«Las consecuencias de la derrota» (fragmento) - Ernesto Palacio (1900-1979)

«La sabia política americana del Restaurador había afianzado, por lo demás, nuestro prestigio en todo el continente, donde se veía con simpatía y con esperanza la expansión de nuestra influencia»El 3 de febrero se cumplirá un nuevo aniversario de la  batalla de Caseros, verdadera derrota nacional, hoy tan celebrada por nuestro gobernante de turno. He aquí un pequeño fragmento de las nefastas consecuencias que ello ocasionó a nuestra dolida patria.

Con la derrota de la Confederación en Caseros –tal vez la mayor calamidad de nuestra historia– se frustraba temporariamente el destino nacional y se abrían para el país treinta años más de guerras civiles.

Aun dando por ciertas la imperfecciones que a la dictadura del general Rosas le achacaban sus enemigos, no hay duda de que el viejo e ilustre partido federal, del que era jefe, representaba la unidad nacional, la integridad territorial, la fidelidad a las esencias tradicionales de la patria, a la vez que un cabal concepto de la soberanía y el honor colectivos. En los tres lustros de su dominación habíamos pasado de la situación de colonias vacantes y anarquizadas –y expuestas por lo tanto al zarpazo de las potencias en tren de expansión– a la de un país respetado y digno. La reiterada agresión extranjera se había estrellado en nuestra heroica decisión de mantener la independencia recién conquistada. El partido federal era sobre todo eso: el partido de la independencia. Por lo cual aplaudía sus triunfos el Libertador expatriado y lo servían las más notables figuras sobrevivientes de la gesta de mayo, como Alvear, Guido, López y Planes, Brown, Sarratea, Soler, Necochea y Manuel Moreno, hermano, biógrafo y heredero espiritual del secretario de la Primera Junta.

En esa lucha se había forjado la unidad de la Confederación que en 1851 era ya un hecho consumado. A ella había constituido una política supremamente inteligente de defensa del espíritu y el trabajo autóctonos, que logró atenuar las viejas tensiones interprovinciales hasta hacerlas desaparecer. No sólo éramos un país unido, sino también laborioso y próspero, merced a la protección que las leyes vigentes otorgaban a la producción nacional y a la escrupulosidad con que se administraban las finanzas. La sabia política americana del Restaurador había afianzado, por lo demás, nuestro prestigio en todo el continente, donde se veía con simpatía y con esperanza la expansión de nuestra influencia.

Todo esto cambiaría radicalmente después de Caseros. A la zaga del ejército internacional triunfante, volverían a imponerse los rivadavianos, propiciadores de todas las entregas; los de la ilustración borbónica, el príncipe de Luca y la colusión con el Imperio; los colonialistas que despreciaban a su patria por «bárbara» y «atrasada» y se proponían cambiarlo todo; los que proclamaban la superioridad del extranjero sobre el nativo; los ideólogos y «logistas», en suma, los que –en nombre de principios universales– obedecían en realidad a ocultas directivas de la masonería internacional para la infiltración de los intereses en ellas dominantes. Núcleo heterogéneo, por cierto, en el que junto a los viejos fantasmones rivadavianos como don Valentín Alsina y Carril (quien venía dispuesto, según afirmaba, a no pasar más pobreza y lo cumplió), se hallaban curas apóstatas, agiotistas impacientes y algunos espadones de la Independencia, no exentos de méritos y aun de glorias, pero que en el río revuelto de la anarquía se habían tirado su lance para manotear el poder; habían perdido y debieron recalar en la emigración, dispuestos a cualquier nueva aventura. El grupo más inquieto y eficiente lo constituían los «jóvenes» románticos, que ya mostraban calvicie y canas, a quienes veremos luego. Agravaba la peligrosidad de este partido el hecho de estar constituido por emigrados activos: es decir, por gente que durante quince años había participado en toda clase de alianzas contra su propio país y cuya principal preocupación debía consistir en justificarse.

