«Discurso en la inauguración del Valle de los Caídos - 2 de abril de 1959» - Francisco Franco Bahamonde (1892-1975)
Nuestra guerra no fue,
evidentemente, una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada; como la
calificó entonces nuestro Pontífice reinante; la gran epopeya de una nueva y
para nosotros trascendente independencia. Jamás se dieron en nuestra Patria en
menos tiempo más y mayores ejemplos de heroísmo y se santidad, son una debilidad,
sin una apostasía, sin un renunciamiento. Habría que descender a las
persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido.
En todo el desarrollo de nuestra
Cruzada hay mucho de providencial y de milagroso. ¿De qué otra forma podríamos
calificar la ayuda decisiva que en tantas vicisitudes recibimos de la
protección divina? ¿Cómo explicar aquel primer legado, providencial e inesperado,
que en los momentos más graves de nuestra guerra recibimos, cuando la
inferioridad de nuestro armamento era patente y con el arrojo teníamos que
sustituir los medios y que nos llegó, como llovido del cielo, en un barco con
ocho mil toneladas de armamento, apresado en la oscuridad de la noche por
nuestra Marina de guerra a nuestros adversarios? Ocho mil toneladas de material
que comprendían varios miles de fusiles ametralladores, de morteros, de
ametralladoras y cañones con sus dotaciones, que constituían el más codiciado
botín de guerra que pudiéramos soñar y que desde entonces formó la primera base
de nuestro armamento.
En aquellos momentos
representaba esto mucho más que una gran batalla ganada, al restarse al enemigo
aquel potencial de guerra y venir a sumarse a nuestra fortaleza. Y no es una,
sino varias las veces que, al correr de nuestra campaña, se repetían los hechos
providenciales que nos favorecían. ¿Y qué pensar de los desenlaces de las
grandes batallas, cuyas crisis victoriosas, sin que nadie se lo propusiese, se
resolvieron siempre en los días de las mayores solemnidades de nuestra Santa
Iglesia?
Sólo el simple enunciado de
estos hechos justificaría esta obra de levantar en este valle ubicado en el
centro de nuestra Patria un gran templo al Señor, que expresase nuestra
gratitud y acogiese dignamente los restos de quienes nos legaron aquellas gestas
de santidad y heroísmo.
La Naturaleza parecía, habernos
reservado este magnífico escenario de la Sierra, con la belleza de sus duros e
ingentes peñascos, con la reciedumbre de nuestro carácter; con sus laderas
ásperas, dulcificadas por la ascensión penosa del arbolado, como ese trabajo
que la Naturaleza nos impone; y con sus cielos puros, que sólo parecían esperar
los brazos de la Cruz y el sonar de las campanas para componer el maravilloso
conjunto.
Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra liberación para que pueda ser olvidado; pero la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos.
La anti España fue vencida y
derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar la cabeza en
el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la
innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario
cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de las nuevas
generaciones.
La
principal virtualidad de nuestra Cruzada de Liberación fue el habernos devuelto
a nuestro ser, que España se haya encontrado de nuevo a sí misma, que nuestras
generaciones se sintieran capaces de emular lo que otras generaciones pudieran
haber hecho. El genio español surgió en mil manifestaciones: desde
aquellas Milicias en que cristalizó el entusiasmo popular en los primeros
momentos, y que formaron el primer núcleo de nuestras fuerzas de
choque, a los alféreces provisionales que nuestra capacidad de improvisación
creó para el encuadramiento de nuestras tropas, y que habrían de asombrar a
todos por su espíritu y aptitud para el mando. Así iban surgiendo las legiones
de héroes y la innumerable floración de mártires. No importaba dónde, si en la
tierra, en el mar o en el aire; si entre infantes o jinetes, artilleros o
ingenieros, falangistas, requetés o legionarios. Era el soldado español en
todas sus versiones. Sus sangres se confundían en la Cruzada heroica, en el
común ideal de nuestro Movimiento.
Conforme los días pasaban, el
Movimiento calaba en las entrañas de nuestra Patria. Todo en nuestra Nación se
hacía Movimiento. No sólo marchaba con nuestras banderas victoriosas, sino que
nos salía al encuentro en las poblaciones que liberábamos. Nuestros himnos se
musitaban en las cárceles, se extendían por los campos, se susurraban en los
hogares y salían al exterior como una explosión de cantos de esperanza al ser
liberados.
Nuestra Victoria no fue una
Victoria parcial, sino una Victoria total y para todos. No se administró en
favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la Nación. Fue una
Victoria de la unidad del pueblo español, confirmada al correr de estos veinte
años. Los bienes espirituales que sobre España se derramaron; la coincidencia
de pensamiento y el ambiente que hace fructífero el trabajo; la plenitud de
seguridad, sin zozobras, temores ni intranquilidad para el futuro; la firmeza y
seguridad con que viene desarrollándose nuestro progreso económico-social; el
afianzamiento de un clima de entendimiento y unidad y los ingentes esfuerzos de
engrandecimiento y transformación de la vida española; han creado un
estado de conciencia en toda la vida nacional, que ya no admite el viejo
espíritu de las banderías y domina a todos un afán común de participar en
la gran tarea de resurgimiento y de transformación de nuestra Patria.
Con la Victoria, como sabéis, no
acabó nuestra lucha. A las batallas de la guerra siguieron las no menos
importantes de la paz, en las que desde el exterior se intentó la reversión de
nuestra Victoria y que dio lugar a que se exteriorizase la fortaleza de nuestro
Movimiento político, al unirnos como un solo hombre en defensa de nuestra
razón, y en el que cada uno, desde el puesto que le correspondía en la vida,
habéis venido asistiéndome con vuestra recia fidelidad.
Hoy, que hemos visto la suerte
que corrieron en Europa tantas naciones, algunas católicas como nosotros, de
nuestra misma civilización, y que contra su voluntad cayeron bajo la esclavitud
comunista, podemos comprender mejor la trascendencia de nuestro Movimiento
político y el valor que tiene la permanencia de nuestros ideales y de nuestra
paz interna.
Un
defecto de nuestro carácter es el de realizar grandes esfuerzos para dejarnos
caer más tarde en la laxitud y en la confianza. En el tiempo que corremos no
cabe el descanso. No es época en que se puedan desmovilizar los espíritus
después de la batalla, ya que el enemigo no descansa y gasta sumas ingentes
para minar y destruir nuestros objetivos. Se hace necesaria la tensión de un
Movimiento político que levantado sobre los principios proclamados que nos son
comunes mantenga el fuego sagrado de su defensa.
Hoy sois vosotros, nuestros
combatientes, los que por haber llegado a la mitad de vuestra vida cubrís
puestos en las actividades más diversas e importantes de la Patria,
imprimiéndole una doble seguridad. Interesa el que mantengáis con ejemplaridad
y pureza de intenciones la hermandad forjada en las filas de la Cruzada, que
evitéis que el enemigo, siempre al acecho, pueda infiltrarse en vuestras filas;
que inculquéis en vuestros hijos y proyectéis sobre las generaciones que os
sucedan la razón permanente de nuestro Movimiento, y habréis cumplido el
mandato sagrado de nuestros muertos. No
sacrificaron ellos sus preciosas vidas para que nosotros podamos descansar. Nos
exigen montar la guardia fiel de aquello por lo que murieron; que mantengamos
vivas de generación en generación las lecciones de la Historia para hacer
fecunda la sangre que ellos generosamente derramaron, y que, como decía José
Antonio, fuese la suya la última sangre derramada en contiendas entre
españoles.
¡Arriba España!
* En el diario «ABC», Madrid – 2 de abril de 1959.
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