«Nacionalismo» - Tomás D. Casares (1895-1976)

De la conferencia pronunciada por el Dr. Tomás D. Casares, en el Colegio Nacional de Buenos Aires, el 5 de julio de 1933.

Dijimos que la nacionalidad nos incorpora a una realidad social que tiene historia. Acabamos de decir que se trata de una incorporación natural e ineludible. ¿Cuál ha de ser nuestra actitud con respecto a esa historia? ¿Por el hecho de que la nacionalidad hace de esa historia NUESTRA HISTORIA, hemos de hacer de todos sus trances una epopeya? El fundamento de una virtud no puede ser una mentira; y el patriotismo debe ser una virtud en la más rigurosa acepción de la palabra.

Decir que somos solidarios con el pasado nacional, no es declarar intangibles a todos los hombres y todos los episodios de la tradición patria. Por el contrario, como esa solidaridad no es con cada uno de los hombres y cada uno de los hechos del pasado, sino con el pasado mismo, en cuanto gestación de la nacionalidad, el rigor de la discriminación será en esta actitud mucho mayor. No se justifica que sea aplicado al juicio del pasado un criterio distinto del que debe aplicarse al juicio del presente, cuando se trata de una valorización esencial. La verdad de hoy, con respecto a los fines del Estado, a las condiciones de la verdadera libertad, a la primacía del orden espiritual, a la relación de los derechos con los deberes individuales, era verdad en 1810 y lo fue durante los 123 años que desde entonces han transcurrido. Porque la verdad no es el fruto de una decisión mayoritaria, sino que juzga desde su trascendente inmovilidad, todas las decisiones humanas, así provengan de ese título democrático supremo y mágico que es la unanimidad. La verdad es una y la misma en todas partes y siempre. Las exigencias de la justicia deben ser satisfechas como lo impongan las circunstancias; pero al través de todas las circunstancias imaginables, las exigencias fundamentales de un orden justo no varían. Y como la unidad espiritual, que es condición primera de una nacionalidad, no puede ser realizada fuera de la justicia y la verdad, es con sujeción a la justicia y a la verdad, que debe ser juzgado el proceso histórico cuando no se trata de constatar simplemente la formación del país, sino de valorar lo que en ese proceso ha contribuido verdaderamente a la constitución de un alma nacional.

Esta es la primera consecuencia que en punto a valoración histórica ha de producir un nacionalismo estricto para el cual no haya otra grandeza auténtica que la grandeza de realizar el bien común según el único orden en que puede tener realización, y que es el de la eterna ley de Dios. No se contribuye a la grandeza de la Patria, como suele pretenderlo la declamación patriótica, mediante la exaltación de todo lo nacional por el mero hecho de serlo, sin discernimiento de valores y por ende, sin convicción y sin respeto. Como si la unidad espiritual de la Nación pudiera constituirse mediante la fusión ficticia y la equiparación romántica de la verdad y el error, lo bueno y lo malo que hubo en nuestro pasado y que haya en nuestro presente.

¿Esto quiere decir, acaso, que en el pasado nacional sólo tiene valor de tradición auténtica lo que sea conforme con las exigencias de una estricta verdad en materia política, social y espiritual? No; entenderlo así sería confundir la actitud nacionalista a que me estoy refiriendo con la de quienes se desentienden de todo deber de continuidad histórica. El presente no se enaltece para éstos por estar en la línea de la tradición; sería la tradición la que adquiriría valor por su conformidad con el presente. Negación absoluta, repito, de todo deber de continuidad histórica; supresión consiguiente de los rasgos de la fisonomía patricia; reducción del patriotismo a la obligación de realizar una obra actual, sin ninguna solidaridad con el pasado, orientada sin defensas por la opinión política o social que accidentalmente predomine. Lo que equivale a la pura y simple negación de la nacionalidad.

La finalidad que las naciones deben cumplir es, en lo esencial, la misma para todas. Es una la justicia a que la obra de todas debe ceñirse. El bien común que deben procurar es para todas, siempre, un ordenamiento político y social conforme con las exigencias del último fin del hombre. Y el último fin del hombre no es objeto de elección, sino materia de un deber idéntico para todos como idéntica es, esencialmente, en todos la condición humana[1]. Una sola es la ley fundamental de las naciones, pero las naciones son distintas, y sus diversidades son y no pueden dejar de ser irreductibles.

Hay una fisonomía espiritual y física de las naciones que es la expresión de su índole. Proviene de la tierra y de la sangre y determina el destino propio de cada una de ellas. Como se trata de una estructura natural sobre la cual reposa la individualidad de la nación, hay un deber de consecuencia a su respecto. La tradición auténtica expresa los frutos de la lealtad al espíritu nacional en el transcurso de la historia. En el éxito o en el fracaso, en la verdad o en el error sincero, esa lealtad puede existir. Y es su existencia, precisamente, lo que pone al acontecimiento histórico y a sus actores, en la línea de la tradición y lo incorpora todo a la nacionalidad. No es la fantasía de los dirigentes afortunados lo que da sello de individualidad a la nación. Los verdaderos dirigentes lo son en la medida en que expresan la fisonomía espiritual de la nación, en la medida en que contribuyen a la plenitud del destino de la Patria colocando a la vida nacional en los cauces de la verdadera tradición, que es como decir en conformidad esencial consigo misma. Así se forjaron «los viejos moldes patricios». En ellos y no en lo que invente la imaginación de los ideólogos o el interés inconfesable de un internacionalismo cuya entraña no es ya un misterio para nadie, «en ellos han de fundirse los nuevos metales de la nacionalidad» para que no sea traicionada la índole argentina de la que tenemos el honor y debemos tener el orgullo de ser custodios celosos y responsables. 

* En «Revista Baluarte» N°14, Buenos Aires, Julio de 1933.


[1] Y por eso la comunidad internacional no debe ser un equilibrio de fuerzas o una compensación de intereses, ambas cosas permanentemente amenazadas por la soberbia de un nacionalismo erigido en ideal supremo y exclusivo. Debe reposar en la evidencia de un ideal que por su naturaleza trascienda la categoría de todo lo nacional. La verdadera comunidad habrá de volver a ser lo que fue la Cristiandad.

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