«La recuperación de las cosas» (2ª parte) - José María de Estrada (1915-1997)

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Los valores espirituales como son la justicia, la libertad, la verdad, etc., no son imperativos del intelecto humano, son realidades que se le imponen al hombre por diversas vías, ya que las reciba por la ley divina, ya que las observe en su naturaleza o que las intuya y conozca por la consideración de las cosas, puesto que entre el mundo del espíritu y el de los seres corpóreos hay una verdadera correspondencia y armonía.
  La negación de los valores trascendentales y su subjetivización significa la ruptura del orden y la entronización de un nuevo dualismo análogo a aquel de los antiguos maniqueos. Por una parte nos enfrentamos ante un mundo de realidades espirituales, en cuyo centro se encuentra como una deidad el pensamiento humano, la Razón; por otra comprobamos la existencia de un mundo empírico, el mundo de las cosas sin misterio, sin referencia a lo trascendental, cuya realidad puramente fenoménica puede ser agotada –o lo será progresivamente– con los nuevos métodos de observación experimental. De ahí pues que dos tendencias opuestas, pero igualmente falsas, se deriven como consecuencia de ese desorden. Por un lado, decíamos, los racionalistas puros, los «ideólogos», imbuidos de una serie de imperativos categóricos y de un mundo espiritual subjetivo sin posibilidad alguna de acomodar sus pensamientos a la realidad de los hechos; por otro los desengañados, los que al observar esa falta de cohesión entre las teorías de los racionalistas y el mundo concreto en que ellos viven y actúan, desechan, sin ningún discernimiento, todo lo que es espiritual.
    Es verdad que el materialismo craso de estos últimos –consecuencia del pseudo-espiritualismo de los racionalistas– no se manifiesta sino al final de un proceso. El racionalismo en filosofía produce el positivismo y las escuelas empiristas y utilitaristas; el pseudo-clasicismo literario a la manera de Boileau trae como consecuencia la rebelión romántica; el absolutismo en política, que quita al derecho su sentido ontológico y lo identifica, subjetivizándolo, con la persona del Rey, es la causa de la revolución democrática.
    Estos movimientos son, pues, igualmente falsos si bien en uno puede observarse un mayor respeto por lo abstracto, lo normativo, lo racional, y en otro un interés por todo lo que se refiere al mundo de los hechos, de las cosas. Sin embargo, lo que puede haber de positivo en ambos no es más que un sucedáneo de los auténticos valores o ciertos vestigios y reminiscencias de la verdad perdida. Hay error por exceso y por defecto en estas tendencias; sólo en el justo medio y fundamentada en una exacta doctrina del ser se encuentra la verdad. Toda extralimitación hacia un lado produce un efecto proporcional en el lado contrario. Los desvaríos románticos o democráticos –que no se manifiestan en su comienzo como algo totalmente desordenado, pero que luego degeneran en surrealismo y comunismo– son consecuencia de los absurdos postulados de los racionalistas en política y poética.
    Por un proceso en tal sentido llegamos a la crisis actual. Hay quien ha dicho en nuestros días que deben salvarse las instituciones aunque perezca la república. Esta afirmación absurda confirma el error de los ideólogos, pues en una sociedad bien constituida, regida por principios verdaderos, jamás puede darse el caso que la sustentación de éstos conspire contra la estabilidad de las cosas, del mismo modo como una metafísica verdadera no perjudica a una ciencia verdadera, sino que la perfecciona y fortalece. Las cosas, además, no quieren perecer. La cosa pública, la res publica, se evidencia como algo tangible y real, y reivindica para sí lo que los ideólogos quieren negarle; su reclamo es profundo y tiene ecos imponderables. El racionalismo ha desconocido las cosas; el materialismo no ha querido entender su idioma, la permanente referencia de las cosas a lo eterno. El racionalismo subsiste en algunos teóricos aislados, miopes contumaces que viven en torres que fueron de marfil y que ahora sólo sostienen la terquedad y la incomprensión; el materialismo, por otra parte, se ha evidenciado en toda su mezquindad y brutalidad, pero no ha podido obscurecer el misterio de las cosas, ni menos aún ocultar sus lágrimas, ese dolor de las cosas, lacrimae rerum, de que nos habla Virgilio, y que constituye el permanente testimonio de la Caída original, confirmación cierta de una profunda e innegable simbología. Sólo en la gran unidad del Cristianismo encuentra explicación esa aparente incompatibilidad de ambos mundos; en esa síntesis universal, en esa catolicidad esencial al Cristianismo, se aclaran los enigmas y se disipan las dudas; allí vemos sin pesar la relación profunda del mundo celeste y el mundo terrestre; allí resplandece la universal hermosura del mundo creado que glorifica pacíficamente a su Dios; allí se hacen inteligibles las cosas humanas y aplicables las teorías a los hechos; allí solamente resplandece el orden y reina la armonía.