Ya hemos de ver las consecuencias intelectuales de esta justificación, que implicaría una lisa y llana tergiversación y que empezaría, naturalmente, por la glorificación de Caseros como un acontecimiento fausto para la patria, no obstante la pérdida de las Misiones orientales y la soberanía sobre nuestros ríos, el ocaso de nuestro prestigio en la cuenca del Plata, la ruptura de la unidad nacional y la vuelta a las condiciones del año 20, con el correlativo engrandecimiento de nuestro enemigo histórico. Si esto era triunfo, ¡qué habría ocurrido con la derrota! Desde entonces, nuestra historia no sería más que una lucha tenaz contra las consecuencias de la entrega y un afán desesperado, que felizmente dura todavía, por recuperar nuestro espíritu y nuestros fines extraviados.

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El más conocido de los sofismas con que se pretende justificar la coalición que triunfó en Caseros consiste en afirmar que la eliminación de la dictadura y la «organización» del país eran una condición ineludible del Progreso, atribuyéndoles a esos hechos nuestro indudable crecimiento ulterior, por el aporte inmigratorio y la construcción de ferrocarriles.

Hemos visto que la dictadura fue una imposición de las circunstancias, para frenar la anarquía y las tendencias disgregadoras. Quien conozca el abecé de la ciencia política y no se pague de palabras huecas, ha de saber que el rigor de los gobiernos es directamente proporcional a la intensidad de las tensiones que deben dominar. A esta ley no escapó el de Rosas, que se había atenuado en los últimos años hasta el punto de permitir la vuelta sin molestias de los emigrados, aun de los más comprometidos. Ni tampoco los de sus adversarios liberales, que supieron menudear, cuando les fue preciso, con estado de sitio o sin él, los fusilamientos, los destierros y las prisiones[1].

Lo que se sabe hoy a ciencia cierta es que ni la dictadura, ni la guerra civil, ni los bloqueos, impidieron que la Argentina progresara durante el gobierno del Restaurador, en la medida en que lo permitían las condiciones de la época y a un ritmo más rápido que el de las otras naciones del continente. La población subió de 600.000 habitantes hasta casi el millón, en cuyo aumento entró una gran parte del aporte inmigratorio, lento pero constante. La proporción de las áreas sembradas en todo el país y la producción de las diversas regiones habían crecido correlativamente. Las industrias manuales y aun mecánicas se multiplicaban y prosperaban. Se había iniciado la mestización de los ganados e introducido el alambrado de los campos y la máquina a vapor. La industria saladera poseía una flota propia para comerciar sus productos. Muchos extranjeros, principalmente ingleses, se habían establecido en el campo y poseían estancias, donde trabajaban al amparo de la ley y el orden. Venían a aportar su esfuerzo al país como huéspedes bien acogidos y no, como más tarde, en tren de amos y de gerentes.

Es verdad que ¡no tuvimos ferrocarriles! Pero el ferrocarril apenas se iniciaba en el mundo. El primero se había construido en Francia en 1837 y pasaron muchos años antes que los Estados Unidos construyeran el suyo. Era un invento que se hallaba todavía en la fase experimental. Nada indica que no lo hubiéramos tenido a su tiempo con Rosas, como lo tuvimos con sus sucesores; aunque es seguro que en condiciones más favorables para nuestra economía.

Tampoco se produjo bajo Rosas la gran afluencia de inmigrantes que caracterizó a la época constitucional. Pero ello no se debió a la supuesta xenofobia del régimen, ni al temor a la tiranía, sino a una circunstancia ajena al país. No había inmigración, simplemente, porque no se emigraba. El fenómeno inmigratorio americano no obedeció tanto a la esperanza de América cuanto a la desesperación de Europa, y empezó a ocurrir en gran escala y a raíz de la desocupación y las bajas de los salarios provocados en el Viejo Mundo por la implantación del maquinismo, o sea alrededor de 1860. Nada indica que no hubiera ocurrido lo mismo bajo el Restaurador, cuando había garantías de orden y de trabajo cuya ausencia sentirían cruelmente más tarde los desesperados que se acogían a nuestro hogar.

[...]

* En «Historia de la Argentina (1515-1983)», Abeledo Perrot, 15ª edición, Bs.As., 1988, pp.449-452. La primera edición, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954.


[1] Sin insistir sobre los procedimientos que aparecen relatados a lo largo del texto principal, merece recordarse, a propósito del «terror» rosista, lo que dice Julio Irazusta en el tomo I de su Vida de Rosas. 


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