«El Matrimonio» - P. Leonardo Castellani (1899-1981)
«¿De dónde voy a ser yo capaz de describir la felicidad del Matrimonio; aquello que la Iglesia arregla, que el Sacramento confirma, que sella la bendición, que los ángeles anotan, y que el Padre Celestial aprueba?»
El matrimonio está un poco
tocado por la locura de la época; aunque menos aquí que en otras naciones. Hay
una locura de esa época (supongo habrá habido una en cada época) pero yo la que
conozco y sufro es ésta. Días pasados una señora a quien un auto atropelló de
atrás al suyo estando parado ante una luz roja y la dejó desmayada solamente; y
el atropellador, que era un judío, no hacía más que gritarle: «no chora, siñora,
no chora, la siguros paga». La señora me dijo: «La locura de esta época es el
frenesí de la velocidad, la falta de responsabilidad y la mala educación». La
mala educación desde luego y la falta de religión también. Todos esos desastres
que dejan un tendal de muertos, la mayoría de ellos podrían evitarse con el uso
de la razón; no son hijos de la «fatalidad», como dice el diario, sino de la
sinrazón, de la falta de educación y de religión, como decía doña Marta: más
bien que fatalidad habría que decir el diablo. Pues
bien, la falta de religión ha tocado al Matrimonio, que es un Sacramento.
Ya era una especie de Sacramento entre los hebreos. Ahora en algunos es un
Antisacramento.
«¿Cuándo instituyó Cristo este
Sacramento?» pregunta Lutero. En efecto, no hay en el Evangelio ningún lugar en
que Cristo diga: «Yo levanto este contrato natural a la dignidad de
Sacramento»; y en consecuencia, el heresiarca sajón no admitió más que dos Sacramentos,
Bautismo y Eucaristía. En el Evangelio sólo hallamos que el primer acto público
de Cristo fue concurrir a unas bodas y hacer en favor de los novios (haciendo
de madrina su Santísima Madre) su primer milagro, que Él declaró era
anticipado; y después, cuando lo declaró indisoluble, refirió su fundación al
Padre de los Cielos. No es poco; es bastante, pues, como dije, entre los
hebreos el Matrimonio era un acto religioso, un «presacramento», como los llama
Santo Tomás; o «Sacramento de la Antigua Ley».
Después de Cristo, el Matrimonio
está tratado por la Iglesia como Sacramento, ya en la «Didajé» del siglo I, en
las cartas de San Ignacio Mártir en el año 100, el cual escribe a Policarpo
Obispo que «no haga matrimonios sin que los concierte (no solamente los
bendiga) el Obispo; y San Pablo estampa en su Epístola a los de Éfeso la mayor
alabanza que se ha hecho de él: «éste es un Sacramento grande, quiero decir, en
Cristo y en la Iglesia»; los cual algunos traducen: «esto representa un
misterio grande porque es figura de la unión de Cristo con su Iglesia»; pero no
es esa la traducción exacta, sino «éste es un Sacramento cuando se recibe en
Cristo y en la Iglesia»; o sea, como dice prosaicamente el Catecismo: «con las
debidas disposiciones».
Entre los muchos escritos que
hay hoy contra el Matrimonio (de los cuales el más horroroso es la Historia
del Matrimonio de Engels, el socio de Marx) se hallan los dos filósofos
diametralmente opuestos Nietzsche y Kirkegord: el primero, el colmo del
ateísmo, el otro el colmo de la religiosidad: y los dos despotricaron conta el
Matrimonio en forma feroz. Pero mirándolos de cerca, uno ve que despotrican en
realidad contra los malos matrimonios, los que no son Sacramento. Ellos miraban
alrededor y veían Matrimonios hechos «sin las debidas disposiciones»; o sea, la
unión de dos intereses o de dos instintos, como dijo ya el filósofo pagano
Séneca. Del Matrimonio bien concretado dicen los dos, maravillas.