La revolución iniciada por Lutero significó la ruptura de un equilibrio que la Edad Media realizó sobre la base de una concepción ontológica y real del mundo. El transtorno de ese orden, producido en el siglo XVI, no sólo significó la pérdida de la gracia –que perfecciona la naturaleza sin destruirla– sino también la reversión completa de todos los valores humanos. El dualismo que se inauguró entonces, con las características y consecuencias que hemos apuntado, se ha venido acentuando hasta nuestros días en forma harto progresiva. El divorcio entre los que se consideran poseedores del espíritu porque tienen en su haber unos cuantos conceptos abstractos sin arraigo y los que viven miserablemente en un mundo cargado de realidades concretas, es casi absoluto. Hay de hecho un abismo insondable entre los que pregonan la libertad, la igualdad, la justicia, la soberanía popular, etc., y los que sufren el abandono y el hambre, la pobreza del alma y del cuerpo, el engaño y la explotación. Los primeros, con un velo en los ojos, de buena o mala fe, sólo son conmovidos por las catástrofes; los segundos perecen en la desesperación o reaccionan con el estilo desolado de los sin-espíritu.
    Una restauración del orden total en los valores y las cosas no puede conseguirse, evidentemente, sin la aceptación del sublime misterio de la Redención del mundo por Cristo. Esta suprema verdad no sólo atiende a nuestra vocación sobrenatural sino que también se refiere al mundo natural de las cosas, las cuales nos están subordinadas y por lo tanto son con nosotros restauradas. El Cristianismo, por su catolicidad, abarca el universo entero y no hay actividad humana que le sea extraña.
    Esto no quiere decir, sin embargo, que haya de condenarse toda obra donde no haya una confesión explícita de la verdad suprema del Catolicismo. Sería superficial y peligrosa tal actitud y supondría, incluso, un desconocimiento de lo que es realmente esa catolicidad hacia la cual se ordenan todas las cosas. Nada de lo que es verdadero es ajeno al catolicismo, porque es la verdad misma; por lo tanto si una obra es real y positivamente buena, cabe, por el hecho de serlo, dentro de la verdad católica. Esto se refiere naturalmente a aquel plano donde por el objeto tratado no es indispensable una inteligencia de las verdades supremas, pues es obvio que quien quisiera hablar de teología habría de poseer ante todo esas altísimas verdades de la fe, como quien hubiere de tratar de filosofía no podría hacerlo sin el entendimiento de los primeros principios y el hábito filosófico y quien de ciencia sin el conocimiento de los juicios en que ésta se fundamenta, porque cada grado del saber supone determinados conocimientos y el objeto tratado señala las condiciones que ha de tener el sujeto que actúa. Pero si un grupo de hombres quiere restaurar las cosas en su aspecto puramente político, no es necesario que posean para ello las verdades de orden superior, sino que se desempeñen con acierto en su plano. Si lo hacen así, ya de hecho están dentro de la verdad universal. Naturalmente que sería mejor que tuvieren una clara noción de las verdades fundamentales, lo cual podría facilitarles su tarea e impedirles muchos yerros, pero esto no es absolutamente indispensable para el objeto que se proponen[1]. De todas maneras sería un desorden oponerse por esos motivos a quienes realizan una obra de reorganización en la cosa política, máxime si de hecho no hay otros mejor instruidos que puedan substituirlos.
    El hombre que es católico y que al tener conciencia del desorden en que vivimos ve claramente como única solución la reintegración de todo en la verdad que él confiesa, no puede menos que simpatizar con aquellos que, abandonando los prejuicios racionalistas y materialistas, se sitúan frente a las cosas para contemplarlas serenamente, interrogarlas y encontrarles su auténtico sentido, con el noble propósito de restaurar por medio de una labor sincera el orden perdido.

