«Cristo Rey» - P. Leonardo Castellani (1899-1981)
El año 1925, accediendo a una
solicitud firmada por más de ochocientos obispos, el Papa Pío XI instituyó para
toda la Iglesia la festividad de Cristo Rey, fijada en el último domingo
del mes de octubre. Esta nueva invocación de Cristo, nueva y sin embargo tan
antigua como la Iglesia, tuvo muy pronto sus mártires, en la persecución que la
masonería y el judaísmo desataron en Méjico, con la ayuda de un imperialismo
extranjero: sacerdotes, soldados, jóvenes de Acción Católica y aun mujeres que
murieron al grito de ¡Viva Cristo Rey!
Esta proclamación del poder de
Cristo sobre las naciones se hacía contra el llamado liberalismo. El
liberalismo es una peligrosa herejía moderna que proclama la libertad y
toma su nombre de ella. La libertad es un gran bien que, como todos los grandes
bienes, sólo Dios puede dar; y el liberalismo lo busca fuera de Dios; y de ese
modo sólo llega a falsificaciones de la libertad. Liberales fueron los que en
el pasado siglo rompieron con la Iglesia, maltrataron al Papa y quisieron
edificar naciones sin contar con Cristo. Son hombres que desconocen la
perversidad profunda del corazón humano, la necesidad de una redención, y en el
fondo, el dominio universal de Dios sobre todas las cosas, como Principio y
como Fin de todas ellas, incluso las sociedades humanas. Ellos son los que
dicen: Hay que dejar libres a todos, sin ver que el que deja libre a un
malhechor es cómplice del malhechor. Hay que respetar todas las opiniones,
sin ver que el que respeta las opiniones falsas es un falsario. La religión
es un asunto privado, sin ver que, siendo el hombre naturalmente social, si
la religión no tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve para nada,
ni siquiera para lo privado.
Contra este pernicioso error, la
Iglesia arbola hoy la siguiente verdad de fe: Cristo es Rey, por
tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle un
verdadero poder sobre los hombres. Es Rey por título de nacimiento, por ser el
Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las cosas; es Rey por
título de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha existido ni existirá,
y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su doctrina y su sangre
a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.
Me diréis vosotros: eso está muy
bien, pero es un ideal y no una realidad. Eso será en la otra vida o en un
tiempo muy remoto de los nuestros; pero hoy día... Los que mandan hoy día no
son los mansos, como Cristo, sino los violentos; no son los pobres, sino los
que tienen plata; no son los católicos, sino los masones. Nadie hace caso al
Papa, ese anciano vestido de blanco que no hace más que mandarse proclamas
llenas de sabiduría, pero que nadie obedece. Y el mar de sangre en que se está
revolviendo Europa, ¿concuerda acaso con ningún reinado de Cristo?
La respuesta a esta duda está en
la respuesta de Cristo a Pilatos, cuando le preguntó dos veces si realmente se
tenía por Rey. Mi Reino no procede de este mundo. No es como los reinos
temporales, que se ganan y sustentan con la mentira y la violencia; y en todo
caso, aun cuando sean legítimos y rectos, tienen fines temporales y están
mechados y limitados por la inevitable imperfección humana. Rey de verdad, de paz
y de amor, mi Reino procedente de la Gracia reina invisiblemente en los
corazones, y eso tiene más duración que los imperios. Mi Reino no surge de aquí
abajo, sino que baja de allí arriba; pero eso no quiere decir que sea una mera
alegoría, o un reino invisible de espíritus. Digo que no es de aquí,
pero no digo que no está aquí. Digo que no es carnal, pero no digo que
no es real. Digo que es reino de almas, pero no quiero decir reino de
fantasmas, sino reino de hombres. No es indiferente aceptarlo o no, y es
supremamente peligroso rebelarse contra él. Porque Europa se rebeló contra él
en estos últimos tiempos, Europa y con ella el mundo todo se halla hoy día en
un desorden que parece no tener compostura, y que sin Mí no tiene compostura...
