«La Gran Cartuja» (fragmento) - León Bloy (1846-1917)

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      Fundada en 1084, la de San Bruno –roble glorioso que cubre el mundo cristiano con su vigorosa frondosidad– es la única entre todas las familias religiosas que ha merecido este testimonio del Papado: «Cartusia nunquam reformata, quia nunquam deformata»; la orden de los Cartujos, nunca deformada, no ha necesitado jamás ser reformada.
En un siglo arrojado como el nuestro a las lampreas o a las morenas de la total anarquía que amenaza convertir al mundo en festín, es por lo menos interesante contemplar ese monumento del pasado cristiano de Europa, único que ha quedado en pie e intacto, sin sacudidas ni máculas, en medio del torrente de los siglos.
«¿De dónde proviene eso? –dice un autor cartujo de nuestro tiempo–. De la sabiduría que por rigurosa consecuencia acompaña a las resoluciones del Definitorio, puesto que sus Ordenanzas no obligan sino después de haber sido experimentadas y deben tener la aprobación de aquellos que no las han dictado [...]»
Por lo demás, basta franquear los límites de ese célebre Desierto para sentir súbitamente la ausencia del siglo décimonono y tener, donde es posible, la ilusión del décimosegundo. Pero es indispensable que la ruta no sea obstaculizada por las caravanas bulliciosas de la curiosidad. Se encuentra entonces, verdaderamente, el Desierto hosco y formidable que Dios mismo, según se cuenta, había señalado a su siervo Bruno y a sus seis compañeros para que su posteridad espiritual, durante ochocientos años por lo menos, cantara allí, en la paz augusta de las alturas, el júbilo de la tierra ante la faz del Señor. Jubilate Deo omnis terra... Jubilate in conspectu Regis Domini.
 Jamás había saboreado Marchenoir tan profundamente como en la cuesta de la Gran Cartuja, entre Saint-Laurente-du-Pont y el monasterio, la belleza religiosa y sedante del silencio. Había caído una gran nevada durante la noche y todo el paisaje, vestido de blanco como un cartujo, reverberaba a sus ojos con el tono gris de un cielo bajo y pesado, que parecía reclinarse sobre la montaña. Sólo el torrente que rueda en el fondo de la garganta salvaje interrumpía con su estruendo la taciturna quietud de aquella adormecida naturaleza. Pero –a la manera de una voz única en un lugar muy solitario– ese clamor de abajo, que subía disolviéndose en el espacio, era absorbido por el silencio dominador y lo hacía parecer más profundo y más solemne.
Se inclinó para mirar soñadoramente esa agua loca y saltarina, impropiamente llamada Guiers-Mort, y cuyo color azul de acero cuando el torrente se precipita, se asemeja a un muaré verde y ondulado de espuma cuando se recoge tembloroso en su lecho de rodas para lanzarse en un impulso más furioso y en una caída más fatal.
Marchenoir se puso a pensar en la infinita duración de aquel torrente que para la gloria de Dios corre así desde hace miles de años, menos inútilmente, sin duda, que muchos hombres que no tienen por cierto su belleza y a los cuales parece huir refunfuñando para no verse obligado a reflejar su imagen. Se acordaba de que San Bernardo, San Francisco de Sales y muchos otros, después de San Bruno, habían ido a ese lugar; que míseros y poderosos, evadidos del mundo, habían pasado por ahí durante medio historia del cristianismo y que debieron de ser atraídos, como él en ese momento, por aquella perpetua y fugitiva imagen de todas las cosas del siglo...
Tal meditación y en sitio semejante, ejerce poderosa influencia sobre el alma y es recomendable a los aburridos y a los que andan a tientas por la vida. Marchenoir, tan herido y sangrante como pudiera estarlo un hombre desdichado, sintió una dulzura infinita, una calma de muerte apacible, insospechada hasta el momento. Se bañó en el olvido de sus dolores inmortales, que debían, un poco más tarde, ataparlo nuevamente. A medida que ascendía, su paz se enaltecía agrandándose, y todo su ser se diluía y se evaporaba en una dulzura casi sobrehumana.
Una página de adorable ingenuidad que había aprendido de memoria en otro tiempo –tan hermosa era–, volvió a su imaginación y cantaba dentro de él como un arpa eolia encordada con cabellos de Virgen y tañida por los suspiros de los serafines.
Había encontrado esa página en una antigua Vida de aquel célebre sacerdote de Condren, cuya doctrina era a tal punto sublime, que el cardenal de Berulle escribía de rodillas todo lo que le oía decir. He aquí los términos con los cuales este sorprendente personaje hablaba de los Cartujos:
Son hombres elegidos por Dios para expresar, con la mayor ingenuidad y exactitud posibles en las criaturas humanas, el estado de aquellos que las Escrituras llaman ‘los hijos de la Resurrección’, como si fueran espíritus inmortales puros. Se elevan sin cesar por sobre sí mismos en la contemplación de las cosas divinas. No hay noche para ellos, puesto que es durante las tinieblas de la tierra cuando realizan sus santas obras de criaturas de luz. Todos ellos están honrados con la santidad del sacerdocio, pues los santos, como lo testimonia San Juan, son los sacerdotes del cielo. Sus hábitos son del color de los de los ángeles cuando se aparecen a los hombres; su modestia y su inocencia es un cuadro de la sabia simplicidad y de la rectitud de los bienaventurados. Su morada en la Gran Cartuja no es en absoluto lugar para mundanos; hay que ser sólo espíritu para vivir allí. También se puede salir de las tumbas de toda clase de monasterios para ir a revivir entre esos santos resucitados; pero cuando se ha entrado en esa Casa de Dios, cuando se ha traspuesto esa Puerta del Cielo, hay que ser santo o ya jamás se llegará a serlo.
–¡Ser santo! –exclamó Marchenoir, como en un delirio–. ¿Quién puede esperarlo?... Job, cuya paciencia se alaba, maldijo hace cuatro mil años el vientre de su madre, y se necesitan centenas de millones de desesperados y de exterminados para dar la medida exacta de los dolores que el nacimiento de un solo elegido cuesta a la vieja humanidad... Será siempre así, oh celeste Padre que has prometido reinar sobre la tierra?...

* En «El desesperado», Editorial Difusión SA – Buenos Aires, 2ª. edición - 1968, pp. 68-71.

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