«San Agustín. De Civitate Dei» - Jorge Siles Salinas (1926-2014)

Es éste un fragmento de un notable y magistral artículo. Su lectura resulta muy esperanzadora para estos tiempos física y, sobre todo, espiritualmente virósicos.

    No nos es difícil imaginar el efecto desolador que debió producir en el ambiente cristiano del siglo V la trágica noticia del saco de Roma por Alarico, al mando de sus bandas de bárbaros visigodos. El año 410 tuvo lugar el suceso inconcebible; durante días y días la ciudad se vio ultrajada, aterrorizada, sometida a un feroz pillaje, incendiada y torturada por los asaltantes. La relación de los hechos cruzó todos los ámbitos del Imperio dejando paralizados de espanto a los oyentes. ¡Como! ¿No se había dicho que Roma era la ciudad eterna, que su perennidad estaba asegurada por las leyes divinas y por las previsiones de los hombres? ¿No habían dicho los escritores del paganismo, primero, los expositores del pensamiento cristiano, después, que Roma estaba investida de un carácter sagrado y que su esplendor había de irradiar para siempre, hasta los últimos confines? ¿Era necesario pensar que el agravio inferido a la majestad romana significaba que la Urbe debía seguir el destino de tantos Estados que desde las más altas cimas se precipitaron al abismo de la descomposición? ¿O más bien había que deducir de aquellos sucesos que eran la señal segura de la proximidad del fin de los tiempos?
    En Belén, el rudo San Jerónimo, que alimenta su erudición en las fuentes de la cultura clásica y, a la vez, de la tradición bíblica, al ser informado del terrible episodio del año 410, no puede ocultar su emoción y prorrumpe en exclamaciones de sincero dolor: «Mi voz –dice– se apaga. Los sollozos ahogan mis palabras. La ciudad que había dominado al mundo ha sido dominada. Ella perece tanto a causa del hombre como por obra de la espada. La ilustre cabeza del mundo es presa de las llamas. Quise hoy contraerme al estudio de Ezequiel, pero en el momento de empezar a dictar he pensado en la catástrofe de Occidente y he tenido que guardar silencio, comprendiendo que el tiempo de las lágrimas era llegado...».
   Pocas conciencias tan lúcidas como la del traductor de la Biblia para percibir los síntomas de decadencia que se acusan en el cuerpo del Imperio. A su juicio, Roma está herida de muerte; con ella habrá de acontecer lo que ya sucedió con los otros imperios y civilizaciones. Es, pues, un gran cataclismo lo que se avecina y el pensamiento cristiano debe tratar de averiguar los signos de los tiempos para conformar sus actos a los designios de la Providencia. Bajo el influjo del hebraísmo, muchos son los cristianos que se sienten inducidos a ver en los acontecimientos contemporáneos los anuncios de una realidad apocalíptica, próxima a manifestarse.
    Es conocida la forma en que San Jerónimo interpreta el sueño de Nabucodonosor, en el libro de Daniel. La estatua inmensa que el rey babilonio había contemplado en su sueño, cuya cabeza era de oro; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro, pero con partes de barro en los pies; esta estatua, según el profeta Daniel, correspondía a la sucesión de cuatro imperios, que habían de desaparecer uno después de otro. Interpretando teológicamente el proceso de la historia, San Jerónimo cree estar en condiciones de reconocer estos imperios según el material de que se componía la estatua en cada una de sus partes. El primero fue el de Babilonia, el segundo, el de los persas, el tercero, el de Alejandro. En cuanto al cuarto, no parecía difícil hallar su semejanza con Roma; un imperio de hierro, pero con una base inconsistente y frágil: ¿no podría reconocerse en esta imagen la realidad romana, tal como ella se presentaba a los ojos de un espíritu cultivado del siglo V?
    Esta visión catastrofista no habrá de prevalecer, afortunadamente, entre los escritores que tratan de avizorar el porvenir a la luz trágica de los sucesos que se presentan a su vista. De un lado, la esperanza implícita en el mensaje cristiano infundía fuerzas en los mejores espíritus para no desfallecer; de otra parte, estaba tan arraigada la idea de la perennidad del destino romano que muchos veían en esta certidumbre un motivo para no abandonar la confianza en el futuro. La asociación de Roma y Cristianismo era una base segura para alejar del pensamiento toda inquietud que hubiese de proyectar tonos demasiado sombríos sobre el porvenir.
