«El viento y los árboles» - Gilbert K. Chesterton (1874-1936)

«...Y jamás en la historia del mundo ha habido una revolución verdadera, brutalmente explosiva y devastadora, que no haya sido precedida por la agitación de un nuevo dogma en la región de las cosas invisibles».

El presente ensayo contiene lo esencial del pensamiento de Chesterton y puede ser expresado por este aserto (sorprendente si nuestro autor no nos tuviera acostumbrados a lo paradójico e inesperado): los árboles no producen el viento. Quienquiera lea estas líneas y se pregunte, perplejo, qué puede significar esto, hará bien en no dejar de atender a las pocas páginas que siguen: asistirá a la evocación de un ventoso y lejano día en que los árboles de Battersea Park agitaban furiosamente su ramaje entre crujidos y revuelo de hojas; al poco tiempo el lector se encontrará, sin saber cómo (tal vez bajo el embrujo del viento que ama las volteretas y remolinos) sumergido en la consideración de problemas que hacen actualmente correr ríos de tinta: el sentido de la historia, el reino de lo visible y la región del espíritu, los motivos y fines de la acción humana... y el viento y los árboles. Pues si es posible desembocar en cuestiones tan abstractas a partir de un hecho de experiencia, trivial y rutinario, ello se debe a que la decisión del pensamiento en las encrucijadas de la filosofía y de la acción depende (y nadie se asombre) de la acuidad o pesadez con que la mirada se interna en las cosas y acontecimientos del mundo circundante.

Chesterton, cristiano cabal, creía firmemente en la Encarnación y en la Eucaristía, en la Santísima Virgen y en San José; hasta cantó en un poema (¡y qué poema!) las glorias del burro, animal evangélico. No se le escapaba que lo importante, aquello que dirime la vida y el destino de un hombre, puede tener una apariencia tan sencilla que cualquier tonto lo puede tomar por una tontería. El cristiano debe ser capaz de percibir lo grandioso en lo pequeño.

«Cuando, con alivio profundo, los ojos del lector se aparten de estas páginas, irán probablemente a posarse sobre algo... Casi puede aseverarse que el lector mirará algo que nunca había visto, es decir, algo que nunca había percibido íntimamente... Y es que ninguno de nosotros pensamos bastante en las cosas en que nuestros ojos descansan. Pero no dejemos a los ojos descansar. ¿Por qué han de ser los ojos tan haraganes? Ejercitemos los ojos hasta que puedan ver los hechos llamativos que cruzan el paisaje tan claros como una valla vistosa. Seamos atletas oculares».

«No sueñes», dice el Espíritu Santo por boca del Sabio, «abre tus ojos y se llenarán de pan». Dos miradas hicieron dos ciudades. Y toda la historia no es más que el conflicto mortal entre un realismo místico, capaz de elevarse, de claridad en claridad, desde el júbilo de la creación hasta la gloria del Creador, y la quimera de los que se refugian en las brumas de la Utopía y se ciegan voluntariamente ante la obra para no reconocer la sabiduría del Artífice.

Cuando una época afirma que los árboles hacen al viento el bosque se estremece con mortal angustia y un soplo helado marchita su verdura. Sabe que la suerte está echada y los días contados. El hombre incapaz de percibir lo espiritual en la creación sensible termina inexorablemente pisoteando también aquello mismo a que atribuía toda realidad. El añoso tronco resultará materia prima de una industria, la gloria del bosque será transmutada en papel de diario y servirá de sostén a una noticia falsificada escrita al dorso de un aviso.

Las tinieblas no recibieron la luz. Sobran las pruebas. Y con todo la luz brilla y no deja de comunicar su claridad. El pasado siglo, en que el pensamiento conoció una perversidad infinita (piénsese en los idealistas alemanes, en Marx, Comte, etc.), fue coronado por la santita de Lisieux. Chesterton, en esta centuria, resulta contemporáneo de Freud, Heidegger, Marcuse... La obra del genial inglés, caballero del Espíritu Santo y juglar de la Sabiduría Increada, resulta un bálsamo y un faro en estos días de oscuridad y combate espiritual. (N. de la Redacción de Mikael).

