«Semblanza de Alberto Ezcurra Medrano» - Ricardo Curutchet (1917-1996)

«...su vida pública tomó un rumbo invariable en el orden del servicio de la Fe y de la Patria, dos vocaciones compartidas con igual fervor, lo que hizo de él un arquetipo del nacionalista católico o, dicho de otro modo, del católico nacionalista».

Señoras y señores:
Como acaban ustedes de enterarse, me toca a mi reemplazar a don Federico Ibarguren en el trazado de una breve semblanza sobre el autor del libro cuya presentación crítica estará a cargo del Reverendo Padre Alfredo Sáenz. No lo haré con iguales títulos que el doctor Ibarguren por obvias razones, pero también porque él fue más estrictamente contemporáneo y conmilitón que yo de don Alberto Ezcurra Medrano, de quien conserva recuerdos más vivenciales y por ello más valiosos que los míos.

Sin embargo, si bien no tuve le honor de cultivar su amistad en forma directa, sí de conocerlo y tratarlo en lugares de frecuentación común como lo fueron los Cursos de Cultura Católica –sitos ya en la calle Reconquista 572–, en la sede de Restauración –primer movimiento nacionalista confesamente católico, además de hispanista y federal– y, pocos años después, en la histórica Santa Casa de Ejercicios de la calle Independencia al 1100, morada de su capellán, el inolvidable, entrañable e irrepetible Padre Julio Meinvielle, con quien don Alberto estaba unido por estrechísimos vínculos de amistad y de recíproca estimación intelectual.

Por entonces –finales de la década del 30 y comienzos de la siguiente– Ezcurra Medrano ya había dado a luz tres de sus libros («Las Otras Tablas de Sangre», «Catolicismo y Nacionalismo» y «La independencia del Paraguay») y, aproximadamente diez años antes y a los diecinueve de su edad, había formado parte del elenco fundador de «La Nueva República», integrado por hombres de la talla de Rodolfo y Julio Irazusta, Ernesto Palacio, César Pico, Tomás Casares, Juan Emiliano Carulla, Lisardo Zía y Mario Lassaga, primera promoción política del Nacionalismo, personalidades a las que hay que agregar, con singular recuerdo, a Roberto de Laferrére, casi en seguida fundador de la combativa Liga Republicana, agrupación convergente con aquella publicación quincenal en sus propósitos revolucionarios.

Cuando eso ocurría, el joven Ezcurra Medrano acababa de egresar de este colegio Champagnat, en 1927, como miembro integrante de su primera camada de bachilleres, y a partir de ese momento su vida pública tomó un rumbo invariable en el orden del servicio de la Fe y de la Patria, dos vocaciones compartidas con igual fervor, lo que hizo de él un arquetipo del nacionalista católico o, dicho de otro modo, del católico nacionalista; dos substantivos que mutua y necesariamente se adjetivan, según mi modo de ver. Y según el del mismo Ezcurra Medrano. Porque a ambos nos ha constado por nuestras respectivas experiencias, que muchos son los que han llegado al reconocimiento de Dios por la vía de la intelección de la Argentina, y otros tantos a la profesión del nacionalismo por las avenidas de la Fe.

Muy temprano se despierta en don Alberto –en esos años un muchacho veinteañero– su interés por los estudios historiográficos y genealógicos, de los que da abundantísimos testimonios en las páginas de publicaciones de la época como El Baluarte, de 1929, reaparecida en 1933 como Baluarte a secas, a cuyo grupo inicial perteneció junto con Juan Carlos y Luis G. Villagra, y Mario Amadeo; Crisol; Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas –instituto del que también fue fundador, así como miembro de número de su Consejo Académico y vitalicio de su Consejo Supremo– y, sucesivamente a lo largo del tiempo y hasta su muerte en 1982, en La Fronda, Bandera Argentina, Criterio, Nuevo Orden, El Pampero, El Pueblo, Cabildo diario, Genealogía, Nuestro Tiempo, Balcón, Presencia, Jauja, Esquiú, Roma, Cabildo revista, Nueva Política, Sursum y Gladius; citándolas desordenadamente y sólo a las más conocidas, pues su labor fue ingente hasta el punto de que, a más de los cinco libros publicados hasta la fecha, incluido el que presentamos hoy, dejó otros nueve, inéditos.

