«El Nacionalismo» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)
«Para defender lo nacional, el nacionalismo
se coloca por encima tanto de la política de campanarios como de las
rivalidades mercantiles o de la lucha facciosa».
Una de esas palabras
características por su sentido equívoco es la palabra nacionalismo.
Sobre ella haremos algunas precisiones. De más está decir que con lo que aquí
se lea no pretendemos convencer al temperamento exaltado que se arroja ciego,
como el toro, tras el color que excita su cólera. Nuestro propósito es más
modesto; consiste, simplemente, en procurar que toda disposición desapasionada
encuentre aquí alguna aclaración útil que le pueda valer para esclarecer el
juicio al considerar conductas. Con ello, quizá, podrá librarse de caer víctima
de esa arma moderna y aceptada en ambientes que presumen de honorables, que es
la calumnia.
La calumnia para lograr su
propósito se vale, en casos como éste, de la pluralidad de sentidos que puede
darse a una palabra. Su táctica consiste en la machacona repetición del
significado falso, lo cual, es inútil negarlo, tiene su eficacia. Pero aunque
el procedimiento de la insistencia para influir sobre el juicio presupone
necesidad e ignorancia en aquellos a quienes se dirige, logra, sin duda, aun en
las clases aparentemente más cultas, un éxito muy superior a los recursos
lógicos.
Así, nombrar en la Argentina, en
determinados ambientes, la palabra nacionalismo es casi como provocar un
incidente o un movimiento instintivo de defensa entre ciertas señoras que
piensan, aterradas, que van a comenzar los explosivos. En los sectores
populares, por el contrario, la palabra aparece rodeada de gallardía y amor
patrio, de serena afirmación de unos valores que el pueblo siente, aunque las
más de las veces le falta exactitud para expresarlas. Tiene, por lo tanto,
dicha palabra entre nosotros un sentido de elogio o vituperio, según la
condición de los usuarios.
Bien; ¿cómo comenzar a decir en
qué consiste nuestro nacionalismo sin antes afirmar que puede haber
nacionalismos distintos del nuestro? Así también hay distintas interpretaciones
de la palabra democracia, maneras diversas de concebir la libertad
y –si se nos permite– diferentes formas, también de considerar la revolución de
Mayo y la batalla de Caseros.
Es nacionalista quien –en
forma instintiva, que es cómo adhiere la mayoría en política, o claramente
explicitada, como lo hacen los menos, los que reflexionan– concede al interés
nacional la preferencia en el gobierno del Estado sobre cualquier otra norma
jurídica o social. Si esta supremacía está considerada como relativa y
condicionada a valores trascendentes –y a valores de ética y de justicia–
aceptados como superiores, tendremos el sentido exacto y sano de la palabra.
El nacionalismo revela,
pues, en el cuerpo social que lo posee, una sólida higiene moral que suscita una
reacción saludable y tutelar sobre cualquier tendencia corruptora o anárquica.
Es esa reacción que hace que un pueblo sano elimine periódicamente las toxinas
de toda especie que envenenan su organismo. En tal sentido podría identificarse
nacionalismo con patriotismo.
En la etimología de las palabras
encontramos la identidad que nos interesa destacar. Nación viene del latín natio
e indica el lugar en que se nace, y patria viene de patrius=terra patrus
y significa la tierra de los padres. Y, en general, es en la tierra de los
padres donde se nace. Por lo tanto, de hecho ambos conceptos se confunden
cuando el nacionalismo se mantiene dentro de los justos límites que
hemos señalado. No hay nacionalismo, como no hay patriotismo, sino
cuando hay consagración al desarrollo o la defensa de la Nación o de la
Patria.
Pero el nacionalismo como
fenómeno político siempre aparece como reacción del sentimiento nacional contra
las influencias perniciosas que tienden a disociar a la Patria. Influencias
externas que gravitan peligrosamente sobre grupos o tendencias interiores;
penetración exagerada de la finanza extranjera o difusión de doctrinas y
métodos que desorganizan y ponen en peligro el equilibrio político o el interés
nacional. Para defender lo nacional, el nacionalismo se coloca por
encima tanto de la política de campanarios como de las rivalidades mercantiles
o de la lucha facciosa.
Como es una reacción que se da
cuando las normas no se respetan y la justicia ha sido invadida por la pasión,
el nacionalismo busca un Estado basado en el derecho, un Estado que
aplique eficazmente el derecho, un Estado que reconozca por encima de su poder
un principio y un centro.
Como vemos, en la definición de nacionalismo
se afirma la esencia misma de la Nación; es, por lo tanto, una tradición a
continuar, un interés superior a atender, una solidaridad a reconstruir; es, en
fin, una idea alta y generosa que se opondrá por su misma dialéctica interior
al individualismo mezquino, a la fragmentación de la comunidad en sectas
antagónicas y a la descomposición social.