Mis hermanos: porque Europa
rechazó la reyecía de Jesucristo, actualmente no puede parar en ella ni Rey ni
Roque. Cuando Napoleón I, que fue uno de los varones (y el más grande de todos)
que quisieron arreglar a Europa sin contar con Jesucristo, se ciñó en Milán la
corona de hierro de Carlomagno, cuentan que dijo estas palabras: Dios me la
dio, nadie me la quitará. Palabras que a nadie se aplican más que a Cristo.
La corona de Cristo es más fuerte, es una corona de espinas. La púrpura real de
Cristo no se destiñe, está bañada en sangre viva. Y la caña que le pusieron por
burla en las manos, se convierte de tiempo en tiempo, cuando el mundo cree que
puede volver a burlarse de Cristo, en un barrote de hierro. Et reges eos in
virga férrea (Los regirás con vara de hierro).
Veamos la demostración de esta
verdad de fe, que la Santa Madre Iglesia nos propone a creer y venerar en la
fiesta del último domingo del mes de la primavera, llamando en nuestro auxilio
a la Sagrada Escritura, a la Teología y a la Filosofía, y ante todo a la
Santísima Virgen Nuestra Señora con un Ave María.
✠ ✠ ✠
Los cuatro Evangelistas ponen la
pregunta de Pilatos y la respuesta afirmativa de Cristo:
–¿Tú eres el Rey de los
Judíos?
–Yo lo soy.
¿Qué clase de rey será éste, sin ejércitos, sin palacios, atadas las manos, impotente y humillado? – debe de haber pensado Pilatos.
San Juan, en su capítulo XVIII,
pone el diálogo completo con Pilatos, que responde a esta pregunta:
Entró en el Pretorio, llamó a
Jesús y le dijo: ¿Tú eres el Rey de los Judíos?
Respondió Jesús: ¿Eso lo
preguntas de por ti mismo, o te lo dijeron otros?
Respondió Pilatos: ¿Acaso yo
soy judío? Tu gente y los pontífices te han entregado. ¿Qué has hecho?
Respondió Jesús, ya satisfecho
acerca del sentido de la pregunta del gobernador romano, al cual maliciosamente
los judíos le habían hecho temer que Jesús era uno de tantos intrigantes,
ambiciosos de poder político:
Mi reino no es de este mundo.
Si de este mundo fuera mi reino, Yo tendría ejércitos, mi gente lucharía por Mí
para que no cayera en manos de mis enemigos. Pero es que mi Reino no es de
aquí. Es decir, mi Reino tiene su principio en el cielo, es un Reino
espiritual que no viene a derrocar al César, como tú temes, ni a pelear por
fuerza de armas contra los reinos vecinos, como desean los judíos. Yo no digo
que este Reino mío, que han predicho los profetas, no esté en este mundo; no digo
que sea un puro reino invisible de espíritus, es un reino de hombres; Yo digo
que no proviene de este mundo, que su principio y su fin están más arriba y más
abajo de las cosas inventadas por el hombre. El profeta Daniel, resumiendo los
dichos de toda una serie de profetas, dijo que después de los cuatro grandes
reinos que aparecerían en el Mediterráneo, el reino de la Leona, del Oso, del
Leopardo y de la Bestia Poderosa, aparecería el Reino de los Santos, que
duraría para siempre. Ése es mi Reino...
Esa clase de reinos espirituales
no los entendía Pilatos, ni le daban cuidado. Sin embargo, preguntó de nuevo,
quizá irónicamente:
–Entonces, ¿te afirmas en que
eres Rey?
–Sí lo soy, –respondió
Jesús tranquilamente; y añadió después mirándolo cara a cara: –Yo para eso
nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es
de la Verdad oye mi voz.
Dijo Pilatos: –¿Qué es la
Verdad?
Y sin esperar respuesta, salió a
los judíos y les dijo: –Yo no le veo culpa.
Pero ellos gritaron: –Todo el
que se hace Rey, es enemigo del César. Si lo sueltas a éste, vas en contra del
César.
