«El Poeta y la República de Platón» - Leopoldo Marechal (1900-1970)
Al participar con
vosotros en esta fiesta del intelecto y al considerar la grata significación de
esta ceremonia en la cual el Estado reconoce, valoriza y premia la obra de sus
artífices, he recordado, sin proponérmelo, el extraordinario juicio que hace
Platón de los poetas, al excluirlos, en teoría, de su famosa República. Y he
sentido a la vez dos impulsos aparentemente contradictorios: el de censurar a
Platón y el de defenderlo. Haré las dos cosas, porque, según se lo considere,
el poeta tiene razón contra el filósofo y el filósofo puede tener razón contra
el poeta.
Lo que más nos
asombra es el hecho de que Platón, en vías de organizar la Ciudad Terrestre,
excluya, sin más ni más, a los poetas, olvidando que toda criatura humana, sea
cual fuere su naturaleza individual o su vocación, debe tener un lugar adecuado
en la República, y que es obra del político, justamente, el asignarle a cada
una el sitio y la jerarquía que le corresponde.
¿Ignoraba Platón,
acaso, la naturaleza del poeta? Los que hayan leído su admirable «Fedro» dirán
que, por el contrario, la conocía íntimamente y que, además, alababa sus
asombrosas virtudes, hasta considerar al poeta como a un verdadero «espiráculo»
de la divinidad. Entonces, ¿por qué le ha negado un lugar en el edificio
teórico de su República? Sabido es que, al abordar la Metafísica, Platón había
quemado sus tragedias; pero nunca logró destruir al poeta que llevaba en sí.
Por el contrario, al edificar su República, el filósofo nos da la sensación de
un político que llevara en sí el cadáver de un poeta.
Veamos ahora con
qué títulos debe figurar el poeta en la Ciudad Terrestre. Ha nacido con la
vocación de la hermosura, y la palabra «vocación» significa «llamado»: quiere
decir que reconocerá el acento de la hermosura, no bien la hermosura lo llame;
y, como la belleza es uno de los Nombres Divinos, quiere decir que reconocerá
el nombre de Dios en todas las criaturas signadas por la belleza. Pero a esa
faz pasiva de su natura responde luego una faz activa: el poeta se hace
creador. En el orden de la belleza, sus criaturas espirituales son hermanas de
las demás criaturas; hermanas del pájaro y de la rosa. Y el poeta se convierte
así en un «continuador de la Creación Divina», para que nuevas criaturas alaben
a Dios en la excelencia de uno de sus Nombres.
Tal es el poeta,
ser extraño, descontentadizo, nunca inmóvil, siempre como sobre ascuas. En
medio de vuestros entusiasmos terrenales, de vuestras luchas o de vuestros temores,
acaso lo veáis indiferente y como perdido en vastas lejanías; otras veces
turbará vuestra quietud con exaltaciones y raptos que os parecerán fuera de
tono; os acercaréis a él, atraídos por sus rosas, y no es difícil que deis en
sus espinas; trataréis de retenerlo en la tierra, y seguramente se os escapará
de las manos; y puede ser que al fin, cansados de no entender su caprichosa
índole, le digáis, con Platón, que se vaya de una vez al cielo... o al
infierno.
Pero escuchad:
esa es, justamente, la misión del poeta entre vosotros. Si os creéis afirmados
en la tierra, él os llamara de pronto a vuestro destino de viajeros; si
descansáis en el gusto efímero de cada día, él os recordará el «sabor eterno» a
que estáis prometidos; si permanecéis inmóviles, él os dará sus alas; si no
tenéis el don del canto, él os hará participes del suyo, de modo tal que no
sabréis al fin si lo que se alza es la música del poeta o es vuestra propia
música.
Hablando por
todos y con todos los que no hablan, el poeta se hace al fin la voz de su
pueblo: los pueblos se reconocen y hablan en la voz de sus poetas. He ahí
porque decía yo recién que el poeta tiene razón contra el filósofo de la
República.
Pero también
decía que el filósofo y el político pueden tener razón contra el poeta; y la
tienen cuando el poeta, olvidando los límites que le son propios, hace un uso
ilegítimo de su arte. Dije ya que el poeta es un inventor de criaturas
espirituales, y en este orden su libertad es infinita. Pero hay cosas que no
pueden ser inventadas, y la Verdad es una de ellas, porque la Verdad es única,
eterna e inmutable desde el principio. Supongamos ahora que el poeta, criatura
de instintos, pretenda tratar «lo verdadero» como trata «lo bello»; supongamos
que pretenda inventar la verdad: pondrá entonces una mano sacrílega sobre lo
que no debe ser tocado, y hará una substitución peligrosa: escamoteará la
verdad y pondrá en su sitio una opinión poética, la suya. Supongamos que a
todos los poetas de la tierra (y son muchos, os lo aseguro) se les dé por
inventar la verdad: tendremos tantas verdades diferentes como poetas existen y
nos abismaremos en una confusión de lenguas verdaderamente catastrófica. ¡Y quién
sabe si el caos en que vivimos no es obra de poetas que han hecho de la verdad
un peligroso juego lírico!
Vemos, pues, que
no sin motivo Platón, en tanto que filósofo, recelaba de los poetas. Sus
recelos, en tanto que político, tenían que ser mayores.
Tradicionalmente
la Política es, o debe ser, una hermana menor de la Metafísica, vale decir, una
aplicación del orden Celeste al orden Terrestre: constitución del Estado
también se basa en principios inconmovibles, en un exacto conocimiento del
hombre y de sus destinos naturales y sobrenaturales, en la justa ponderación de
cada individuo y del lugar jerárquico que le corresponde, y en un sentido
riguroso de las jerarquías. Supongamos ahora que el poeta (criatura sentimental
a menudo y tornadiza casi siempre) se le dé por negar el orden en que vive, y
pretenda inventar uno nuevo, según las reglas de su arte: si nadie lo sigue,
habrá introducido, al menos, un germen de duda en lo indudable; si lo siguen
unos pocos, dejará tras de sí un fermento de disolución activa; si lo acompañan
todos, la destrucción de la Ciudad es un hecho.
Afortunadamente,
y en virtud de su maravilloso instinto, es difícil que el poeta se embarque en
tales aventuras. Y, si lo hace, no es acatando su vocación, sino traicionándola.
En este último caso no es necesario que desterréis al poeta, como lo hacía
Platón. En bien suyo y de la Ciudad haced una cosa más sencilla: encerradlo en
su Torre de Marfil, si es posible con dos vueltas de llave...
Si así lo hacéis
no será indulgencia, sino sabiduría. En el canto 22 de la «Odisea» pinta Homero
al formidable Ulises entre las víctimas de su justa venganza, buscando aún otra
víctima, con el arma enhiesta. Entonces el poeta Femius, que había cantado a
pesar suyo en el festín de los pretendientes, se adelanta con temor y dice a
Ulises:
-«Te
conjuro, hijo de Laertes, a que tengas por mí algún respeto. Te preparas a ti
mismo una pena grande si arrebatas la luz al que, por sus cantos, hace la
delicia de los dioses y los hombres».
Telémaco, que ha
oído al poeta, grita, volando hacia su padre:
-«¡Detente,
padre! ¡Que tu hierro no lo toque!».
Y Ulises baja el
arma.
Palabras pronunciadas en el acto anual de distribución
de premios de la Comisión Nacional de Cultura
* En Revista «Sol y Luna», Buenos Aires, N° 1, 1938