«Sitios» - Luis Gillet (1876-1943)

«…Toda catedral está orientada, es decir, su eje se traza del Este a Oeste; el ábside recibe los rayos del sol naciente, y la fachada, por el contrario, las supremas miradas del astro en su ocaso…»

Una de las bellezas de la catedral es la elección del sitio, y esa manera infalible que tiene de instalarse en la naturaleza y de participar en ella.

Hoy que nuestras iglesias se fundan donde pueden, en medio de las nuevas aglomeraciones urbanas, en arrabales sin gloria, puerta con puerta de un cine, en el alineamiento de las calles como las iglesias americanas, sin tener en cuenta la orientación y las grandes reglas tradicionales vigentes desde la más remota edad, nos cuesta trabajo comprender solamente esa belleza que a la catedral presta su carácter de cosa necesaria.

Nada más misterioso que los signos por lo que se reconoce en el mundo la presencia de lo divino, los lugares de la tierra a que se unirá la noción de lo sagrado. ¿Cuáles son los caracteres visibles de esa alianza que el creador ha establecido con su creación, los vestigios que ha dejado en la naturaleza, como sobre el vaso el pulgar del alfarero? ¿En qué distingue el nómada, en el desierto, la tierra donde Jacob fue a descansar su cabeza y donde se posó la escala de los ángeles? ¿En qué el débil arbusto estepario, que Moisés vio de pronto incendiarse por una inflamada presencia, por el candente espejismo de la visión del Horeb? ¿En qué la piedra negra de la Kaaba de la Meca,

Grave bloque caído de un oscuro desastre,

sobre el cual el Profeta ha construido su Iglesia? ¿En qué, entre las rocas celtas de la meseta de Pontevedra, la piedra chata, cubierta de mágicos grafitos, como si sólo esa piedra, y no sus vecinas, poseyese el poder de conjurar los hados y de influir sobre las infernales potencias?

Algunas veces este carácter es legible con evidencia, en ciertas soledades trágicas o arcádicas, como si la misma Providencia hubiese cuidado de inscribir allí el nombre de Dios: en el caos del Sinaí o las dramáticas gargantas de Delfos, entre los Phoedríadas centelleantes y la pirámide del Kirphis, en la horrible grieta donde brota la fuente de Pythía, sobre la cumbre del Thabor o entre los robles de Dodona, en la gruta del Gargan o sobre el Pico de Tombelaine, que el mar y el cielo, en el fondo de su golfo bretón, rodean de meteoros, o, al contrario, en las dulzuras pastorales y los arroyos de miel del valles del Alfeo, el viajero más distraído y menos atento no puede desconocer a un dios.

Casi todas las catedrales, y esa es su primera belleza –como una especie de belleza fundamental y anterior, una belleza anticipada que falta a toda iglesia de construcción moderna– tienen esa gracia de elección, de destinación, de prefiguración, que hace que estén allí no por un capricho de los hombres, sino por un decreto del Eterno.

Apenas si hay catedrales que no estén construidas, en las Galias o en el antiguo mundo romano, sobre el emplazamiento de un templo: en los cimientos de Saint-Landry, una de las iglesias absorbidas en las ampliaciones de Nuestra Señora de París, se han encontrado encantadores bajorrelieves de jaurías y escenas de caza del tiempo del Emperador Juliano, cuyos restos se conservan en el museo de Cluny.

Pocas catedrales hay en España que no hayan reemplazado a una antigua mezquita, heredera a su vez de un templo antiguo o de una iglesia visigoda. Pero, ¿cuál de estas catedrales iguala la teatral mutación de la de Córdoba, donde una maravillosa iglesia del Renacimiento estalla como una triunfal música y chorrea luz y gloria, entre las sombras y las delicias del palmeral almorávide? También un patio de mezquita y una presencia del Islam se evocan en el atrio resplandeciente que precede a la catedral de Palermo, y un templo griego y las augustas columnatas de un peristilo dórico hermano de Segesta y Pestum, tras la más deliciosa de las fachadas barrocas, hacen patética la penumbra de la catedral de Siracusa.

Un dios no se desplaza: jamás el cristianismo ha ido propiamente a deponer un culto, sino a superponerse o injertarse en él. Todavía se ve en el Mans la vieja piedra druídica llamada Piedra de la Leche por las buenas mujeres de la ciudad, que le ofrendan sus devociones al pasar bajo el pórtico, como a un príncipe desposeído o disfrazado de mendigo que pidiese limosna a la puerta de su palacio. En la catedral de Puy, bajo la sombría escalera, tenebrosa como una gruta, que desemboca en la nave, sigue yaciendo al pie de un altar la losa milagrosa, el bloque nocturno y basáltico sobre el que los enfermos, como en Epidauro, iban a tenderse para curar.

