicioso con respecto a las costumbres tradicionales. Eran
americanistas y católicos (religión o muerte fue la divisa de uno de sus
caudillos armados) y acusaban a sus enemigos de masones o logistas o salvajes
(es decir, impíos).
Hernández nació en una quinta de
los Pueyrredón a fines de 1834, cuando uno de sus tíos paternos acompañaba al
general Rosas en el regreso triunfal de su campaña contra las tribus indígenas
que merodeaban alrededor de los asentamientos cristianos en el Sur. A los seis años
fue llevado a lo de su abuelo paterno (español peninsular), casa llena de tíos,
ubicada en Barracas, al sur de la ciudad, sobre el Riachuelo, barrio de quintas
bien puestas. Entonces inició sus estudios primarios. Debe suponérselo un alumno
aventajado, ya que había aprendido a leer antes de llegar a la escuela y tenía
el don de la memoria en grado excepcional, que en adulto llegaría a exhibir con
pruebas espectaculares. Pero parece que su salud requería aires campestres y
debió dejar la ciudad (su padre estaba siempre viajando, en tareas rurales).
Entre su llegada y su salida de allí, hay un período para nosotros oscuro
–cuatro o cinco años– que en la biografía escrita por su hermano se presenta como
de compenetración con las faenas rurales, si bien en forma vaga y con ánimo
laudatorio. Probablemente viajó a veces con su padre, que solía hacer grandes
arreos de ganado; conoció a los campesinos, domésticos o hirsutos, los admiró
por su nobleza y sencillez, su ingenio, su valentía, su arte de realizar con
soltura trabajos difíciles y arriesgados, su buen humor y su gracia para el
diálogo, el baile y el canto.
Su aparición en la vida pública,
en 1852, fue consecuencia de la derrota de Rosas en Caseros. Él se unió a las
tropas rosistas destacadas en la frontera con el indio al mando del coronel
Pedro Rosas y Belgrano cuando marchaban a sostener a Buenos Aires contra las
fuerzas de Urquiza. Desde antes de cumplir los 18 años, pues, estuvo volcado a
la política y lo estaría en adelante sin cesar, hasta el preciso momento de su
muerte. Su estreno fue un combate de resultado adverso. Después se ajustó a la
disciplina militar a las órdenes del general Hornos y en dos años advirtió que
estaba equivocado, luchando por los unitarios (a título de antiurquicismo)
contra los federales, inclusos los rosistas porteños que emigraban en masa a
Paraná y se ponían a las órdenes de Urquiza, el vencedor de Rosas, a quien las
circunstancias habían convertido en su heredero.
En Paraná comenzó su tarea
periodística. Primero fue corresponsal de La Reforma Pacífica, diario
federal que aparecía en Buenos Aires; después, colaborador de El Nacional
Argentino, órgano oficial del gobierno entrerriano, y por fin director de El
Argentino, diario de Urquiza. Más tarde, cuando participó como funcionario
en el gobierno de Corrientes (1866-7), compró una imprenta y publicó un diario
propio, El Eco de Corrientes, y vuelto a Buenos Aires, en 1869, fundó El
Río de la Plata. Parecería, por esto, que tuviera vocación hacia el
periodismo. Y no era así. Pronto lo abandonaría para siempre, salvo
colaboraciones esporádicas en periódicos ajenos y su refugio en La Patria,
de Montevideo. Tenía aptitudes de periodista, como, llegado el caso, las tuvo
de orador. Pero su vocación estaba en la política. La sirvió como escritor panfletario,
como soldado, como magistrado y legislador y, en un pasaje crucial de su vida,
como poeta.
Retomemos el hilo en Paraná. No
encajó bien José Hernández en la corte de Urquiza. Quizás actuaba con más independencia
que la que podía permitirse un emigrado porteño. No estuvo en la batalla de
Cepeda. No se sabe si estuvo en la de Pavón. Su hecho de armas más cierto fue
salvarse de la matanza de Cañada de Gómez, donde un grupo de fugitivos fue
sorprendido mientras dormía. Al parecer, Urquiza desconfiaba de su rosismo.
Algunos intermediarios oficiosos –entre ellos su tío Mariano Pueyrredón, con
buena foja antirrosista y uno de los hijos de Urquiza– debieron de interceder
por él. Urquiza acabó poniéndolo, a sueldo, a cargo del Argentino, desde
donde Hernández se permitiría darle directivas con un desenfado que no debió
caerle muy bien. Urquiza no quería encabezar la reacción de las provincias
contra Buenos Aires como éstas esperaban y como se lo pedían sus aliados
porteños y sus propios partidarios entrerrianos. ¿Era sensualidad, desconfianza
de sus fuerzas, miedo de meterse en un atolladero revanchista, sensación de
volver al punto de partida y confesar que su gloria no pasaba de un error,
compromiso de logia? Todo esto se ha dicho y es verosímil. Lo cierto es que no
se definía claramente y daba largas. Cuando Hernández se convenció de que por
ese lado no ocurría nada, se fue a Corrientes, donde ocupó cargos públicos,
entre ellos, al final, el de ministro de Evaristo López, federal neto, también
descontento de Urquiza. Con anuencia de éste, el gobierno nacional, lanzado a
la dominación de las provincias, lo eliminó. Era una anomalía en el régimen que
se había impuesto al país. Hernández regresó a Buenos Aires, después de diez años
de ausencia, con mujer y tres hijos. Tenía 35 años.