He aquí solemnemente afirmada
por Cristo su reyecía, al fin de su carrera, delante de un tribunal, a riesgo y
costa de su vida; y a esto le llama Él dar testimonio de la Verdad, y afirma
que su Vida no tiene otro objeto que éste. Y le costó la vida, salieron con la
suya los que dijeron: «No queremos a éste por Rey, no tenemos más Rey que el
César»; pero en lo alto de la Cruz donde murió este Rey rechazado, había un
letrero en tres lenguas, hebrea, griega y latina, que decía: Jesús Nazareno
Rey de los Judíos; y hoy día, en todas las iglesias del mundo y en todas
las lenguas conocidas, a 2.000 años de distancia de aquella afirmación
formidable: «Yo soy Rey», miles y miles de seres humanos proclaman junto
con nosotros su fe en el Reino de Cristo y la obediencia de sus corazones a su
Corazón Divino.
Por encima del clamor de la
batalla en que se destrozan los humanos, en medio de la confusión y de las
nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones por las
tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia Católica,
imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su Divino Maestro
testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo. Por encima
del tumulto y de la polvareda, con los ojos fijos en la Cruz, firme en su
experiencia de veinte siglos, segura de su porvenir profetizado, lista para
soportar la prueba y la lucha en la esperanza cierta del triunfo, la Iglesia,
con su sola presencia y con su silencio mismo, está diciendo a todos los
Caifás, Herodes y Pilatos del mundo que aquella palabra de su divino Fundador
no ha sido vana.
En el primer libro de las
Visiones de Daniel, cuenta el profeta que vio cuatro Bestias disformes y
misteriosas que, saliendo del mar, se sucedían y destruían una a la otra; y
después de eso vio a manera de un Hijo del Hombre que viniendo de sobre
las nubes del cielo se llegaba al trono de Dios; y le presentaron a Dios, y
Dios le dio el Poderío, el Honor y el Reinado, y todos los pueblos, tribus y
lenguas le servirán, y su poder será poder eterno que no se quitará, y su reino
no se acabará.
Entonces me llegué lleno de
espanto –dice Daniel– a uno de los presentes, y le pregunté la verdad de todo
eso. Y me dijo la interpretación de la figura: «Estas cuatro bestias magnas son
cuatro Grandes Imperios que se levantarán en la tierra (a saber, Babilonia,
Persia, Grecia y Roma, según estiman los intérpretes) , y después recibirán el
Reino los santos del Dios altísimo y obtendrán el reino por siglos y por siglos
de siglos».
Esta palabra misteriosa,
pronunciada 500 años antes de Cristo, no fue olvidada por los judíos. Cuando
Juan Bautista empieza a predicar en las riberas del Jordán: «Haced
penitencia, que está cerca el Reino de Dios», todo ese pequeño pueblo
comprendido entre el Mediterráneo, el Líbano, el Tiberíades y el Sinaí resonaba
con las palabras de Gran Rey, Hijo de David, Reino de Dios. Las setenta
semanas de años que Daniel había predicho entre el cautiverio de Babilonia y la
llegada del Salvador del Mundo, se estaban acabando; y los profetas habían
precisado de antemano, en una serie de recitados enigmáticos, una gran cantidad
de rasgos de su vida y su persona, desde su nacimiento en Belén hasta su
ignominiosa muerte en Jerusalén. Entonces aparece en medio de ellos ese joven
doctor impetuoso, que cura enfermos y resucita muertos, a quien el Bautista
reconoce y los fariseos desconocen, el cual se pone a explicar metódicamente en
qué consiste el Reino de Dios, a desengañar ilusos, a reprender poderosos, a
juntar discípulos, a instituir entre ellos una autoridad, a formar una pequeña
e insignificante sociedad, más pequeña que un grano de mostaza, y a prometer a
esa Sociedad, por medio de hermosísimas parábolas y de profecías
deslumbradoras, los más inesperados privilegios: durará por todos los siglos,
se difundirá por todas las naciones, abarcará todas las razas; el que entre en
ella, estará salvado; el que la rechace, estará perdido; el que la combata, se
estrellará contra ella; lo que ella ate en la tierra, será atado en el cielo, y
lo que ella desate en la tierra, será desatado en el cielo. Y un día, en las
puertas de Cafarnaúm, aquel Varón extraordinario, el más modesto y el más
pretencioso de cuantos han vivido en este mundo, después de obtener de sus
rudos discípulos el reconocimiento de que él era el Ungido, el Rey, y
más aún, el mismo Hijo Verdadero de Dios vivo, se dirigió al discípulo
que había hablado en nombre de todos y solemnemente le dijo: Y Yo a ti te
digo que tú eres Kefá, que significa piedra, y sobre esta piedra Yo levantaré
mi Iglesia, y los poderes infernales no prevalecerán contra ella, y te daré las
llaves del Reino de los Cielos. Y Yo estaré con vosotros hasta la consumación
de los siglos.