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Me encuentro sentado al pie de árboles gigantescos mientras un viento impetuoso hierve como espuma marina en derredor de sus copas y hace que la carga viviente de sus hojas se agite y ruja en algo que es al mismo tiempo una exultación y una agonía. En realidad siento como si estuviera en el fondo del mar, entre anclas y cuerdas, estallando sobre mi cabeza y sobre el verde crespúsculo del agua, la avalancha incesante de las olas y el esfuerzo inútil de naves tremendas que chocan con estrépito y se hunden. El viento tironea de los árboles, se diría que quiere arrancarlos de raíz como si fuesen simples mechones de pasto. O mejor, recurriendo a otra figura desesperada con que expresar esta energía indescriptible, los árboles se revuelven y desgarran y se hacen látigos restallantes, una tropa de dragones atados por sus colas.

Al observar cómo estos gigantes tan pesados soportan la tortura de un hechizo violento e invisible una frase vuelve a mi memoria. Recuerdo lo ocurrido a un niñito que acertaba a pasear por Battersea Park, justamente bajo cielos desgarrados y árboles en tensión.

El viento excitaba su cólera: le daba de lleno en el rostro, sus ojos debían permanecer cerrados y la gorra, que con tanto orgullo lucía, volaba lejos. Tenía, si mal no recuerdo, cuatro años. Después de quejarse repetidas veces por las molestas ráfagas, dijo por fin a su madre: «Pero ¿por qué no quitan los árboles y entonces no habría viento?».

Nada más natural e inteligente que este error. Cualquiera que mirara por vez primera a los árboles podría pensar que ellos son gigantescos y poderosos abanicos cuya simple agitación es capaz de causar un estremecimiento en el aire por millas a la redonda.

En realidad, este pensamiento es tan humano y excusable que resulta ser, tal como se dan las cosas, la opinión del noventa y nueve por ciento de los filósofos, reformadores, sociólogos y políticos de la gran edad en que nos toca vivir. Mi amiguito era muy parecido a los pensadores modernos más notables, sólo que mucho más encantador...

* * *

En el pequeño apólogo o parábola que el niño tuvo el honor de inventar, los árboles representan las cosas visibles y el viento es símbolo de las invisibles. El viento es el espíritu que sopla donde quiere; los árboles son las cosas materiales de este mundo, movidas hacia donde el viento quiere. El viento es la filosofía, la religión, la revolución; los árboles son las ciudades y las civilizaciones. Sólo percibimos el viento porque los árboles de una lejana colina de repente se alborotan. Recién conocemos que hay una verdadera revolución cuando enloquecen todas las chimeneas del perfil de una ciudad.

Así como el contorno quebrado de los árboles súbitamente acentúa su desgarramiento en crestas fantásticas y jirones como andrajos, de igual modo la ciudad humana, bajo el viento del espíritu, se estremece con el derrumbe de los templos y de abruptos capiteles. Las turbas derramándose por los palacios, la sangre goteando de las canaletas, la guillotina alzada por encima del trono, una prisión en ruinas, un pueblo en armas –estas cosas no son la revolución sino el resultado de la revolución.

Nadie puede ver el viento: sabemos únicamente que hay viento. Tampoco es posible ver una revolución: sólo advertimos que sucede una revolución. Y jamás en la historia del mundo ha habido una revolución verdadera, brutalmente explosiva y devastadora, que no haya sido precedida por la agitación de un nuevo dogma en la región de las cosas invisibles. Todas las revoluciones comenzaron siendo abstractas; la mayoría de ellas hasta tocar la pedantería.

El viento se cierne sobre el mundo antes de que se mueva el más pequeño brote de un árbol. De igual manera no se da el combate en la tierra sin que antes se haya entablado una batalla en el cielo. Y así como es lícito rezar por el advenimiento del reino, es también lícito esperar que el viento del cielo produzca el sacudimiento de los árboles. Es lícito rezar «venga tu ira a nos en la tierra así como ella domina en los cielos».