El panorama político cambiaba.
Los rosistas que habían rodeado a Urquiza regresaron paulatinamente mientras se
les desvanecía la ilusión de que éste contuviera la expansión unitaria sobre el
Interior. Unos se incorporaron al régimen, como Lucio Mansilla; otros se
dispusieron a combatirlo desde adentro, y entre ellos estuvo José Hernández.
Entretanto, el descontento cundía en las propias filas del caudillo
entrerriano, hasta que uno de sus adláteres –Ricardo López Jordán– se levantó
en armas contra él, que cayó muerto en el confuso episodio de ser aprehendido. La
Legislatura dio forma legal a la asonada eligiendo gobernador a su jefe; pero
el presidente Sarmiento decretó la intervención a la provincia, apoyando la
medida con el envío de fuerza militar. Se violaba así la Constitución, ya
violada otras veces en sus primeros 16 años. Hernández cerró su diario –para el
que no podía esperar seguridad en Buenos Aires– y se dirigió a Entre Ríos,
resuelto a incorporarse a las fuerzas jordanistas que resistían al ejército
nacional. Llegó en el momento de la derrota y no le quedó más que encaminarse
al destierro con los jefes vencidos. Se instalaron en Santa Ana, población del
Brasil sobre la frontera con el Uruguay. Allí fue concebido el Martín Fierro.
Se trataba de recapitular una
polémica que en cierto modo involucraba la interpretación del país. La nueva
generación unitaria instalada en el poder quería transformarlo en el sentido
europeo, que ya no significaba sólo cultura, racionalismo y buenas maneras,
como treinta o cuarenta años atrás, sino progreso material, posibilidad de un
bienestar antes desconocido, deslumbrante. El programa exigía la redención del gaucho
por la educación o su extinción lisa y llana, con el consiguiente reemplazo por
braceros europeos. Parece absurdo que se quiera elevar una nación suprimiendo a
su pueblo, pero los mitos seculares del progreso y la libertad no se detienen
en razones. Los ejércitos de Buenos Aires asolaron
las provincias renuentes al dominio liberal y en la política se justificó
cualquier exceso con el vilipendio que se quería imponer por encima de toda
discusión. El gaucho era, por un sino fatal, un tipo inservible o nocivo:
levantisco, pendenciero, insociable, holgazán, borracho, jugador, vagabundo,
cuatrero y, en la guerra, desertor o aliado del indio.
Hernández estaba en abierta
disidencia. No negaba la existencia de esos caracteres espurios, pero no los
creía intrínsecos sino consecuencia de los atropellos infligidos por el
Gobierno, y así lo dijo insistentemente en El Río de la Plata. Compartía
la opinión de los federales sobrevivientes de que no era justo cargar la guerra
al indio sobre los habitantes de la campaña, como si el efecto de los malones
no alcanzara a los puebleros; que había que terminar con las levas
indiscriminadas, que con el pretexto de la vagancia imponían la decisión
arbitraria de los jueces de paz y que, de hecho, recaían sobre los ciudadanos
más pacíficos, los buenos padres de familia que aguardaban mansamente a la
partida policial enviada en busca de maleantes, la cual los tomaba a cambio de los
prófugos. La mujer y los hijos del ciudadano así habido quedaban desamparados,
a merced de los desaprensivos representantes de la autoridad, entre la
servidumbre y la miseria, mientras él, el ciudadano arrastrado a la Guardia
Nacional, sufría los rigores de una guerra desnaturalizada por la incuria, la
prepotencia y el dolo de los jefes. Sin vestuario, casi desnudo en tiempos de
fríos crueles, sin armamento apropiado, montado en caballos de desecho
adquiridos en cínicos escamoteos de los dineros públicos, sin paga o con paga
incierta y tardía, sin relevo durante un tiempo tres o cuatro veces más largo
que el legal, y haciendo esto contraste con la aparcería de jefes y proveedores
con los abusos de poder y el aprovechamiento personal del soldado. Todo lo cual
explicaba que éste desertara sin ser cobarde y se diera a la vida de matrero en
un conflicto con la autoridad que cada vez lo empujaba más hacia el delito, los
escondrijos de malevos, los fondines prostibularios con sus descargas de licor,
provocaciones y cuchilladas hasta llegar al punto en que debía optar entre irse
a los indios o podrirse en la cárcel, donde el desamparo total se parecía al
infierno.
El habitante de la campaña era,
pues, un tema que por esos días renovaba la vieja disputa de unitarios y
federales. Los descendientes de los unitarios estaban por la corrección violenta.