¿Cuáles son las «debidas
disposiciones» para el Matrimonio? Las mismas que para la Eucaristía, o sea «estar
en gracia de Dios y saber los que se va a recibir». Antes de la Primera
Comunión se da a los chicos un cursillo de Catecismo, para que sepan lo que van
a recibir; y antes de la Confirmación, otro cursillo, que es muy completo y
severo en los países anglosajones; antes del Matrimonio no hay cursillos[1];
pero en realidad, el cursillo es el noviazgo. En el noviazgo, los esposos
aprenden a conocerse; por lo cual no conviene que sea muy corto, y más en
nuestros días, en que hay gran confusión social que hace a veces que los que se
casan sean entre sí dos desconocidos; antes las familias se conocían desde
siempre, y la sociedad no estaba tan mezclada y agitada. Es claro que el
noviazgo no es el Matrimonio; y los novios llevan fácilmente cada uno una
especie de disfraz; pero si el noviazgo es largo, el disfraz es horadado.
dice el poeta;
pero el vértigo de la velocidad afecta hoy día no sólo a los automóviles sino
también a los Matrimonios.
Marido, no intentes «reformar» a
tu mujer, a no ser con el ejemplo, como diría hoy San Pablo; en todo caso se
reformará ella misma, pero no por medio de sermones o regaños. Peor es la
ilusión de la mujer que se casa con un «bandido» (un vicioso o un impío) con la
esperanza de «reformarlo» o convertirlo. Eso casi nunca sucede; por supuesto
cuando lo hacen es porque están enamoradas –demasiado. Es verdad que un buen
Matrimonio puede hacer milagros, no milagrotes. Y tiene que ser un buen
Matrimonio, no cualquier Matrimonio: el amor debe estar presente soberanamente.
Si se casa un vicioso con una
cabecita hueca, predecir el desastre a corto plazo no es ninguna hazaña; lo
extraño es que a veces se produce el desastre después de todas las condiciones
y promesas de un Matrimonio feliz; uno se santigua y dice: «será el aire del
tiempo, la malaria que dice el italiano». En realidad, el Matrimonio es un
Sacramento que debe renovarse continuamente, como la Eucaristía: los esposos
deben tratar de conservarse novios –como la Virgen y San José. Porque digamos
la palabra final: el fin final del Matrimonio no es otro que el llevar a la
perfección a los esposos –como el fin de todos los otros Sacramentos– es decir,
a la caridad sobrenatural, que es el «vínculo de la perfección». Los dos «Sí»
que se pronunciaron delante de Dios, no son un momento fugaz; deben repetirse
siempre y el mismo Dios debe permanecer entre los casados; o si quieren, mejor,
sobre los casados –mentor invisible.
Como
postdata de todo esto, diría una casuística que me parece útil: los casados en
sus relaciones no pueden cometer más que dos pecados graves: el adulterio y el
impedir los hijos. Tengo experiencia del tiempo en que confesaba, que
algunos se acusan, por un sentimiento de culpabilidad o escrúpulo, de cosas que
no son pecados: «no me diga nada, no me explique nada, los casados pueden
cometer solamente dos pecados graves, son estos: Ud. no los ha hecho, vaya
tranquilo –o tranquila». Claro que pueden cometer faltas contra la justicia o
la caridad; pero éstas no son faltas contra el Sacramento, sino contra el
prójimo en general; como sería negar el deber conyugal sin razón, o matar a disgustos
al cónyuge por el vicio de la ira o la necedad.
Terminaré con las palabras de
Tertuliano en su libro Ad Uxorem: «¿De dónde
voy a ser yo capaz de describir la felicidad del Matrimonio; aquello que la
Iglesia arregla, que el Sacramento confirma, que sella la bendición, que los
ángeles anotan, y que el Padre Celestial aprueba?».
* En «Revista Gladius» n°53, Pascua de 2002. Artículo que fue enviado a dicha revista por el Dr. Luis A. Barnada.
[1]
En la actualidad, y creemos que desde el Concilio Vaticano II, se ha
implementado, de modo obligatorio, que los novios antes de contraer matrimonio
deben realizar los llamados «cursillos prematrimoniales», los cuales, lamentablemente, salvo
excepciones, dejan mucho que desear… (Nota de «Decíamos ayer…»).
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