Aceptado el pensamiento de Ortega de que cada hombre es él y sus circunstancias, debe decirse que ésta fue para Ezcurra Medrano, en el orden político, social y también religioso, la del comienzo y desarrollo de una crisis muy honda, a cuya culminación y desenlace quizá estemos asistiendo en estos días, entendida la expresión, claro está, en un sentido muy lato. Habiendo tomado posición desde muy joven, como queda dicho, en el ángulo de fuego del catolicismo y nacionalismo combatientes y también en el del revisionismo histórico –a cuyo respecto y en uso de un criterio judicativo antiliberal e hispanófilo, fue un connotado precursor–, es oportuno recordar los patronímicos de los hombres con los que naturalmente se vinculó por imperio de una misma sed religiosa, cultural y patriótica, aparte de los ya citados precedentemente: Leonardo Castellani, Benito Raffo Magnasco, Rafael Jijena Sánchez, Juan Antonio Spotorno, Carlos y Pedro Sáenz, Ignacio B. Anzoátegui, Dimas Antuña, Jacobo Fijman, Juan Antonio Ballester Peña, Miguel Ángel Etcheverrigaray, Samuel W. Medrano, Osvaldo Horacio Dondo, Carlos y Federico Ibarguren, Marcelo Sánchez Sorondo, Juan Carlos Goyeneche, fray Mario Pinto, Mario y Carlos Mendióroz, Carlos Steffens Soler, Santiago y José María de Estrada, Héctor Bernardo, Héctor y Jorge Llambías, Francisco Avelino Fornieles, Máximo Etchecopar, Isidoro García Santillán, Enrique María Lagos, Hugo de Achával, Javier Frías, Agustín Garona Carbia, Leopoldo Marechal, Francisco Luis Bernárdez, Pedro Juan Vignale, Raúl de Labougle, Juan Carlos Moreno, Ricardo Font Ezcurra, Alberto Contreras, Héctor Sáenz Quesada, Juan Pablo Oliver, don Carlos Ibarguren, Hugo Wast, José María Rosa, Ramón Doll, Alfredo Villegas Oromí y Manuel Gálvez, entre tantos otros que, con injusticia, la desmemoria omite, constitutivos todos ellos de dos de las generaciones más brillantes de la Argentina contemporánea.

Este gran compatriota, que de su matrimonio con doña María Rosa Uriburu Peró tuvo siete hijos varones, tres de los cuales son sacerdotes de Cristo, falleció a los 73 años en la paz del Señor el 19 de febrero de 1982, dejándonos el alto ejemplo de su vida cabal.

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Hasta aquí una escueta biografía de quien Federico Ibarguren describe así: «De físico enjuto, magro de carnes, exteriormente su silueta nada corpulenta acusaba finos rasgos ascéticos que distinguen a los hombres de raza con fuerte vocación intelectual, contemplativa y espiritualista». Pero a mí me parece que quedaría como desgajada del tiempo y del espacio, si no hiciera, también, con brevedad, una glosa de los temas centrales de su pensamiento y, si se me permite –también con compromiso de parquedad– algunas reflexiones sobre el nacionalismo, según mi leal saber y entender, por creerlo coincidente con el de don Alberto Ezcurra Medrano.

Con referencia a lo primero, sabido es por quien haya leído sus trabajos, –especialmente «Catolicismo y Nacionalismo» cuya primera edición es de 1936, y se refiere a esto específicamente– que él tenía una concepción religiosa de la historia y, por consiguiente, también de la política en cuanto arte de procurar el bien común de los gobernados, entendido éste según «la pura doctrina tomista expresada en De Regno en los siguientes términos: “Puesto que el fin de esta vida que merece aquí abajo el nombre de vida buena, es la beatitud celeste, es propio de la función real (o sea del príncipe, del gobernante) procurar la vida buena de la multitud en cuanto le es necesario para hacerle obtener la felicidad celeste; lo cual significa que el rey (esto es, el gobernante) debe prescribir  lo que conduce a ese fin y, en la medida de lo posible, prohibir lo que se opone”».

