«Nacionalismo y Democracia» - Ernesto Palacio (1900-1979)

«El nacionalismo es una doctrina precisa y clara; como tal, se dirige a la inteligencia más que al corazón, no obstante estar fundada en un hondo sentimiento de patria». 

La ignorancia del significado tradicional de los términos, inherente a la decadencia de la cultura, se alía así al desparpajo con que se les adjudica sentidos arbitrarios, adecuados al fin que cada propagandista se propone. Tal ocurre hoy con la palabra «nacionalismo» y otras análogas, a las que se atribuye la influencia magnética de atraer voluntades o la virtud mágica de multiplicar los sufragios. Entre nosotros hemos visto calificar de nacionalista a un indianismo artificial y literario; o bien, con el calificativo de «continental», a un sospechoso americanismo «antiyanqui» bajo el cual podía adivinar el menos advertido una añagaza bolchevique para difundir, a cubierto de la solidaridad invocada, el virus prendido en algunos países del Norte. Ciertos grupos de estudiantes universitarios invocan un «nacionalismo idealista» del mismo jaez, es decir, mexicanizante y soviético. Y para colmo de confusión, hasta una de las fracciones del socialismo internacional acaba de usar con éxito el disfraz nacionalista en las últimas elecciones y ha llegado al extremo de prostituir la bandera argentina paseándola enlazada con el trapo rojo al frente de los demás partidos políticos que naturalmente, y guiados por idéntico propósito utilitario, se atribuye cada cual por su parte la exclusividad de la doctrina. La democracia es el reino de la impostura y ya hemos visto cómo, en trance de sufragio, triunfa el que miente mejor.

Por supuesto, ninguno de esos conceptos vagos que brotan de la boca de los demagogos, ya desmentidos en la intención y ultrajados en los actos, tienen nada que ver con el nacionalismo. No lo es tampoco la simple aspiración al bien del país, aun suponiendo benévolamente que sea de buena fe, ni la ostentación ruidosa de la hojalatería patriótica. El nacionalismo es una doctrina precisa y clara; como tal, se dirige a la inteligencia más que al corazón, no obstante estar fundada en un hondo sentimiento de patria. El nacionalismo razona, no declama, y así las dianas del 25 de mayo más le estorban que le ayudan. Esto en cuanto a su aspecto intelectual, doctrinario. Lo que no significa, claro está, carecer de emoción patriótica, sino devolver a la inteligencia lo que le pertenece. La perfección de la doctrina no es obstáculo para que el nacionalista típico pueda llorar, en efecto, como el más simple de los ciudadanos, contemplando el paso de las banderas en los desfiles militares o escuchando los acordes del Himno en cualquier fiesta conmemorativa. Porque ese es, precisamente, el secreto: sentir como el pueblo, no pensar como él.

Para definir el nacionalismo es útil comenzar distinguiéndolo de los contrarios.

El nacionalismo persigue el bien de la nación, de la colectividad humana organizada; considera que existe una subordinación necesaria de los intereses individuales al derecho del Estado. Esto basta para diferenciarlo de las doctrinas del panteísmo político, las cuales se caracterizan por el olvido de ese fin esencial de todo gobierno –el bien común– para sustituirlo por principios abstractos: soberanía del pueblo, libertad, igualdad, redención del proletariado.

Sabemos ya los orígenes de esta desviación moderna. Reconocemos inmediatamente las imaginaciones malsanas del psicópata ginebrino que trató de encontrar las leyes eternas a que obedecen las sociedades en el murmullo de los álamos de Ermenonville y hurgando en su propio corazón podrido de vanidad. Las doctrinas del panteísmo político son, en efecto, consecuencia lógica de la falsificación previa del hombre imaginada por Juan Jacobo Rousseau, funesto genio que se enternecía descubriendo por introspección la bondad natural de la especie, mientras abandonaba metódicamente en la Inclusa[1] a los tristes frutos de sus amores...

Los movimientos nacionalistas actuales[2] se manifiestan en todos los países como una restauración de los principios políticos tradicionales, de la idea clásica del gobierno, en oposición a los errores del doctrinarismo democrático, cuyas consecuencias desastrosas denuncia. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden, autoridad, jerarquía. Principios fundados en la razón y la experiencia y en los cuales se compendia íntegra la ciencia del gobierno.