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El gran dogma humano es, según vimos, que el viento mueve los árboles. La gran herejía humana es que los árboles mueven al viento. Cuando la gente comienza a decir que las solas circunstancias materiales han creado lo espiritual, bloquean entonces toda posibilidad de cambio serio. Pues si las circunstancias me han hecho imbécil de medio a medio, ¿cómo puedo estar seguro que mi propósito de alterar esas circunstancias es sensato?

El hombre que presenta el pensamiento como fruto del medio ambiente no hace otra cosa que arruinar y desacreditar todos sus pensamientos, incluso aquel que afirma la superioridad de lo material. Cualquier pensamiento, aun el de los librepensadores, necesita reconocer que la inteligencia es capaz de tener la última palabra. Y nada será reformado en esta época y en este país a menos que se acepte el primado de lo espiritual. La mayoría de nosotros ha seguido en las publicaciones y en los debates la interminable discusión sostenida por los socialistas y los favorecedores de la abstención total. Estos últimos dicen que la bebida conduce a la pobreza, y aquellos que la pobreza lleva a la bebida. No puedo sino maravillarme ante la ingenuidad con que cada uno acepta una explicación física tan simplista. A nadie escapa que una sola y misma causa está en el origen de la pobreza del proletariado inglés y de su propensión a la bebida: la ausencia de una vigorosa dignidad cívica, la ausencia de un instinto que resiste la degradación.

Cuando uno descubre por qué las enormes haciendas inglesas se hallaban, no hace mucho tiempo, fraccionadas en multitud de pequeñas propiedades rurales, se hace evidente la razón por la cual nuestro pueblo es más dado a la bebida que el francés. Entre el millón de cualidades encantadoras que el inglés posee, tiene sin duda ésta que podríamos denominar «mano-a-la-boca», pues debido a ella nuestro hombre busca automáticamente su propia boca en lugar de buscar (como a veces habría que hacer) la nariz del que lo oprime. Y quienquiera diga que la desigualdad en las tierras inglesas es debida solamente a causas económicas, o que el alcoholismo es el resultado únicamente de causas económicas está afirmando algo tan absurdo que no puede en verdad haber pensado seriamente lo que salió de su boca.

Y sin embargo vemos que cosas tan ridículas como éstas se dicen y escriben constantemente bajo la influencia de ese magno espectáculo de impotencia pueril: la teoría económica de la historia. Tenemos entre nosotros quienes sostienen que todos los grandes motivos históricos son económicos y luego tienen que aullar cuanto sus gargantas les permiten para que la democracia moderna[1] actúe con miras puramente económicas. Los políticos sostenedores del extremismo marxista resultan ser en Inglaterra una minoría pequeña y heroica: ellos tratan vanamente de inducir a que el mundo haga lo que, según su propia teoría marxista, el mundo siempre hace. La verdad es que sólo habrá una revolución social cuando ella haya renunciado a ser simplemente una revolución económica. Es imposible hacer una revolución para establecer un gobierno justo: sólo puede darse la revolución donde hay un gobierno justo.

Dejo el abrigo de los árboles, ya que han cesado el viento y la tenue llovizna. Los árboles se alzan como pilares áureos en la clara transparencia del aire iluminado. El agitarse de los árboles y el ulular del viento han desaparecido al mismo tiempo; no faltará pues el filósofo moderno dispuesto a mantener con toda firmeza que los árboles hacen al viento.

* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 6, n° 17, Segundo cuatrimestre de 1978, pp. 113-117.


[1] Chesterton emplea la palabra «democracia» para designar aquella forma de vida más próxima a la tradición medieval inglesa y opuesta tanto a la revolución moderna como a su aparente adversario plutocrático. Hoy, en cambio, esa palabra es equívoca y frecuentemente empleada por aquellos mismos que sostienen la primacía de los árboles sobre el viento (N. de la R.)

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