En lo atinente al nacionalismo, tras atribuirle un carácter «esencialmente político» le niega la posibilidad y el derecho de prescindir de lo que no sea política y economía y de no definirse ante la Verdad absoluta. Va de suyo que se refiere al nacionalismo católico, porque sigue diciendo: «El Nacionalismo jamás debe perder de vista su ubicación en el terrible drama de la Cristiandad». Para agregar esta tajante definición, sobrecogedora por su implícita exigencia: «Jamás debe olvidar su gloriosa calidad de reacción contra la Apostasía». Y continúa: «No debe olvidar que si bien es una reacción esencialmente política, el mal que combate no es exclusivamente político, ni siquiera principalmente político, sino que obedece a causas filosóficas y religiosas a las cuales necesita remontarse para acertar en su acción política, como la voluntad necesita estar guiada por la razón y por el alma si no quiere ser víctima de sus propios caprichos». Para concluir con este epílogo, que debe tener para quienes como yo –y presumo que como muchos de ustedes– piensan como él, el valor de un precepto imprescriptible: «Sea pues la instauración del Estado en Cristo el punto básico del programa nacionalista».

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Para quienes no piensan así, todo esto parecerá irrisorio, grotescamente irrisorio. Lo cual es lógico y nada preocupante.  Sí lo es, que nuestro propio campo esté invadido no ya sólo por la duda y el relativismo, sino por la redonda negación de este principio. Una vez más, el peor ataque proviene del liberalismo, esa deletérea concepción de la vida según la cual la Libertad es Dios y el Mercado su Profeta. Muchos de entre nosotros lo piensan o lo sienten así porque el bombardeo desde las troneras liberales les ha quebrado las convicciones. Y no nos extrañemos que se precipiten a aplaudir como babiecas a un apostolillo de la buena nueva, llamado Guy Sorman, quien entre algunas cosas sensatas les desliza una marranada como ésta: «Insisto en que el liberalismo es una idea universal, principalmente porque es neutra respecto de las religiones. Se puede ser católico y liberal, protestante y liberal, judío y liberal, y agnóstico y liberal. La religión puede quedar de lado, lo cual es importante». O que en las páginas de una seudo «tribuna de doctrina», lean con deleitosa aprobación esta sutil reflexión de Mario Vargas Llosa, la reciente estrella andina que por lo visto no ha zanjado «la subitaneidad del tránsito» entre el marxismo-leninismo que profesaba ayer y su credo actual de la libertad de mercado: «La integración ha fracasado hasta ahora en América Latina porque tiene un enemigo que en nuestras sociedades atrasadas está vivito y coleando: el nacionalismo… una de la grandes plagas de la humanidad… una tara…». Porque para este inveterado mundialista –sea en su vertiente comunista, sea en la liberal– «en la medida en que nos integremos al mundo vamos a ir diluyendo nuestras fronteras, que es un aspecto fundamental del desarrollo». Y es allí donde para el nuevo prócer peruano radica la salvación. En que se esfumen los perfiles nacionales y se funden en el magma del mercado planetario en el seno del Mundo Uno.

Por eso es tan oportuno y saludable volver al pensamiento robusto de hombres como don Alberto Ezcurra Medrano y la mirada a su alta ejemplaridad humana. No sin antes recordar, porque vienen al caso, esta sentencia del Eclesiastés, repetida en su momento por San Pío X: «Los pueblos son lo que quieren sus gobernantes», y este exabrupto pontificio: «Sufragio universal, mentira universal», de Pío IX, de feliz memoria.

* Texto copiado de los papeles personales del autor, y que fue pronunciado en la presentación del libro «Historia del Anticristo» de Alberto Ezcurra Medrano, realizada en el Colegio Champagnat de Buenos Aires, el 6 de junio de 1990.

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