Existe, pues, una divergencia profunda entre el nacionalismo y la democracia. El nacionalismo quiere el bien del país: su unidad, su paz, su grandeza. Estos beneficios que no se obtienen sin el orden, garantía de justicia y bienestar social; sin el orden, cuyos elementos son la autoridad y la jerarquía. El espíritu democrático, con su invocación de derechos absolutos y su ignorancia de los deberes del individuo hacia la sociedad, es enemigo natural de la autoridad y la jerarquía; por consiguiente, del orden; por consiguiente, del bien de la nación, de su unidad, su paz y su grandeza.

El demócrata que se declara nacionalista, o miente a sabiendas o ignora en absoluto el valor de los conceptos. Porque en todo demócrata hay un creyente en el contrato social y en los «Derechos del hombre», y ya hemos visto cómo estos derechos explosivos son un constante peligro para el mantenimiento de esa suprema realidad política que es la nación constituida.

Los razonadores políticos pueden dividirse en rigor en dos grandes grupos: los que, reconociendo la naturaleza social del hombre, consideran a la sociedad como un fenómeno natural, y los que creen que ella es una creación más o menos artificiosa de los individuos. Los primeros pueden ser nacionalistas; los segundos nunca. Los primeros al aceptar la sociedad como un hecho anterior y superior, se someterán a ella, tratarán de hacerla objeto de conocimiento y descubrir sus leyes propias. Los demócratas, en cambio (presuntos herederos directos de los distinguidos salvajes que un día de mortal aburrimiento pusieron sus firmas prehistóricas al pie del contrato donde resolvían vivir en común), serán los eternos disconformes en cualquier sociedad organizada, pues cada uno llevará un plan de república ideal en la cabeza, un contrato nuevo de su yo incontenible. Cosa muy natural, por otra parte, en quienes se sienten sometidos a obligaciones generalmente molestas por estipulación de un antepasado remoto que no pudo consultarlos y que además era salvaje. Para resolver estos incómodos pleitos de familia a largo plazo se inventó el mito del Progreso y se crearon los parlamentos modernos.

Quienes aceptan que la sociedad está fundada en la naturaleza, pueden ser nacionalistas. Reconocerán el carácter necesariamente limitado de los propios derechos y su subordinación al orden de la sociedad a que pertenecen. Aceptarán la necesidad de un jefe y de una jerarquía. Tratarán por todos los medios de que la nación propia se organice de acuerdo con las leyes naturales descubiertas por la inteligencia. Serán, pues, antidemócratas.

No es la ocasión de seguir al error liberal-democrático en sus infinitas consecuencias, en todos los monstruos engendrados por él con la complicidad del idealismo filosófico: en la creación del mito de la voluntad general; en la creación del mito del progreso, para satisfacer la necesidad de expansión infinita del hombre «autónomo», y en esos hermanos gemelos y enemigos que son la Anarquía y el Socialismo. Nos basta señalar su oposición irreductible con cualquier doctrina nacionalista, ya que su fin lógico y confesado es el internacionalismo integral, el derrumbamiento de las jerarquías, la abolición de todo lo que es y la disolución universal en un infinito de felicidad que será el Reinado del Hombre Redimido. Algo, en fin, profundamente repugnante para cualquiera que tenga el más ínfimo respeto por la inteligencia. Ese estado ya tiene un nombre. Es la nebulosa; es el Caos.

Los nacionalismos actuales significan en el orden político un restablecimiento de la primacía de la Inteligencia sobre las creaciones obscuras del sentimiento y la imaginación. Reanudan así en cierto modo una tradición de cultura interrumpida por la Revolución francesa. Ésta abrió, efectivamente, un abismo profundo entre dos épocas; pero en un sentido completamente opuesto al proclamado por las ridículas profecías de los románticos. La cantaron como el triunfo de la razón. Fue, en realidad, su breve eclipse.

* En el periódico «La Nueva República - Órgano del Nacionalismo Argentino», 5 de mayo de 1928; y reproducido en «El pensamiento político del Nacionalismo - Antología seleccionada y comentada por Julio Irazusta», Vol. I, «De Alvear a Irigoyen», Obligado Editora - Buenos Aires, 1975.
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[1] La Inclusa era un hospicio de París donde Rousseau habría abandonado a sus cinco hijos (Nota de «Decíamos ayer…»).
[2] Escrito este artículo en 1928, el autor se refiere -claro está- a los diversos movimientos nacionalistas que surgieron en tantos países de Europa tras el final de la 1ª Guerra Mundial (Nota de «Decíamos ayer…»).
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