Chartres ha recibido, como legado del Emperador de Constantinopla la cabeza de Santa Ana y el antiguo velo de tela siria, delicadamente bordada, que pasa por ser la túnica de la Virgen; pero no son esas reliquias insignes las que crearon la celebridad de tan famoso lugar de peregrinación. Mucho tiempo antes de nuestra Era estaba allí el ombligo de las Galias, el país del Medio, un lugar santo consagrado por la religión. Una tierra de oráculos, guardada por las sombras inmensas del bosque carnuto[1]. Allí celebraban los druidas sus concilios. Una gruta, una fuente, la figura de una muchacha llevando a un niño en sus brazos eran los elementos del culto; hablaban vagamente de esperanza, del misterio de la vida y de la parición. En esos rasgos reconoció sin trabajo el cristianismo un esbozo del bautismo y de la Encarnación, una imagen profética y una especie de premonición de la Virgen que debía dar a luz.

En la cripta han encontrado, hace algunos años, el brocal de un pozo, el pozo de los «Santos Fuertes», cuyo inexplicable nombre atestigua la creencia en oscuras virtudes. Esa es, evidentemente, la fuente donde veneraban en el fondo de las edades la imagen de la Paritura. De esas profundidades milenarias, y de las más secretas entrañas de nuestro suelo y de nuestra historia, es de donde brota la forma inmortal que hoy admiramos. Pero lo que emerge a la luz jamás hubiese existido sin profundas raíces. En el fondo de esa cripta fatídica entrevemos el alumbramiento de lo divino, la balsa de agua tranquila y subterránea donde se agitan esas potencias que Goethe llama «las Madres».

Nada más conmovedor que esa prehistoria de las catedrales, que esos cimientos ocultos que fundan sus superestructuras sobre algo preestablecido o preexistente. ¡Punto de intersección donde lo cristiano se articula y va a insertarse en lo pagano! Vocación de esos lugares marcados en la frente, como los sacerdotes, con el signo de la divinidad, para ser sus altares. Goznes donde desde siempre se apoya sobre nuestra tierra carnal la puerta de los sueños –janua coeli– y la de las cosas eternas.

Tal vez el sentimiento de esa fuerza sobrenatural explique una circunstancia topográfica muy singular. Muchas catedrales tenían su cabecera encajada en la muralla. Su ábside, como una torre, formaba parte del recinto amurallado de la ciudad. Así en Chartres, en Reims, en Bourges, en el mismo París, donde Notre-Dame se alza como un castillo de popa en la punta de la Cité; todavía se ve esto en Rodez o en Pamplona, sobre la muralla que vigila los puertos de los Pirineos, allí donde el capitán Ignacio de Loyola, visitando las baterías, resultó con una rodilla destrozada por una granada francesa, y sobre todo en el joyel místico de las Castillas, en la fortaleza sagrada de la santa Ávila.

Esto se explica a menudo por el hecho de que muchos obispados, en los primeros siglos de la Iglesia, se encontraban relegados a la periferia de las ciudades, en el fondo de los barrios populares. Mas pronto esa posición desacreditada se trocó en puesto de honor. La catedral se vio englobada, como el castillo de Dios, en el sistema de las fortificaciones medievales. Fue la roca de la defensa. En vez de estar, como hoy, al abrigo de los peligros en el interior de las ciudades, antaño montaba la guardia sobre la muralla: era la pieza esencial de la armadura, el talismán de la ciudad, como una reliquia encajada en el puño de una espada. Como tantos viejos obispos galo-romanos de los tiempos bárbaros, que se adelantaron armados con el signo de la cruz, y desviaron a Atila, la catedral fue el escudo que primero se oponía a las amenazas y a las tempestades exteriores; contra todos los peligros, los hombres invocaban el auxilio de las cosas santas.

De estas mismas preocupaciones sin edad resulta una última disposición de las catedrales. Toda catedral está orientada, es decir, su eje se traza del Este a Oeste; el ábside recibe los rayos del sol naciente, y la fachada, por el contrario, las supremas miradas del astro en su ocaso. Asegura una piadosa tradición que esta disposición trae su origen del Calvario: Cristo, al morir volvió su rostro hacia el Occidente, hacia los Gentiles, hacia Roma, donde sus apóstoles iban a llevar su Evangelio.

