«Louis Veuillot» (fragmento)
JUAN P. RAMOS (1878-1958)
A principios
de 1848 vive en París un periodista que tiene ya dos hijas y espera el
nacimiento de un varón. Se lo participa así a un amigo: «el próximo mes tenemos
que preparar una tercera cuna. Ruegue usted a Dios que ponga un varón en ella,
y sobre todo que le conceda la más alta de las vocaciones humanas. Que sea un
sacerdote, y si es posible un religioso, y si es posible un misionero, y si es
posible un mártir. Dios hará de él lo que quiera, y cuanto haga estará bien,
pero nuestro primer varón ya le está ofrecido y consagrado en nuestros
corazones, pues lo dedicamos a la cruz que salvó al mundo. Se llamará Pedro,
para que crea, para que ame, para que su alma quede preservada de toda ponzoña
herética».
En vez de un
varón nació una tercera niña, y luego una cuarta y una quinta, aunque los
padres seguían rogando por el nacimiento de Pedro. Cuatro años después, en julio de 1852, pierde la menor de las hijas, y en diciembre a la esposa, que
acaba de darle una más. En mayo de 1855 muere la mayor, en julio otra, y un mes
más tarde una más. Ante una sucesión tan implacable de desgracias, los hombres,
por firme que sea su fe, suelen a veces blasfemar de Dios. Este hombre, que
ayer no era más feliz del todo, escribe a un amigo médico esta carta que os voy
a leer:
«Mi querido
Enrique. Agradezco tus palabras. Dios me envió una prueba terrible, mas lo hizo
a la manera de un padre, misericordiosamente. Han penetrado en mi corazón más
luces y consuelos que las lágrimas que lloré. La fe me enseña que mis hijas
viven, y yo lo creo. Hasta me atrevo a decir que yo lo sé. Las contemplo en el
cielo. Tengo la certidumbre que me ayudarán en lo que debo hacer para reunirme
con ellas. Ante sus tumbas, niego la muerte, niego hasta la separación. Sólo el
pecado es muerte. Dolores como estos encienden en el alma un fuego que la
purifica, consumiendo al pecado. Jamás sufrí tanto, y jamás, también, sentí en
mí serenidad más celestial. Dios obra con nosotros como tú procedes con tus
enfermos. Les suministras amargos menjurjes; tajas, cortas, quemas para
curarlos. La ciencia del Señor no es limitada ni falible. Acércate, mi querido
amigo, a estas verdades divinas. Lo son todo, y el hombre no es nada sino por
ellas. Purifican la alegría, santifican el dolor, dan la solución de todos los
enigmas. Si no las tuviera, arrojaría mi fardo, o quedaría aplastado bajo su
peso. Con ellas, lo cargo. Si estuvieras aquí con nosotros comprenderías lo que
es la religión, viendo a mi hermana. Verías el colmo del dolor y el colmo del
valor. Amaba a mis hijas como una madre. Tuvo que sepultarlas, y sus lágrimas
corren desde entonces, pero no muestra al mundo sino un rostro sereno y
sonriente. No estamos aplastados, sino de rodillas, pues no tenemos que hacer
ningún esfuerzo para someternos a la voluntad de Dios, bendiciéndola y
amándola.
»Adiós, mi
querido amigo. Saludo fraternalmente a tu mujer, y te abrazo con toda la
ternura de mi vieja amistad».
Yo no conozco
en cuanto leí en mis años una página de igual sublimidad. Resplandece de la
grandeza desmesurada y humilde que Dios presta a las almas que arden de amor
por Él. Es el grito de un corazón que sufre el mayor dolor de los dolores, mas
lo profiere con serenidad casi sobrenatural.