Y desde entonces, vióse algo único en el mundo: esa pequeña Sociedad fue creciendo y durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie ha podido matarla. Mataron a su Fundador, mataron a todos sus primeros jefes, mataron a miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la esperaban al salir mismo de su cuna; y muchísimas veces dijeron que la habían matado a ella, cantaron victoria sus enemigos, las fuerzas del mal, las Puertas del Infierno, la debilidad, la pasión, la malicia humana, los poderes tiránicos, las plebes idiotizadas y tumultuantes, los entendimientos corrompidos, todo lo que en el mundo tira hacia abajo, se arrastra y se revuelca –la corrupción de la carne y la soberbia del espíritu aguijoneados por los invisibles espíritus de las tinieblas–; todo ese peso de la mortalidad y la corrupción humana que obedece al Ángel Caído, cantó victoria muchas veces y dijo: «Se acabó la Iglesia». El siglo pasado, no más, los hombres de Europa más brillantes, cuyos nombres andaban en boca de todos, decían: «Se acabó la iglesia, murió el Catolicismo». ¿Dónde están ellos ahora? Y la Iglesia, durante veinte siglos, con grandes altibajos y sacudones, por cierto, como la barquilla del Pescador Pedro, pero infalible irrefragablemente, ha ido creciendo en número y extendiéndose en el mundo; y todo cuanto hay de hermoso y de grande en el mundo actual se le debe a ella; y todas las personas más decentes, útiles y preclaras que ha conocido la tierra han sido sus hijos; y cuando perdía un pueblo, conquistaba una Nación; y cuando perdía una Nación, Dios le daba un Imperio; y cuando se desgajaba de ella media Europa, Dios descubría para ella un Mundo Nuevo; y cuando sus hijos ingratos, creyéndose ricos y seguros, la repudiaban y abandonaban y la hacían llorar en su soledad y clamar inútilmente en su paciencia...; cuando decían: «Ya somos ricos y poderosos y sanos y fuertes y adultos, y no necesitamos nodriza», entonces se oía en los aires la voz de una trompeta, y tres jinetes siniestros se abatían sobre la tierra:
uno en un caballo rojo, cuyo
nombre es La Guerra;
otro en un caballo negro, cuyo
nombre es El Hambre;
otro en un caballo bayo, cuyo
nombre es La Persecución Final;
y los tres no pueden ser
vencidos sino por Aquel que va sobre el caballo blanco, al cual le ha sido dada
la espada para que venza, y que tiene escrito en el pecho y en la orla de su
vestido: Rey de Reyes y Señor de Dominantes.
El pobre miope no ve que Cristo
está volviendo en estos momentos al mundo, pero está volviendo como Rey (¿o qué
se ha pensado él que es un Rey?); está volviendo de Ezrah, donde pisó el lagar
Él solo con los vestidos salpicados de rojo, como lo pintaron los profetas, y
tiene en la mano el bieldo y la segur para limpiar su heredad y para podar su
viña. ¿O se ha pensado él que Jesucristo es una reina de juegos florales?
