Roncesvalles - 15 de agosto del año 788
HILAIRE BELLOC (1870-1953)

Después que los mahometanos conquistaron a España, Carlomagno, el miembro más conspicuo de la mayor de las familias cristianas, no pudo hacer otra cosa que contenerlos mediante la ocupación del Valle del Ebro, en la misma forma que para fiscalizar a los enemigos de Europa, en otras fronteras, ocuparía el Valle del Elba. A su regreso a la Galia por el camino romano, a través de los Pirineos ístmicos, después de una campaña en España, su retaguardia, a las órdenes de Rolando, fue aniquilada por los montañeses en medio de los Pirineos. Este desastre dio origen a la más noble de las epopeyas cristianas.

El ejército había marchado tres días sobre la cima de las colinas más elevadas, a lo largo del camino romano que conducía a Pamplona, hacia poniente. El grupo principal había pasado mucho antes, desde su emplazamiento al borde del Ebro; esta retaguardia de más o menos tres millas de extensión, avanzaba lentamente, pesadamente, retardada por los carros. Algunos de los hombres más ricos que habían caído enfermos eran conducidos sobre literas, y aunque el camino era firme y estaba en buenas condiciones, sus largos siglos de uso lo habían estropeado, sobre todo en la base de cada cuesta. Existían sitios donde la destrucción era importante, pues a veces corría sumergido en un pantano o cruzaba un arroyo donde las inundaciones primaverales durante trescientos años habían roto los puentes y las indicaciones.
En tales sitios, las dificultades se multiplicaban: los carros arrastrados a mano; los caballos frenados para evitar el vigoroso empuje de las fuerzas que seguían; ruidos confusos, disputas y golpes. Su avance, por lo tanto era lento; los soldados iban abrumados con la pesada carga del botín de las ciudades, el producto del saqueo a los enemigos de la Fe y el agobiador armamento, tan poco adecuado para estas regiones del Sur. Cada hombre llevaba sus piernas cubiertas hasta las rodillas con gruesas polainas de cuero, sobre las cuales enormes anillos de metal entrelazados formaban una malla compacta; otros se cubrían con cotas de láminas superpuestas como las escamas de un pez. Todos los jinetes llevaban mal sujetos a sus monturas, además de los fardos del pillaje, sus pequeños cascos de acero y sus hachas de combate, y algunos de los de mayor jerarquía estaban sobrecargados con un enorme colmillo de elefante curiosamente tallado que podía utilizar como cuerno para notificar a sus seguidores.
Era tal vez el mediodía, cuando llegaron a una vasta y abierta llanura inclinada suavemente hacia levante, y aquí el camino desembocaba perpendicularmente sobre otro más amplio, que constituía la carretera principal de Burgos y del sur. Llevaba ésta directamente a la Galia, a través de los Pirineos ístmicos; era la ruta que, conjuntamente con la del Alto Pirineo, distante hacia el este, formaban las únicas puertas para trasponer esa cadena de montañas. Hicieron un alto breve a mediodía para comer. Su prisa les obligaba a forzar la marcha para abandonar cuanto antes esta tierra ibérica. La caballería ligera de los Emires, situábase en círculo y resplandecientes jinetes fuera del alcance de un tiro de flecha, montaban sus pequeños caballos del desierto; aquí y allá sobresalían la brillante capa roja de un jeque y el brillo de las eslabonadas cotas de acero. Los caudillos cristianos sabían que a raíz de uno que otro accidente ocurrido desde que abandonaron las puertas de Pamplona, el promedio de la marcha había disminuido, de modo que el grueso del ejército iba ya muy distante, en extremo aventajado, allá sobre territorio francés. La distancia entre esta retaguardia y las fuerzas del Emperador era muy grande para tener seguridad, por lo que a pesar de haber marchado bajo el agobio del sol durante tanto tiempo, sin tener en cuenta las protestas y los breves amagos de amotinamiento, recibieron orden de compelir el avance.
La llanura por la cual se adelantaban, como ya lo dije, poseía un suave declive hacia el este. Era una especie de explanada, cuyo terraplén constituíalo la interminable línea de escarpadas cimas nevadas que marcaban la cuesta de los Pirineos. Estas cimas eran de piedra caliza. El sol resplandecía espléndidamente sobre ellas y más arriba se destacaba el firmamento intensamente azul. Extendíanse interminables hacia la derecha, hasta perderse en el horizonte, tal como se pierde la visión de un muro de considerable longitud desplegado a nivel. Frente  mismo al ejército, en la escasa distancia entre éste y la vasta planicie, un amplio bosque de hayas y robles se volcaba como un torrente de verdor sobre el escarpado paisaje. Más allá de esta arboleda, una franja verde cortaba el horizonte entre blancos picos elevados a cada lado. Esta depresión era Roncesvalles, y a través de la verde pradera se advertía claramente la cinta ondulante de la carretera.
Las aldeas que cruzaban estaban desiertas (los vascos eran tan enemigos suyos como los mahometanos); fuera de lo que llevaban consigo no tenían nada para comer o beber, y antes de arribar a la última cuesta mostrábanse exhaustos. Ésta, empero, fue escalada rápidamente. Era una suave pradera de varios centenares de pies, y el ascenso fue más fácil, porque las tropas podían desplegarse. La columna se acortó, y el polvo que tanto molestaba a su cansancio se aplacó. El ambiente era más fresco debido a la altura, y el sol, ahora en todo el esplendor del mediodía, resultaba menos peligroso. Una capilla utilizada por los vascos alzábase ante ellos sobre la colina, y al aproximarse al amplio paso, los guías pudieron contemplar uno de aquellos espectáculos cuya súbita visión estimula las leyendas de la historia y es parte de las gloriosas aventuras referidas en las crónicas de los ejércitos.
