«La recuperación de las cosas» (1ª parte) - José María de Estrada (1915-1997)
Debido a su extensión, hemos de publicar
en dos partes este excelente trabajo, escrito –adviértase– en 1942, en plena
conflagración mundial. Provocarán quizás perplejidad en algún lector ciertas afirmaciones expuestas en los finales de la 2ª parte –a editarse Dios mediante el próximo jueves–, y referentes a la situación mundial de
aquel entonces, y que no obstante su actual «incorrección
política», aún las estimamos válidas desde la perspectiva de nuestro tiempo.
Hay un enigma en las cosas, un misterio. No en vano se nos
dijo que veríamos las grandes verdades como en espejo y en enigma y que de la consideración
de las cosas creadas habíamos de llegar a lo inefable. Esto nos demuestra la
limitación y la contingencia de las cosas, aunque nos exhibe también la raíz de
su misterio y el principio de su grandeza. Hay misterio donde hay algo que no
puede explicarse por sí mismo. En las cosas hay misterio por la sencilla razón
que tienen su fin en otro, lo cual no implica el desconocimiento de ese fin
particular intrínseco a cada ser, que está dado por la actualización de todas
sus virtualidades, sino que determina la existencia de un fin trascendental al
que están ordenadas todas las criaturas y que es superior al primero. Entre
estos fines, sin embargo, no puede haber contradicción alguna. El cumplimiento
de uno favorece la consecución del otro y la posesión de éste implica el logro
de aquél. Cuando un ser cumple con su fin particular está cumpliendo con su fin
trascendental, porque éste se realiza en el ordenamiento de las partes y por
medio de la justicia que da a cada ser lo que es suyo. A veces es necesario, sin
embargo, sacrificar por lo menos en apariencia el fin particular al
trascendental. Decimos en apariencia porque de hecho nunca puede darse
semejante situación, ya que uno implica siempre el otro, aunque reconozcamos una
jerarquía entre ellos. Así, por ejemplo, cuando un animal es sacrificado en
beneficio del hombre, no sólo cumple con su fin trascendental, ya que al favorecer
la subsistencia y la integridad física de la criatura humana, se ordena a ésta,
como está mandado, y coopera a que el hombre realice su fin, sino que también consigue
su propio fin particular. Y he aquí el misterio y el aparente absurdo, ¿cómo es
posible que cumpla con su fin particular –que, como dijimos, supone la
actualización de todas las virtualidades de un ser– aquél a quien se le coarta
la existencia y se le frustra por lo tanto toda posibilidad de perfección? El decir
que un ser logra su perfección aniquilándose es una paradoja y por lo tanto una
verdad que se manifiesta como una contradicción, una verdad que no es visible a
los ojos de la carne, o sea un misterio. En este caso no es difícil develar el
misterio, pero muchas veces la incógnita subsiste y produce el desconcierto en
aquellos que confían demasiado en su intelecto. Nosotros conocemos claramente
que en el ejemplo citado el animal cumple con su propio fin, si bien es cierto
no de un modo real, en sí mismo, pero de un modo eminencial, en
el hombre. La gloria objetiva, que según los filósofos, es la que dan todos los
seres al Creador por el sólo hecho de existir no podría darla realmente este
animal, pero estaría dada implícitamente en la gloria que da a Dios el hombre,
que es no sólo objetiva –en cuanto existe–, sino también formal, –en cuanto es
un ser inteligente y capaz de amar el bien–; gloria ésta que supera y contiene
sobreelevada la de toda la creación natural.