Y
ésta es la respuesta a los que hoy día se escandalizan de la impotencia del
Cristianismo y de la gran desolación espiritual y material que reina en la
tierra. Creen que la guerra actual es una gran desobediencia a Cristo, y
en consecuencia dudan de que Cristo sea realmente Rey, como dudó Pilatos,
viéndole atado e impotente. Pero la guerra actual no es una gran desobediencia
a Cristo: es la consecuencia de una gran desobediencia, es el castigo de
una gran desobediencia y –consolémonos- es la preparación de una gran
obediencia y de una gran restauración del Reino de Cristo. Porque se me
subleven una parte de mis súbditos, Yo no dejo de ser Rey mientras conserve el
poder de castigarlos, dice Cristo. En la última parábola que San Lucas
cuenta, antes de la Pasión, está prenunciado eso: «Semejante es el Reino de
los cielos a un Rey que fue a hacerse cargo de un Reino que le tocaba por
herencia. Y algunos de sus vasallos le mandaron embajada, diciendo: No queremos
que éste reine sobre nosotros. Y cuando se hizo cargo del Reino, mandó que le
trajeran aquellos sublevados y les dieran muerte en su presencia». Eso contó Nuestro Señor Jesucristo hablando de sí mismo;
y cuando lo contó, no se parecía mucho a esos Cristos melosos, de melena rubia,
de sonrisita triste y de ojos acaramelados que algunos pintan. Es un Rey
de paz, es un Rey de amor, de verdad, de mansedumbre, de dulzura para los que
le quieren; pero es Rey verdadero para todos, aunque no le quieran, ¡y tanto
peor para el que no le quiera! Los hombres y los pueblos podrán rechazar la
llamada amorosa del Corazón de Cristo y escupir contra el cielo; pero no pueden
cambiar la naturaleza de las cosas. El hombre es un ser dependiente, y si no
depende de quien debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a
Cristo, tendrá el demonio por dueño. «No podéis servir a Dios y a las
riquezas», dijo Cristo, y el mundo moderno es el ejemplo lamentable: no
quiso reconocer a Dios como dueño, y cayó bajó el dominio de Plutón, el demonio
de las riquezas.
En
su encíclica Quadragesimo Anno, el Papa Pío XI describe de este modo la
condición del mundo de hoy, desde que el Protestantismo y el Liberalismo lo
alejaron del regazo materno de la Iglesia, y decidme vosotros si el retrato es
exagerado:
«La libre concurrencia se destruyó a sí misma; al libre cambio ha sucedido una dictadura económica. El hambre y sed de lucro ha suscitado una desenfrenada ambición de dominar. Toda la vida económica se ha vuelto horriblemente dura, implacable, cruel. Injusticia y miseria. De una parte, una inmensa cantidad de proletarios; de otra, un pequeño número de ricos provistos de inmensos recursos, lo cual prueba con evidencia que las riquezas creadas en tanta copia por el industrialismo moderno no se hallan bien repartidas»[1].
El mismo Carlos Marx, patriarca del socialismo moderno, pone el principio del moderno capitalismo en el Renacimiento, es decir, cuando comienza el gran movimiento de desobediencia a la Iglesia; y añora el judío ateo los tiempos de la Edad Media, en que el artesano era dueño de sus medios de producción, en que los gremios amparaban al obrero, en que el comercio tenía por objeto el cambio y la distribución de los productos y no el lucro y el dividendo, y en que no estaba aún esclavizado al dinero para darle una fecundidad monstruosa. Añora aquel tiempo, que si no fue un Paraíso Terrenal, por lo menos no fue una Babel como ahora, porque los hombres no habían recusado la Reyecía de Jesucristo.
Los males que hoy sufrimos,
tienen, pues, raíz vieja; pero consolémonos, porque ya está cerca el jardinero
con el hacha. Estamos al fin de un proceso morboso que ha durado cuatro siglos.
Vosotros sabéis que en el llamado Renacimiento había un veneno de paganismo,
sensualismo y descreimiento que se desparramó por toda Europa, próspera
entonces y cargada de bienestar como un cuerpo pletórico. Ese veneno fue el
fermento del Protestantismo; rebelión de los ricos contra los pobres,
como lo llamó Belloc, que rompió la unidad de la Iglesia, negó el Reino Visible
de Cristo, dijo que Cristo fue un predicador y un moralista, y no un Rey;
sometió la religión a los poderes civiles y arrebató a la obediencia del Sumo
Pontífice casi la mitad de Europa. Las naciones católicas se replegaron sobre
sí mismas en el movimiento que se llamó Contrarreforma, y se ocuparon en
evangelizar el Nuevo Mundo, mientras los poderes protestantes inventaban el
Puritanismo, el Capitalismo y el Imperialismo. Entonces empezó a invadir las
naciones católicas una a modo de niebla ponzoñosa proveniente de los
protestantes, que al fin cuajó en lo que llamamos Liberalismo, el cual a
su vez engendró por un lado el Modernismo y por otro el Comunismo.
