«Nacionalismo y Democracia» - Ernesto Palacio (1900-1979)
Por supuesto, ninguno de esos
conceptos vagos que brotan de la boca de los demagogos, ya desmentidos en la
intención y ultrajados en los actos, tienen nada que ver con el nacionalismo.
No lo es tampoco la simple aspiración al bien del país, aun suponiendo
benévolamente que sea de buena fe, ni la ostentación ruidosa de la hojalatería
patriótica. El nacionalismo es una doctrina precisa y clara; como tal, se
dirige a la inteligencia más que al corazón, no obstante estar fundada en un
hondo sentimiento de patria. El nacionalismo razona, no declama, y así las
dianas del 25 de mayo más le estorban que le ayudan. Esto en cuanto a su
aspecto intelectual, doctrinario. Lo que no significa, claro está, carecer de
emoción patriótica, sino devolver a la inteligencia lo que le pertenece. La
perfección de la doctrina no es obstáculo para que el nacionalista típico pueda
llorar, en efecto, como el más simple de los ciudadanos, contemplando el paso
de las banderas en los desfiles militares o escuchando los acordes del Himno en
cualquier fiesta conmemorativa. Porque ese es, precisamente, el secreto: sentir
como el pueblo, no pensar como él.
Para definir el nacionalismo es
útil comenzar distinguiéndolo de los contrarios.
El nacionalismo persigue el bien
de la nación, de la colectividad humana organizada; considera que existe una
subordinación necesaria de los intereses individuales al derecho del Estado.
Esto basta para diferenciarlo de las doctrinas del panteísmo político, las
cuales se caracterizan por el olvido de ese fin esencial de todo gobierno –el
bien común– para sustituirlo por principios abstractos: soberanía del pueblo,
libertad, igualdad, redención del proletariado.
Sabemos ya los orígenes de esta desviación moderna. Reconocemos inmediatamente las imaginaciones malsanas del psicópata ginebrino que trató de encontrar las leyes eternas a que obedecen las sociedades en el murmullo de los álamos de Ermenonville y hurgando en su propio corazón podrido de vanidad. Las doctrinas del panteísmo político son, en efecto, consecuencia lógica de la falsificación previa del hombre imaginada por Juan Jacobo Rousseau, funesto genio que se enternecía descubriendo por introspección la bondad natural de la especie, mientras abandonaba metódicamente en la Inclusa[1] a los tristes frutos de sus amores...
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Los movimientos nacionalistas
actuales[2] se manifiestan en todos los países como una restauración de los
principios políticos tradicionales, de la idea clásica del gobierno, en
oposición a los errores del doctrinarismo democrático, cuyas consecuencias
desastrosas denuncia. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las
verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden,
autoridad, jerarquía. Principios fundados en la razón y la experiencia y en los
cuales se compendia íntegra la ciencia del gobierno.
Existe, pues, una divergencia
profunda entre el nacionalismo y la democracia. El nacionalismo quiere el bien
del país: su unidad, su paz, su grandeza. Estos beneficios que no se obtienen
sin el orden, garantía de justicia y bienestar social; sin el orden, cuyos
elementos son la autoridad y la jerarquía. El espíritu democrático, con su
invocación de derechos absolutos y su ignorancia de los deberes del individuo
hacia la sociedad, es enemigo natural de la autoridad y la jerarquía; por
consiguiente, del orden; por consiguiente, del bien de la nación, de su unidad,
su paz y su grandeza.
El demócrata que se declara
nacionalista, o miente a sabiendas o ignora en absoluto el valor de los
conceptos. Porque en todo demócrata hay un creyente en el contrato social y en
los «Derechos del hombre», y ya hemos visto cómo estos derechos explosivos son
un constante peligro para el mantenimiento de esa suprema realidad política que
es la nación constituida.
Los razonadores políticos pueden
dividirse en rigor en dos grandes grupos: los que, reconociendo la naturaleza social
del hombre, consideran a la sociedad como un fenómeno natural, y los que creen
que ella es una creación más o menos artificiosa de los individuos. Los primeros pueden ser nacionalistas; los segundos nunca. Los primeros al aceptar la
sociedad como un hecho anterior y superior, se someterán a ella, tratarán de
hacerla objeto de conocimiento y descubrir sus leyes propias. Los demócratas,
en cambio (presuntos herederos directos de los distinguidos salvajes que un día
de mortal aburrimiento pusieron sus firmas prehistóricas al pie del contrato
donde resolvían vivir en común), serán los eternos disconformes en cualquier
sociedad organizada, pues cada uno llevará un plan de república ideal en la
cabeza, un contrato nuevo de su yo incontenible. Cosa muy natural, por otra
parte, en quienes se sienten sometidos a obligaciones generalmente molestas por
estipulación de un antepasado remoto que no pudo consultarlos y que además era
salvaje. Para resolver estos incómodos pleitos de familia a largo plazo se
inventó el mito del Progreso y se crearon los parlamentos modernos.
Quienes aceptan que la sociedad
está fundada en la naturaleza, pueden ser nacionalistas. Reconocerán el
carácter necesariamente limitado de los propios derechos y su subordinación al
orden de la sociedad a que pertenecen. Aceptarán la necesidad de un jefe y de
una jerarquía. Tratarán por todos los medios de que la nación propia se
organice de acuerdo con las leyes naturales descubiertas por la inteligencia.
Serán, pues, antidemócratas.
No es la ocasión de seguir al
error liberal-democrático en sus infinitas consecuencias, en todos los
monstruos engendrados por él con la complicidad del idealismo filosófico: en la
creación del mito de la voluntad general; en la creación del mito del progreso,
para satisfacer la necesidad de expansión infinita del hombre «autónomo», y en
esos hermanos gemelos y enemigos que son la Anarquía y el Socialismo. Nos basta
señalar su oposición irreductible con cualquier doctrina nacionalista, ya que
su fin lógico y confesado es el internacionalismo integral, el derrumbamiento
de las jerarquías, la abolición de todo lo que es y la disolución universal en
un infinito de felicidad que será el Reinado del Hombre Redimido. Algo, en fin,
profundamente repugnante para cualquiera que tenga el más ínfimo respeto por la
inteligencia. Ese estado ya tiene un nombre. Es la nebulosa; es el Caos.
Los nacionalismos actuales
significan en el orden político un restablecimiento de la primacía de la
Inteligencia sobre las creaciones obscuras del sentimiento y la imaginación.
Reanudan así en cierto modo una tradición de cultura interrumpida por la Revolución
francesa. Ésta abrió, efectivamente, un abismo profundo entre dos épocas; pero
en un sentido completamente opuesto al proclamado por las ridículas profecías
de los románticos. La cantaron como el triunfo de la razón. Fue, en realidad,
su breve eclipse.