El hombre es la criatura más
noble de la naturaleza y además de poseer el dominio de todas las cosas, según
aquellas palabras del salmo: omnia subjecisti sub pedibus ejus, todas las
cosas pusiste bajo sus pies, es un cooperador de Dios en la gran obra de la
creación. El hombre deforma lo natural en función de lo artístico y destruye la
integridad de las cosas para conferirles una vida superior; ahonda en las
entrañas de la tierra y perfora las montañas, en perjuicio –muchas veces– de la
ingenua hermosura que éstas poseen, para extraer la piedra que ha de ser la
materia de sus estatuas y monumentos; se apodera de los sonidos naturales y de
las armonías y números que relacionan las cosas y crea la música; combina los
colores que diferencian los objetos y las distintas horas del día y hace el
arte de la pintura; intuye las esencias llevado por un especie de furor divino y
las formula con el antiguo canto de la poesía; abstrae su inteligencia de lo
durable y lo mensurable y construye en asombrosas especulaciones la filosofía y
la teología. El hombre es pues un creador, por lo menos análogamente, desde el
punto de vista de los seres que nacen por su ingenio, pero es un destructor
para aquellos que le sirven de instrumento y materia. Esta destrucción no es,
sin embargo, un aniquilamiento, es una sobreelevación. Quienes consideran el
profundo misterio que encierran las cosas, su relación con lo trascendente, comprenden
que el hombre no destruye de esta manera la naturaleza sino que le imprime
nueva vida y la incorpora a su ser espiritual, haciéndole cumplir en su propio
acto de glorificación el fin para el cual existe. No hay realmente destrucción
sino ascenso hacia una vida jerárquicamente mayor. El bloque de piedra que sufre
violencia en su integridad ontológica recibe una existencia superior al
convertirse en una estatua y ser el signo de algo altísimo y trascendental. Es
en ese sentido que habla San Pablo cuando alude al hombre nuevo que ha de
edificarse sobre las ruinas del hombre viejo; es también el significado de
aquel mandato de perder el alma para salvarla, que no implica en ningún modo la
condenación de lo natural por el sólo hecho de serlo, como lo entiende el
dualismo maniqueo, sino que es la sobreelevación de lo natural, o sea lo
sobrenatural, hacia donde se encuentran las perfecciones de la naturaleza sin
ninguna de las limitaciones que le son propias.
El misterio de las cosas
significa siempre referencia al ser. Cuando llegamos al ser que refieren las
cosas, se desvanece el misterio. El culto del misterio por el misterio mismo es
una aberración. El misterio nos indica la existencia de algo que en ese
instante no se nos hace patente. Si consideramos la cosa que posee misterio
llegaremos a la presencia de algo absoluto y claro. La presencia a que nos
lleva la consideración del misterio no es una presencia corporal sino una
presencia espiritual que nos excede, pues si se adecuara a nuestra limitación y
se sometiera inmediatamente a nuestros sentidos ya no habría misterio. La
consideración de lo misterioso nos lleva hacia aquello que nos es evidente sin
sernos explicable; hacia algo que creemos y afirmamos por fe. La fe en las
cosas trascendentales es una locura para aquellos que no pasan el umbral de lo
empírico. Para el hombre que tiene noción de su limitación se manifiesta el ser
absoluto por todas las cosas contingentes, pero para quien se erige en centro de
un mundo en el cual no existen los signos sino como referencias de su yo, no hay nada absolutamente trascendental.
El orden es pues claro y está dado por la naturaleza misma del
hombre. Éste participa del mundo del espíritu por su alma y del mundo de la
materia cuantitativa por su condición de criatura corporal. No son dos mundos
antagónicos como lo han creído los dualistas de todos los tiempos, como lo han sentido
los pesimistas, como lo ha formulado el insigne Platón y como lo han
interpretado burdamente los puritanos; sino que ambos son obra de Dios y aunque
hay una gradación jerárquica entre ellos, uno y otro dan permanente testimonio de
su Creador y gloria continua a su Señor. El mal es sólo la consecuencia de un desorden;
no proviene de la materia, como aquellos han pensado sino que es una privación,
la negación de un ser debido o de una perfección.
El mundo de la materia, del
movimiento, de aquello que es tangible y visible o –para emplear un lenguaje más
nuevo– el mundo de los fenómenos, no es algo caótico e ilusorio. Es algo –en
verdad– contingente y transitorio pero tiene, como hemos dicho, no sólo
realidad ontológica sino una profunda referencia al orden trascendental, al
mundo del espíritu; su razón de ser y su fin se encuentran en algo que le
excede y al que se ordena como el signo a lo significado. Es el hombre quien
debe descubrir en el idioma misterioso de las cosas esa continua referencia a
lo extratemporal. El alma humana por medio de los sentidos encuentra su semejante
en el espíritu que se manifiesta a través de las cosas movibles. Así queda
establecido ese orden perfecto del mundo creado, en cuanto el hombre, imagen y
semejanza de Dios, vuelve a Él por la consideración de las cosas creadas, según
nos lo dice San Pablo en la Epístola a los Romanos.
No hay que olvidar, por otra
parte, que esa tendencia hacia la consideración de lo contingente y hacia la
aceptación de valores espirituales trascendentes, es algo propio de la
naturaleza del hombre y fluye de su propia constitución física, que –como hemos
dicho– participa del mundo espiritual y del corporal. De modo pues que aunque
se niegue, por una inexplicable ceguera, ese orden real de la Creación, no por
eso se suprimen en el hombre las naturales inclinaciones sino que a lo sumo se
les mistifica su objeto y se crean mitos que pretenden substituir las eternas
verdades.
