«Nuestra historia nacional» - Juan Vázquez de Mella (1861-1928)

La historia de España se confunde durante más de un siglo con la historia universal. Nosotros teníamos un imperio al lado del cual eran provincias el de Ciro y el de Alejandro, porque fue veintitrés veces más grande que el de Roma; nuestros personajes formaban como una selva en el siglo XVI. Nosotros fuimos grandes, con una grandeza tal, que quisiera recordar las palabras de un gran español lusitano, Oliveira Martins, que, a pesar de ser positivista y ateo, cuando escribió uno de sus libros cantaba las glorias de España con un acento tal que ciertamente eclipsa aquel otro lenguaje, impropio al hablar de una madre, que suelen usar nuestros historiadores de los partidos democráticos; él, positivista entonces, aunque su sinceridad y buena fe le llevaron a morir abrazado a la cruz; él, positivista y ateo, decía: «No se puede afirmar en España que la monarquía y el catolicismo fueran contra natura; habría que averiguar de dónde sacaron ellos su fuerza, y habría que quemar todos los documentos históricos, unánimes en reconocer el entusiasmo del pueblo con los reyes y los sacerdotes, en que se veía a sí mismo representado». Él era el que, cantando la España del siglo XVI, decía: «No era un monstruo, era un gigante; en su seno latía la vida; su brazo era tan titánico y potente, que, cuando se levantó, pareció que con un esfuerzo sobrehumano alteraba las leyes de la naturaleza y de la historia; cada personaje era un gigante...». Y todos los enumera, desde Lope a Camoens, desde Felipe II a Juan III, y aunque algunos alcanzan epítetos denigrantes, en cierta manera a todos los reconoce como grandes, porque la imparcialidad histórica a eso le obliga.
Cuando nos levantamos formando aquella unidad poderosa de una fe ardiente que nos puso en movimiento, Europa dobló la cabeza para dejarnos pasar. Entonces las leyes históricas parece que se suspendieron; fue necesario que el gigante se desangrara y sucumbiera en una lucha de más de un siglo para que las leyes históricas volvieran a regir los intereses humanos como en la vida ordinaria.
Una historia de tal magnitud y de tal grandeza no puede ser denigrada, no puede ser escarnecida; y esa historia es aquella que coincidió, a pesar de los vientos adversos que en toda Europa reinaban, con la idea regionalista al mismo tiempo que con la idea nacional fundada sobre la idea religiosa.
Ya me he imaginado muchas veces que esta España gloriosísima se hubiera formado como si hubiera habido raíces dispersas de los elementos indígenas, celtíberos, de los elementos semitas, helénicos, romanos; todos eran como raíces que no podía dar de sí, al romper el suelo, más que pequeños arbustos; pero un día la Iglesia los juntó con la abrazadera de oro de una misma fe, les comunicó su savia, hizo que formasen un tronco común y ese tronco se levantó y tuvo una fronda gigantesca que casi cubrió el sol. Pues bien; ese tronco existe, la savia no ha muerto todavía, todavía cabe pedir que no se convierta en uno de esos palos secos y largos que se levantan en la llanura como demandando una centella o el hacha del leñador, sino que con savia nueva, que ahora va naciendo en todas las regiones, se levante otra vez y rejuvenezca el tronco, para que florezca, para que extienda su copa, para que allí el altar del sacerdote, la lira del poeta, la espada del guerrero, la herramienta del obrero, la esteva del labrador, todo se cobije el día que la tormenta sacuda los cimientos de Europa; y cuando las aves del cielo vengan a posarse en esa fronda del gran árbol nacional, pueda salir la tribu peregrina a emprender nuevas cruzadas por la historia, y a llevar caliente sobre su corazón y como en un relicario la semilla que él produce, y a plantarla en nuevas tierras donde otra vez se bendiga este pabellón español que un día cubrió con su sombra el planeta y que no tienen derecho a escarnecer los hijos de la generación presente.

* Del discurso en el Congreso, 3 de marzo de 1906, en «El tradicionalismo español», Ediciones Dictio – Buenos Aires -1980.

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