Domingo Sarmiento y Bartolomé Mitre habían sido, respectivamente, el teórico y
el práctico de esa política. Juan Bautista Alberdi había propuesto su reemplazo
por extranjeros, especialmente europeos nórdicos, con hábitos de trabajo,
idóneos para el comercio y la industria, respetuosos del orden civil y libres de
la rémora cultural y racial que significaban el catolicismo y España. En esta
variante, el práctico sería Hilario Ascasubi, quien había servido al unitarismo
con interminables verseadas gauchi-políticas, como se decía, y había terminado descubriendo
el aspecto crematístico de la misión de enviar desde Europa mercenarios
napolitanos destinados a la guerra contra el indio.
Los
representantes de la mentalidad federal adoptaban una actitud opuesta:
simpatizaban con el campesino, en quien veían las buenas costumbres habituales
y no los desarreglos transitorios o las formas groseras que, aunque existieran,
no los caracterizaban. Algunos se oponían, por aprensión conservadora, a
los cambios sociales de que venía acompañado el progreso material y miraban con
malos ojos lo que fuera extranjero, hombres y cosas. Otros admitían aquello que
lo nuevo tuviera de bueno, como las ventajas de un acrecentamiento de la
población, aunque censurando lo que en la benevolencia del régimen hacia los
recién llegados había de predisposición adversa al criollo. El mismo José
Hernández apoyó la política de colonización, siempre que ésta alcanzara al poblador
nativo por lo menos en un plano de igualdad con el inmigrante.
Este era, a grandes rasgos, el
contenido polémico en que escribió la primera parte del poema. Un poema permite
a su autor decir más que lo que puede explicar y hasta más que lo que sabe. Así
sucedió en este caso, donde la interpretación de la realidad excedió los
términos del debate al cual se destinaba y alcanzó para figurar toda una época
de nuestro país (la de los gobiernos discrecionales), todo un aspecto de nuestro
tiempo (el conflicto del hombre clásico con las formas modernas) y cierta
dimensión humana universal (la resistencia a un destino que parece adverso por
circunstancias fortuitas), lo que le da vigencia todavía y se la asegura para
el futuro.
La actualidad del poema fue una
de las cualidades que le valieron una difusión inmediata: sucesivas
reediciones, ediciones clandestinas, reproducción en periódicos, repetición por
cantores y recitadores que llevaban extensos pasajes en la memoria. Pero esa
misma actualidad anecdótica pronto quedó atrás y lo dejó como trunco, como
necesitado de un desenlace que recogiera los hechos nuevos. El público, antes
que el autor, empezó a hablar de la segunda parte, de la vuelta del héroe que
se había ido sin triunfar de sus enemigos ni ser destruido por ellos. Hernández
aceptó valerosamente el compromiso de reanudar su historia, a sabiendas de que
ya no le quedaba espacio para hazañas imponentes. La segunda parte se halla
dominada por la idea de estar de vuelta, de envejecer, de avenirse, de
reflexionar. Literariamente, es bellísima, por la descripción de las tolderías;
de un patético combate entre un gaucho y un indio, con el despojo de una
criatura inocente a sus pies y una mujer angustiada pendiente del desenlace;
por la etopeya de Viscacha, secreción morbosa del régimen alojada en el lado
sombrío de la vida campesina; por la demarcación de esa frontera entre la dureza
de arriba y la truhanería de abajo, representada por Picardía; por la
formidable payada con el Negro; por los consejos formados con sentencias inmemoriales.
Pero, moralmente, esta segunda parte tiene el aspecto de una aflojada, si no de
una defección. Y podría ser, pero no es una explicación forzosa. Si Martín
Fierro no es el mismo de antes, tampoco la situación que enfrenta es la misma.
De Mitre y Sarmiento –dos monstruos para el Hernández polemista– a Avellaneda y
Roca –dos conciliadores–, la política había variado, aunque no pudiera decirse
lo mismo de la ineptitud y el dolo: jefes valientes que llevan sus tropas al
triunfo en un clima de heroísmo verdaderamente fundacional y son, a su vez, víctimas
de nuevas matufias. Pero eso ya es asunto de crónica, debate parlamentario o
alegato. Martín Fierro, para nosotros, ya había cambiado de nombre. Hernández,
sí, estaba vencido; los federales no habían podido recuperarse; buscó
atenuantes y escapatorias a su derrota; al fin, la muerte le dio una salida
tangencial. Pero el poema que dejó era una afirmación de la patria capaz de
sobrevivir a las contingencias adversas de la política, en las que él procuró
sobrenadar hasta donde le fuera posible.
Fue diputado y senador. Tuvo
otras funciones públicas. Escribió un libro sobre administración de estancias.
Murió en 1886, sin saber que en la tercera parte del poema, que tenía prevista,
el héroe sería él mismo, bajo el patrocinio de su madrina de bautismo, la
Virgen de la Merced.
* En «Revista Gladius» Año 17 - Nº46
- 25 de diciembre de 1999 NAVIDAD - Págs. 153-159.
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