Cuando ese orden, que semeja un
círculo, por el cual el hombre parte del autor de las cosas y vuelve a su
principio, es quebrantado, se produce una escisión entre el mundo del espíritu
y de la naturaleza corporal; queda destruida la armonía y se hace imposible
coordinar el uno con el otro. Si el hombre defecciona, el orden y la claridad
están destruidos. La tendencia a lo absoluto, sin embargo, que ha sido impresa
en lo más íntimo de nuestro ser, no queda por ello aniquilada.
Así, como dijimos, el hombre se
crea mitos, esos absurdos paraísos. Suprimida toda relación con el Creador, de
quien es imagen y a quien debe semejarse por la imitación del Verbo humanado,
se sitúa en la cima de un universo del cual es único juez y árbitro. El mundo
del espíritu subsiste para él todavía, pero no como algo trascendental y
ontológicamente verdadero sino como una proyección ad extra de su propio yo. No hay otro espíritu que el suyo ni otras
realidades espirituales que las que él ha creado, desde la religión hasta las
leyes menos importantes de la sociedad y del arte. Lo pasado es también total
creación del hombre y las antiguas creencias –propias de pueblos aún no
evolucionados– están a lo sumo justificadas por circunstancias históricas o
raciales y aún geográficas.
Hay algo que resulta, sin
embargo, sumamente difícil y es acomodar las cosas reales, las existencias, a esas concepciones
racionales. El hombre puede mentirse a sí mismo pero las cosas no mienten, sino
que se manifiestan en toda su auténtica crudeza. No obstante nada debe impedir
esa paciente tarea de paulatina mistificación, por lo cual acudimos al inaudito
espectáculo ofrecido por los ideólogos de todos los tiempos en su empeño de
hacer decir a las cosas lo que ellas naturalmente no dicen.
Cuando la inteligencia humana no
admite la existencia de valores espirituales como algo que la trasciende y se
le impone ontológicamente, lleva a su interior todo el mundo del espíritu, lo
subjetiviza y por lo tanto lo empequeñece haciéndolo a su propia imagen y medida.
La libertad, la justicia, la caridad dejan de ser cosas reales, superiores a
nuestros propios juicios, que nos han sido reveladas por Dios o sugeridas por
el mundo material en el cual vivimos, para convertirse en «imperativos categóricos», verdades a priori de nuestra inteligencia.
Se les considera como algo de cuya verdad nosotros mismos somos autores. Así,
la fraternidad o la libertad son ciertas y deben imponerse a sangre y fuego a
todo el mundo porque nosotros decimos que son ciertas, y no porque
respondan a alguna realidad ontológica, a alguna exigencia del ser. El
racionalista, que no admite nada que exceda su propio pensamiento y que abjura
de todos los dogmas, se convierte en el más intransigente de los dogmáticos; ni
siquiera reconoce que la subsistencia de sus dogmas –que él considera como imperativos
categóricos– se debe a esa natural apetencia del hombre a los valores
espirituales, que trata de colmar con la caricatura de la verdad. El
racionalista empequeñece las realidades espirituales; por lo tanto, las
desfigura, las desmembra y las exhibe como imperativos aislados e
indiscutibles. Son mitos que consiguen encaramarse en las muchedumbres no sólo
porque éstas tienden a la verdad y al bien y por lo tanto son atraídas por
aquello que, como restos de una verdad y bien negados, se encuentra en todo
mito, sino –y en primer término– porque éstos poseen en su interior la mentira y
el mal, hacia los cuales el hombre gravita por su propia naturaleza extraída de
la nada y herida por el pecado.
Así consiguen los racionalistas
imponer sus arbitrarios dogmas, pero las cosas, repetimos, no pueden engañarse
a sí mismas. El racionalista podrá creer en su libertad, en su fraternidad o en
su igualdad, pero los hechos nunca podrán presentarnos una libertad mitológica como
algo verdadero, o una fraternidad arbitraria como algo real; los hechos nos
demuestran que esa libertad creada por los hombres es una falacia y suele
manifestarse a menudo como una feroz tiranía; que esa fraternidad –caricatura
de la caridad– no es más que un odio de clases y de individuos; y que la igualdad
–burda imitación de aquella igualdad de los hijos de Dios, que no excluye las
jerarquías humanas– no es más que la opresión de los poderosos sobre los débiles,
o de los ricos sobre los pobres. Los hechos nunca mienten; los hombres pueden
mentirse. La Historia, que expresa en lo colectivo los problemas individuales, nos
habla bien claro sobre este punto. Nunca fue mayor el odio, la tiranía y la
opresión que en aquellos días de la Revolución francesa, cuando se proclamaban los
célebres derechos del hombre.
[...]
Continuará...
* En Revista Sol y Luna, N°7, Buenos
Aires, 1942.