Por eso sus representantes
despertarán resistencia; porque hieren intereses creados. Por eso se los
calumniará; porque la conducta recta es un reproche para lo hombres sin
conducta. Por eso encontrarán obstáculos en su camino; porque no asumen una
tarea fácil los que se propongan lograr que un país de 18.000.000 de habitantes
no sea al mismo tiempo un país de 18.000.000 de egoísmos.
«Ama siempre a tus prójimos
–escribe San Agustín en DE LIBERO ARBITRIO– y más que a tus prójimos, a tus padres, y más
que a tus padres, a Dios...». Este ha sido y es nuestro nacionalismo; no
podemos concebir otro compatible con nuestra condición de cristianos.
Sin embargo, no debe extrañar
que, para confundir las cosas en estos tiempos de pasión y de ausencia de amor
por la verdad, algún anatema surja de ciertos dogmatizadores –sin órdenes ni
licencias– siempre listos para adivinar «intenciones» detrás de la definición
más ortodoxa, procurando entender nuestro nacionalismo, por lo que puede
ser su caricatura.
Porque si por nacionalismo
se supone el amor inmoderado a la Nación que considera a ésta como un valor
absoluto al que todo debe subordinarse, se toma a la palabra nacionalismo
en su sentido equívoco para mostrar en él, con deliberada mala intención, ese
menosprecio a las reglas de la justicia y el derecho que acaba, necesariamente,
atribuyéndole al Estado las prerrogativas propias de la divinidad.
Pero a tal error nadie podrá
darle honradamente el nombre de nacionalismo, sino el de estatolatría,
o plutocracia despótica, o tecnocracia materialista, o democracia
totalitaria, según las formas que adopten los que no son más que diferentes
frutos de una misma raíz. Pues es bueno advertir a estos insignes críticos
desprovistos de toda formación en principios trascendentes que el endiosamiento
del individuo y el endiosamiento del Estado, aunque sean las enseñas de
posiciones aparentemente antagónicas, tienen un mal origen común.
Con todo no se agota aquí la
confusión. No tan sólo se puede pecar por defecto y por mala fe también se
puede pecar por exceso y por fanatismo. Hay quienes que por autodeterminarse
como los custodios irreemplazables del término nacionalista, lo
petrifican, sin buscarlo, y lo convierten en una retórica, haciéndolo incapaz
de dialogar con el viento que sopla cada día. Para ellos parece no haber pasado
el tiempo, para ellos no existe el calendario y parecen creer que por un
milagro como el de Josué se ha detenido el sol en el espacio. A éstos hay que
advertir que una forma de matar la vida, tanto en una realidad política como
espiritual, es llevar hasta la exageración el principio sobre el cual aquéllas
se levantan.
Se puede ser fiel a lo esencial
sin caer en la postura intransigente del fanático para quien es traición todo
cuando no encaja en su esquema angosto e invariable.
La verdadera fidelidad al ideal
nacionalista no puede reducirse jamás a un lema o a una receta, sino a una
actitud de inteligencia, pureza y vigilia constantes, fuera de la cual no
tienen sentido palabras y conceptos, como el pez no tiene sentido fuera de su
elemento propio.
Para el fanático sin
flexibilidad todo se reduce a un casillero o a la rigidez de una seca
definición. Pero el hombre responsable sabrá que ante todo importa la
vivificación de lo íntimo y que esa nueva dicha entrañable hará posible la
encarnación práctica del ideal con el ritmo y la modulación que exige cada
hora.
En eso está el secreto de toda
sana ortodoxia vital: mantener el carácter centrípeto del principio-eje, pero
alentar la proyección centrífuga y aventurera de su aplicación práctica,
haciéndolo sensible al vaivén histórico.
El que quiera operar sobre la
realidad colectiva –acertar con las palancas capaces de levantar en vilo a una generación– necesita ser algo más que monótono afirmador de dogmas; necesita
escrutar el horizonte de problemas propios de la hora. Y hacerlo con amor. El
que no ponga amor difícilmente verá los problemas escritos en las alas del
tiempo y más difícilmente será capaz de dar para ellos con soluciones movilizadoras.
En esta adecuación al tiempo,
junto a la fidelidad a los principios –y no lo uno sin lo otro– está el secreto
del equilibrio.
El verdadero nacionalismo
es un amor real y concreto a la patria; un amor hecho de fidelidad y constancia
pero alerta a las exigencias de las circunstancias que como premio o como
expiación a cada uno le haya tocado vivir.
El nacionalismo tampoco
es una abstracción. No se vive ni se combate por una idea abstracta; lo que se
hace es defender sobre el terreno de las ideas una fórmula de vida.
Para ver otra de las publicaciones anteriores del mismo autor, vinculada con la presente, puede descargarse AQUÍ.
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