«Mi visita al centinela dormido» (fragmento) - Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

     Bien está que sea castigado con pena de muerte. Ya que reposa en su vigilancia tanto sueño de lenta respiración, cuando la vida te alimenta y se perpetúa a través de ti, como en lo profundo de una ensenada ignorada, la palpitación de los mares. Y los templos cerrados con sus riquezas sacerdotales lentamente cosechadas como una miel, tanto sudor y cinceladuras, y piedras acarreadas, y ojos gastados en el juego de las agujas sobre las telas de oro, para hacerlas florecer, y tantos delicados arreglos bajo la invención de las manos piadosas. Y los graneros con provisiones para que el invierno sea fácil de soportar. Y los libros sagrados en los graneros de la sabiduría donde reposa la provisión del hombre. Y los enfermos cuya muerte hago más llevadera, tornándola apacible en medio de la costumbre de los suyos, y casi inadvertida su delegar la herencia. Centinela, centinela, eres el sentido de las murallas que son como una vaina para el cuerpo frágil del poblado, que le impide derramarse, pues si alguna brecha las abre no queda sangre en el cuerpo. Te paseas de un lado a otro, primero abierto al rumor de un desierto que prepara sus armas y que incansablemente vuelve a golpearte como la ola, y a amasarte y a endurecerte al mismo tiempo que te amenaza. Pues no hay distingos entre lo que te destroza y lo que te crea, pues es el mismo viento el que esculpe las dunas y las borra, la misma ola que esculpe los acantilados los derriba, la misma sujeción te esculpe el alma o te la embrutece, el mismo trabajo que te hace vivir te lo impide, el mismo amor colmado, te colma y te vacía. Y tu enemigo es tu misma forma, pues te obliga a construirte dentro de tus murallas, igual que podría decirse del mar que es enemigo del navío, ya que está siempre dispuesto a absorberlo, y que el navío es ante todo lucha contra él; pero del cual también podemos decir que es el muro y el límite y la forma del mismo navío, ya que con el correr de las generaciones ha sido la división de las aguas hecha por la roda, la que esculpió poco a poco la carena, que se ha vuelto más armoniosa para deslizarse, y de tal manera la ha creado y embellecido. Ya que se puede decir que es el viento, que desgarra las velas, el que las ha diseñado como diseñó el ala, y que, sin enemigos no tienes forma ni medida.
    Pero ¿qué serían las murallas si no hubiera centinela?
   Por eso el centinela que duerme deja desnudo al poblado. Y por eso se apoderan de él, cuando lo encuentran, para ahogarlo en su propio sueño.
   He aquí que el centinela dormía con la cabeza apoyada en la piedra lisa y la boca entreabierta. Y su rostro era el rostro de un niño. Apretaba aún su fusil contra su cuerpo, igual que un juguete que se lleva en el sueño. Y considerándolo, tuve piedad. Pues tengo piedad, en las noches cálidas, del desfallecimiento de los hombres.
  Claudicación de los centinelas, es el bárbaro quien os adormece. Conquistados por el desierto, dejan así las puertas libres de girar lentamente sobre sus goznes aceitados, en silencio, para que sea fecundada la ciudad cuando está agotada y necesita del bárbaro.
   Centinela dormido. Vanguardia de los enemigos. Conquistado por anticipado, pues tu dormir es un negarte a ser ligado permanentemente por la ciudad, y una espera de muda y un abrirte a la simiente.
   Entonces se me apareció la imagen de la ciudad derrotada por tu simple sueño, pues todo se ata y se desata en ti. Cuán hermosa es tu vigilia, oído y mirada de la ciudad. Y de tan noble comprensión dominando con tu simple amor la inteligencia de los lógicos, que no comprenden la ciudad, sino que la dividen. Para ellos la ciudad consiste en una prisión aquí, allá un hospital, más lejos la casa de sus amigos; y aun a ésta la descomponen en su corazón, no viendo sino una habitación, y otra, y otra. Y no solamente las habitaciones, sino cada objeto de ellas viendo un objeto, y el otro, y el de más allá.
  Luego hacen desaparecer el objeto. ¿Y qué harán con esos materiales, con los que no quieren construir nada?
   Pero tú, centinela, cuando velas estás en relación con la ciudad librada a las estrellas. No esta casa, ni la otra, ni ese hospital, ni ese palacio. Sino la ciudad. No esa queja de moribundo, ni ese grito de parturienta, ni ese gemido de amor, ni ese llamado de recién nacido, sino ese soplo diverso de un cuerpo único. Sino la ciudad. No la vigilia de aquél, ni el sueño de éste, ni el poema de aquel otro, ni la búsqueda de este último, sino esa mezcla de fervor y de sueño, ese fuego bajo las cenizas de la vía láctea. Sino la ciudad. Centinela, centinela, con el oído pegado al pecho de una amada, escuchando ese silencio, esos reposos y esos alientos diversos que no hay que dividir si se desea entender, porque son el latido de un corazón. El cual es sólo latido del corazón. Y no otra cosa.
   Centinela, cuando velas eres mi igual. Pues la ciudad reposa sobre ti y sobre la ciudad reposa el imperio. Cierto, acepto que cuando yo paso te arrodillas, pues así andan las cosas, y la savia va de las raíces al follaje. Está bien que suba hacia mí tu homenaje pues es la circulación de la sangre en el imperio, como el amor del desposado hacia la esposa, como la leche de la madre al niño, como el respeto de la juventud hacia la vejez. Pero ¿puedes señalarme a alguien que reciba algo? Pues, para comenzar, yo mismo te sirvo.
   Por eso, cuando te apoyas contra tu arma, de perfil, ¡oh mi igual en Dios!, pues ¿quién puede distinguir las piedras de la base de la flecha de la cúpula, y quién puede mostrarse celoso de una o de otra? Por eso el corazón me late de amor al mirarte, sin que ello me impida hacerte encarcelar por mis hombres de armas.
   He aquí que tú duermes. Centinela dormido. Centinela muerto. Y yo te miro con espanto pues en ti duerme y muere el imperio. Lo veo enfermo a través de ti porque es un mal signo que me delegue centinelas para dormir…
   «Ciertamente, me digo, el verdugo cumplirá su misión y ahogará a ése en su propio sueño…». Pero en mi piedad se alzaba un litigio nuevo e inesperado. Pues sólo los imperios fuertes siegan las cabezas de los centinelas dormidos, pero estos imperios que ofrecen centinelas para dormir, no tienen ya derecho a segar nada. Porque importa comprender bien el rigor. No es cortando las cabezas de los centinelas dormidos como despiertan los imperios; es cuando los imperios se han despertado que se cortan las cabezas de los centinelas dormidos. Otra vez confundes aquí el efecto con la causa. Y viendo que los imperios fuertes cortan las cabezas, tú quieres crear tu fuerza cortándolas, y no eres más que un bufón sanguinario.
   Funda el amor, y fundarás la vigilancia de los centinelas y la condenación de los que duermen, pues en este caso son ellos mismos quienes han tronchado el imperio.
[...]

* En «Ciudadela», Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1966.

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