Una prodigiosa abertura se abría hacia el norte; millares de pies se posaron al punto sobre la tierra; ensancharon lentamente sus flancos en dirección al paso abierto en la brumosa distancia, más allá del cual, como un mar tranquilo en tiempo de tormenta se extendían las llanuras de Gascuña. Estaban fuera de las ásperas tierras ibéricas y a la vista de su patria. Tupidas selvas revestían los flancos de la hondonada y el agradable rumor del agua en sus abismos acogía su regreso a la Galia. El ojo más avizor entre ellos descubrió o imaginó descubrir, allá en la lejanía, la zigzagueante línea del grueso del ejército que seguía a Carlomagno. Escasas millas más allá, el castillo de San Juan, primer y reforzado baluarte del cristianismo, les recibía después de la aventura en la perdida tierra y domino de Mahoma.
Rolando de las Marcas, que llevaba consigo dos compañeros y una pequeña partida de sirvientes, había avanzado rápidamente, antes que los otros, en parte para observar la naturaleza del camino del lado descendente y en parte –pues era de índole afectiva y soñadora– para contemplar el conjunto de las fuerzas que comandaba y admirar los campos familiares y las tierras cristianas. Advirtiéronle sobre su vigoroso caballo, y su silueta destacada contra el cielo, en tanto que ascendían por el paso detrás de él. El jinete observó el valle silencioso.
En la profunda hondonada, nada perturbaba el silencio, fuera del murmullo del torrente escondido en el bosque. Los muros eran empinados, tan empinados que en algunos lugares, los árboles, perdido su sostén, se habían desplomado sobre la escarpada pendiente; el camino seguía peligrosamente a lo largo de aquel talud. Rolando lo divisaba claramente, primero casi horizontal al borde mismo del precipicio; sostenido aquí y allá todavía por enormes bloques de mampostería romana; luego hundido y ondulante hasta bajar al abismo, donde se perdía entre los árboles. Allá en el fondo del desfiladero, a tres millas aproximadamente de marcha descendente, cruzaba un paso estrecho, cerrado a ambos lados por prominentes rocas. Ningún ser humano transitaba por las montañas ni se percibía el menor movimiento. Por un instante, el jefe vaciló ante la perspectiva de mandar parte de las fuerzas al cerro, con el objeto de reforzar contra cualquier ataque al cuerpo principal, pero segundos después, advirtió que el plan fracasaría. A medida que el valle se hundía, toda comunicación entre el cerro y el camino tornábase más difícil, hasta que unos centenares de yardas más adelante se tornaba prácticamente intransitable aun para un puñado de hombres desarmados. Se decidió, pues, a arriesgar el camino.
Clavó espuelas a su caballo, y él y sus compañeros bordearon el pequeño promontorio y quedaron allí inmóviles, mientras la larga columna de hombres, caballos, carros, rodados, enormes ballistae y bestias de carga marchaba fatigosa hacia adelante. Observó en silencio, sin dar órdenes, sin demostrar prisa ni temor, pero con creciente ansiedad. El sol declinaba sobre las llanuras de Navarra y las fuerzas continuaban su avance. El jefe quedó tras ellas, y desde su puesto tuvo la vasta visión de las mismas, desplegadas en conjunto sobre la falda de la montaña.
En estas circunstancias, apenas había traspuesto una milla, cuando aquellas solitarias colinas comenzaron a demostrar una inquieta y pavorosa vida. Era la caída de la tarde, pero aún se percibían claramente las rocas y los arbustos de las más elevadas cimas. De pronto, primero una mata, luego otra, cobraron movimiento; pero no brillaron reflejos de acero, ni se oyeron gritos o aparecieron esas señales blancas de peligro que hasta un explorador es capaz de descubrir a la distancia: vale decir un rostro humano. Como quiera que fuera, al paso que las tinieblas se tornaban más compactas, era cada vez más cierta la convicción de que la densa oscuridad estaba poblada y que el bosque mismo, donde acababa de internarse la cabeza de la columna, ocultaba vida en su interior.
No era todavía noche completa cuando de pronto un enorme canto rodado desmoronado desde la cima del cerro, allá en el extremo lejano del camino, saltó pendiente abajo por el muro del desfiladero con gran estrépito, en tanto que diminutos a la distancia, un grupo de hombres salvajes prorrumpieron con gritos que fueron contestados inmediatamente por todos los ámbitos del lugar. La maleza despertó; violentas embestidas desde arriba y desde abajo rompieron la línea en uno y otro lado. La caballería, a retaguardia y al galope, se abría paso por entre sus mismos hombres, pero nada podía hacer para la defensa; detrás de ella corrieron los hombres a pie. Al brillar las primeras estrellas, sobre el desfiladero había comenzado una encarnizada matanza.

    

Mucho antes del amanecer, el rumor inhumano de aquel bosque se sumió en el silencio y se desvaneció. Los vascos dormían pacíficos alrededor de las fogatas, y todos los hombres del gran huésped galense, sus enemigos, yacían muertos. Durante largos días, el oro y el acero, las armas y los caballos, las maderas talladas, el marfil y las hermosas joyas –todo el arte de la cristiandad– fueron conducidos cuesta arriba, a través de diminutos  pasos, hasta perderse en los lugares secretos de los Pirineos.

* En «El testigo ocular»,  EMECÉ Editores SA, Buenos Aires, 1951, pp. 59-65.

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