   Afirmando todavía su fe pagana en la indestructible realidad de Roma, el poeta galo Rutilio Namaciano compone un poema dedicado a «Roma eterna, orgullo de un mundo colmado de su poder, estrella entre las estrellas». Han pasado siete años desde que Alarico entró a saco en la ciudad de la loba, pero el poeta aún se siente con fuerzas para decir: «Tú hiciste, oh Roma, de tantas naciones, una sola patria, y del mundo entero una sola ciudad».
    Desde el otro lado del Mediterráneo, desde su sede episcopal del África cristiana, San Agustín percibe el espectáculo tremendo del hundimiento del Imperio. El 412, dos años después de la caída de Roma en manos de Alarico, inicia su trabajo para la redacción de La Ciudad de Dios, obra en la que empleará los trece años siguientes de su vida. Para la comprensión del contexto histórico en que Agustín compone su libro es necesario agregar que, en 430, Hipona, su sede episcopal, es conquistada por los vándalos; pocas semanas antes, el 28 de agosto del mismo año, se había extinguido en la ciudad sitiada su vida fecunda y genial.
    Pocas obras maestras de la humanidad han sido escritas, como «La Ciudad de Dios», en presencia de la desgracia, bajo la impresión continua de la inevitable desolación, próxima a consumarse. Entre todos los pueblos bárbaros, los vándalos son aquellos de los que menos puede esperarse una actitud indulgente hacia las ciudades sometidas. Después de haber dejado en Francia y España una estela de horrores y matanzas, las hordas de Genserico acometen en el África romana una verdadera empresa de destrucción, con miras a borrar allí de raíz los elementos de la vieja cultura.
    En la mente de los hombres atentos a la situación, surge inevitable una pregunta: ¿por qué han sobrevenido tantos males? ¿A quiénes ha de inculparse como responsables de todas estas desgracias?El grupo de los «viejos romanos», que encabeza Símaco, prefecto de la ciudad, aristócrata refinado, que preconiza el deber moral de fidelidad a las instituciones y a las divinidades de la antigua Roma, considera que los únicos culpables son los cristianos. Frente a tales impugnaciones, se había levantado precisamente el poeta Prudencio, defensor fervoroso de su fe. La composición de «La Ciudad de Dios» obedece también a un propósito apologético, con miras a debelar los errores en que se fundaba Símaco para fustigar al cristianismo.
    El gran libro de San Agustín va, naturalmente, mucho más allá de una simple respuesta a Símaco. Ante el derrumbe que se avecina, él piensa que es necesario sostener la esperanza de la grey cristiana inculcando en ella una nueva visión filosófica de la historia, la cual se despliega, según Agustín, en grandiosos desarrollos, bajo la acción continua de la Providencia. Explica el autor la forma en que el cristiano debe espiritualizar el sufrimiento, haciendo del ejemplo del Salvador la norma suprema de su vida; la adversidad es la fuente verdadera de la superación humana y, de toda experiencia dolorosa, el hombre puede extraer las fuerzas que le permitan asimilar su sacrificio a la pasión redentora de la cruz.
    La gran prueba que le ha sido impuesta al mundo cristiano, al producirse la invasión de los bárbaros, no ha de debilitar la fe con que todo creyente debe apoyarse en la Providencia. La Roma antigua puede morir, pero una nueva Roma vendrá a sustituirla; la vieja sociedad se rejuvenecerá en el sufrimiento; el cristianismo aportará al mundo el vigor que le permitirá resurgir a una nueva vida. La Roma del poderío militar y la férrea organización estatal cederá su sitio a una Roma espiritual, más humana y más justa, capaz de dispensar a todos los hombres, con la verdad del Evangelio, los beneficios de la unidad y de la paz.

* En «Roma: La ciudad eterna y el imperio», publicado en «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 2, n° 4, 1er cuatrimestre de 1974, pp. 65-68.

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