Según otros la razón de esa costumbre es completamente diferente y se remonta al Génesis. Vuelta la puerta hacia Occidente, los fieles rezan en el interior del santuario cara al altar, colocado del lado del Oriente, es decir, del lado del Paraíso terrenal, a fin de mantener en ellos la pena de la patria perdida, la nostalgia del cielo, el deseo de volver a encontrar el verdadero Edén, residencia de la beatitud. Se observa la misma regla en la sepultura de los muertos; dirigida la cabeza hacia el Este, el difunto, como un durmiente despertado por la aurora, revivirá de súbito, en la hora del Juicio final, los rayos del Día eterno.

Pero, en realidad, las cosas remontan mucho más allá que la tradición cristiana. Los templos de Egipto y de Grecia estaban también orientados. Parece como si esa orientación, que traza el plano del santuario según el curso de las cosas celestes, fuese un dato esencial a la idea misma de «Templo» y de contemplación, inherente a los instintos espirituales del hombre, que trata de escapar al desorden de los fenómenos y fundar la morada de los dioses a imagen del firmamento.

¿Qué es un templo? Antes de ser una morada, el palacio de un divinidad, es un espacio, un círculo mágico, a menudo el calvero de un bosque, donde el sacerdote, el adivino, se colocaba en las remotas épocas de nuestra historia, en las condiciones rituales de tiempo y sigilo, para observar los signos de lo alto, el vuelo de los pájaros, la posición, las amenazas o las promesas de los astros. Después era el terreno que el oficiante determinaba sobre el suelo con su bastón o lituus[2], mientras pronunciaba ciertas fórmulas sacramentales; terreno que comprendía todo el campo abarcado por la vista, el espectáculo, el ámbito aéreo hasta el parpadear de las estrellas; una especie de torre abstracta, de cilindro, de telescopio, de lente ideal dirigido hacia el cielo por una operación atrevida, para interrogar las regiones superiores, el trayecto de las criaturas aladas, descifrar e interpretar los jeroglíficos y conjunciones estelares y deducir de ellas consejos y órdenes para nuestros destinos.

Todo esto está ligado profundamente a nuestros más antiguos conocimientos, a los cuatro puntos del horizonte, a nuestros primeros esfuerzos para salir del caos de los hechos y de la prisión de nuestros sentidos, para penetrar en el terreno de las realidades inteligibles. Rconócese en ello la idea majestuosa del cosmos, de las relaciones ocultas que existen entre nuestra humilde máquina y el conjunto del universo, los primeros estremecimientos ante el infinito y la idea de que ese infinito no nos es extraño, de que el hombre no está en este mundo como un náufrago indiferente arrojado sobre un despojo que flota, la fe persuasiva de que hay un sentido en la creación y de que ese sentido puede sernos revelado, que es un texto legible en los cielos, a la luz de las estrellas y de la conciencia. Verdades de siempre que vuelven a hallarse en la Iglesia.

Así es cómo en la orientación de las catedrales hay algo que viene de muy lejos, y que sobrepasa mucho, en verdad y en seriedad, al estremecimiento poético de la salutación cotidiana y del adiós a la luz, del ángelus de la mañana, del mediodía y de la tarde. Hay la presencia mística de una cosa secretamente concedida a las estrellas y que forma parte de los grandes ritmos de la creación. Brotada de una germinación visceral desconocida, de una simiente confiada a los más íntimos escondrijos y cavernas del suelo, y atraída hasta las nubes, donde se pierden sus agujas, por la atracción de los astros, la catedral es el «monstruo» –munster, dice el alemán–, el prodigio, la Esfinge que canta, como el coloso de Libia, a los rayos del sol: trazo de unión por donde se opera la amalgama del hombre y de lo divino, las bodas de la Tierra y del Cielo. 

* En «La Catedral viva», Ed. Sol y Luna – EPESA, 1946, pp.35-42.
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[1] Antiguo pueblo de Galia mentado por Julio César en sus «Comentarios». Ocupaba el actual país de Chartres. (N. del T.)
[2] Lituus, bastón ritual, sin nudos, curvado en la parte superior que era utilizado por los augures de la antigua Roma como símbolo del cuerpo sacerdotal al que pertenecían. Con él trazaban en el aire líneas imaginarias demarcando determinadas formas con el fin de conocer si era propicio a los dioses llevar adelante el acontecimiento a realizar: fundación de ciudades, construcción de templos de divinidades, iniciación de una batalla, etc. La peculiar forma del lituus ha sido conservada por la Iglesia en el báculo de los obispos. Para más datos sobre este interesantísimo tema, ver «Homo conditor», de Alfredo Di Pietro, en «La Ciudad, su esencia, su historia, sus patologías» (Ed. Fades, Buenos Aires, 1984). (Nota de «Decíamos ayer…»).
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