Entonces fue cuando sonó en el cielo la trompeta de la cólera divina, que nadie
dejó de oír; y el Hombre Moderno, que había caído en cinco idolatrías y cinco
desobediencias, está siendo probado y purificado ahora por cinco castigos y
cinco penitencias:
Idolatría de la Ciencia,
con la cual quiso hacer otra torre de Babel que llegase hasta el cielo; y la
ciencia está en estos momentos toda ocupada en construir aviones, bombas y
cañones para voltear casas y ciudades y fábricas.
Idolatría de la Libertad,
con la cual quiso hacer de cada hombre un pequeño y caprichoso caudillejo; y
éste es el momento en que el mundo está lleno de despotismo y los pueblos
mismos piden puños fuertes para salir de la confusión que creó esa libertad
demente.
Idolatría del Progreso,
con el cual creyeron que harían en poco tiempo otro Paraíso Terrenal; y he aquí
que el Progreso es el Becerro de Oro que sume a los hombres en la miseria, en
la esclavitud, en el odio, en la mentira, en la muerte.
Idolatría de la Carne, a
la cual se le pidió el cielo y las delicias del Edén; y la carne del hombre
desvestida, exhibida, mimada y adorada, está siendo destrozada, desgarrada y
amontonada como estiércol en los campos de batalla.
Idolatría del Placer, con
el cual se quiere hacer del mundo un perpetuo Carnaval y convertir a los
hombres en chiquilines agitados e irresponsables; y el placer ha creado un
mundo de enfermedades, dolencias, y torturas que hacen desesperar a todas las
facultades de medicina.
Esto decía no hace mucho tiempo un gran obispo de Italia, el arzobispo de Cremona, a sus fieles.
¿Y nuestro
país? ¿Está libre de contagio? ¿Está puro de mancha? ¿Está limpio de pecado?
Hay muchos que parecen creerlo así, y viven de una manera enteramente
inconsciente, pagana, incristiana, multiplicando los errores, los escándalos,
las iniquidades, las injusticias. Es un país tan ancho, tan rico, tan generoso,
que aquí no puede pasar nada; queremos estar en paz con todos, vender nuestras
cosechas y ganar plata; tenemos gobernantes tan sabios, tan rectos y tan
responsables; somos tan democráticos, subimos al gobierno solamente a aquel que
lo merece; tenemos escuelas tan lindas; tenemos leyes tan liberales; hay
libertad para todo; no hay pena de muerte; si un hombre agarra una criaturita
en la calle, la viola, la mata y después la quema, ¡qué se va a hacer,
paciencia!; tenemos la prensa más grande del mundo: por diez centavos nos dan
doce sábanas de papel llenas de informaciones y de noticias; tenemos la
educación artística del pueblo hecha por medio del cine y de la radiotelefonía;
¡qué pueblo más bien educado va a ir saliendo, un pueblo artístico! ¡Qué país,
mi amigo, qué país más macanudo! –¿Y reina Cristo en este país? –¿Y cómo no va
a reinar? Somos buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?
Tengo miedo de los grandes
castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes colectivos. Este país está
dormido, y no veo quién lo despierte. Este país está engañado, y no veo quién
lo desengañe. Este país está postrado, y no se ve quién va a levantarlo.
Pero este país todavía no ha renegado de Cristo; y sabemos por tanto que hay alguien capaz de levantarlo. Preparémonos a su Venida y apresuremos su Venida. Podemos ser soldados de un gran Rey; nuestras pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo absoluto. Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie, la mezquindad de nuestros pequeños caprichos, ambiciones y fines particulares. El que pueda hacer caridad, que se sacrifique por su prójimo, o solo, o en su parroquia, o en las Sociedades Vicentinas... El que pueda hacer apostolado, que ayude a Nuestro Cristo Rey en la Acción Católica o en las Congregaciones. El que pueda enseñar, que enseñe, y el que pueda quebrantar la iniquidad, que la golpee y que la persiga, aunque sea con riesgo de la vida. Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores nuestra vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina de los ángeles y de los hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia del mundo, sabiendo que nuestro Rey es invencible, qué su Reino no tendrá fin, que su triunfo y Venida no está lejos y que su recompensa supera todas las vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y la mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso.
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