A, en lo que se refiere a lo político, es evidente que el significado profundo de ese movimiento universal que es el fascismo consiste precisamente en situarse de ese modo, con toda sinceridad, sin ningún prejuicio, sin ninguna desesperación ante las cosas. Ya lo dijo con intuición genial Benito Mussolini, en una entrevista concedida al escritor francés Henri Massis: «sobre las cosas se da hoy la batalla»[2]. Realmente esa ha sido desde su comienzo la revolución fascista, aunque sus propios gestores no lo hayan del todo percibido. Sin programas concretos, sólo con situarse frente a la realidad de las cosas ha ido elaborando poco a poco un nuevo orden que se parece mucho al orden antiguo y verdadero. Carece, es verdad, de metafísica, lo cual no tiene por qué llenarnos de gozo, pero tampoco tiene por qué preocuparnos excesivamente. Esa privación quizá le haya llevado a algunos errores incluso de orden político, por esa interdependencia que hay en todo lo que atañe al hombre, pero ellos no son intrínsecos al movimiento y le acaecen más por ignorancia que por malicia; además no sólo no le afectan substancialmente sino que están siempre en proporción menor respecto de los grandes beneficios que su encumbramiento supone en la restauración del orden verdadero. Tampoco debe inquietarnos la existencia de algunos fascistas que filosofen equivocadamente; no son los filósofos del fascismo lo que nos interesa, sino los hechos del fascismo, que, sin duda alguna, constituyen su elemento esencial. No nos interesa la filosofía del fascismo, por la sencilla razón de que no puede hablarse exactamente de una tal filosofía. El fascismo está adentrado en los hechos, no es una especulación, su ambiente es la realidad concreta. En cuanto tiende al ordenamiento de las cosas y logra en parte su aspiración ya participa de nuestra verdad, ya puede situarse bajo la luz de la verdadera filosofía. No se trata pues, tanto de una colaboración de los católicos con el fascismo como de una colaboración del fascismo en la tarea católica de restaurar el orden universal.
   Cuando una revolución no sólo realiza esa recuperación de las cosas sobre la base de una consideración llana y natural de las mismas, sino que además tiene plena conciencia de los valores espirituales perdidos y se propone restaurarlos y asignarles el lugar jerárquico que les corresponde, vale decir una revolución que además de poseer lo que es intrínseco a todo movimiento fascista tiene una metafísica verdadera, es sin duda una revolución completa. Ese es el caso de la Revolución española; el movimiento social más profundo de nuestros tiempos.
    No es, sin embargo, por casualidad o por simples conveniencias nacionales que la Revolución española ha trabado amistad con las revoluciones de otros países, sino porque éstas se encuentran dentro de su misma línea. Todas pertenecen a la misma revolución iniciada por Mussolini, pero aquí perduraban –por obra de la Gracia, que nunca abandonó a España– las eternas verdades de nuestra fe. Hay una íntima relación entre esas revoluciones o entre esas manifestaciones distintas de una misma revolución, existiendo la posibilidad y, en cierto modo, la urgencia de establecer entre ellas una complementación mutua. A España le ha tocado, sin duda, la mejor parte, o sea la de dar testimonio de la Fe con su sangre; quizá sea Francia la que restaure la inteligencia en su prístino equilibrio como Italia ha dado nueva vida a los gremios y corporaciones, mientras Alemania se propone organizar políticamente el mundo occidental.
    Este podrá ser uno de aquellos arbitrarios esquemas que se dibujan comúnmente cuando se habla de los problemas históricos, por ello no adherimos decididamente a él, pero es evidente que en lo que se refiere al valor de las cosas, el hombre ha vuelto a sentir por ellas un legítimo respeto. Las Escrituras nos dan hoy como siempre la clave del misterio y la definitiva solución de este problema planteado experimentalmente, cuando dice que por la consideración de lo visible se llega al encuentro de las verdades inteligibles.

* En Revista Sol y Luna, N°7, Buenos Aires, 1942.


[1] Decimos «para el objeto que se proponen», porque es evidente que en cuanto hombres, lo que más debe interesarles es la posesión de las verdades de la fe.
[2] Se refiere el autor al excelente libro «Jefes», editado también por «Sol y Luna» en 1939,  y del cual ya hemos publicado un fragmento que puede leerse aquí  (N. de «Decíamos ayer...»)

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