La suya es una
tremenda voz sonora que clama en Francia, desde hace años, sin miedo de los
grandes ni de los fuertes, contra los enemigos de Dios, contra los ofensores de
la Iglesia de Dios, contra los negadores de la verdad de Dios. Sus palabras
suscitan el odio de unos y el amor de otros, porque es terrible en la polémica,
ardiente en el combate, tesonero en el propósito, duro en el desprecio, mordaz
en el sarcasmo, absoluto en la afirmación, gallardo en la apostura, tajante en
la embestida, impávido ante el ataque, siendo además un magnífico escritor en
cuya prosa el estilo brilla como un infalible instrumento de eficacia, belleza
y persuasión.
Se llama Louis
Veuillot. Nace el 11 de octubre de 1813 en la aldea de Boynes, hijo de un pobre
tonelero. A los trece años va a París como amanuense de un procurador, con
treinta francos al mes. Para ganar unos céntimos más, se levanta al alba, a
juntar arena en los malecones del río. De noche casi no duerme, pues lee cuanto
cae en sus manos. Al poco tiempo su patrón le aumenta el sueldo.
Escribe en los
periódicos. A los diez y siete años es cronista de L’Echo de la Seine Inferieure, y gana fama de buen periodista. Una
hoja del Sur, que sale en Perigueux, necesita un redactor. Alguien propone a
Luis Veuillot. El mariscal Bugeaud, uno de sus dueños, mantiene con el
candidato este diálogo revelador: –¿Qué edad tiene usted? –Diez y nueve años.
–Yo preferiría que usted tuviera veinticinco. –Yo prefiero tener diez y nueve,
contesta en seco Veuillot. La respuesta place al soldado. Lo nombra redactor en
jefe. Inmediatamente el escritorzuelo se transforma en escritor, por su
sinceridad, su fuerza, su estilo, su vocación de polemista, su arte de revestir
los argumentos de gracia y claridad. Antes de cumplir los veintitrés años lo
llaman a un diario de París. Para otro esto sería el camino de los triunfos.
Veuillot no se halla cómodo en él, y lo abandona, prefiriendo andar con desgana
de diario en diario, porque ninguno es conciliable con su altivez.
Aunque todavía
no se ha convertido al catolicismo, ya siente en su espíritu la inquietud de
toda vida humana que carece de un ideal trascendente. Es el trabajo oculto de
la fe que se inicia socavando, en la mente del hombre a punto de ser tocado por
la gracia, los cimientos de la falta de fe. La invitación casual a un viaje, lo
lleva a Roma. Dios lo ilumina, y comulga
una mañana de 1838, cuando apenas tiene veinticinco años. Ese día su vocación
se consagra a un ideal que no tendrá en su vida una sola pausa, ni una sola
claudicación: la defensa del catolicismo en obediencia absoluta a los
principios de la Iglesia de Roma. Desde el momento que accede a la fe, su fe es
completa. Descarta todo inútil problema dogmático. El dogma existe, y basta. Su
único intérprete es el Papa que habla infaliblemente, bajo la inspiración del
Espíritu Santo. Dios, y no el hombre, es la medida de todas las cosas. Sus
actos, en relación con nuestra vida, obran siempre en nuestro bien, aún en los
momentos en que nos parecen incomprensibles. Esta manera de comprender y
practicar la fe aclara el sentido de las cartas que os he leído sobre el hijo
que está por nacer y sobre las hijas que acaban de morir.
Concluido en
Roma el proceso espiritual de la conversión, Veuillot pasa un tiempo de prueba
en Friburgo. Vuelve a París. Escribe libros en que su fe aspira ya a
evangelizar. En 1840 ingresa en L’Univers,
diario católico, en el cual antes había escrito. El gobierno de Guizot lo envía
en comisión a Argelia, donde pasa varios meses al lado del general Bugeaud. Se
reincorpora a L’Univers en 1842,
consagrándole desde ese momento las horas de su vida, los frutos de su
inteligencia, las esperanzas y ambiciones del alma.
Francia vivía,
bajo el régimen de la burguesía liberal, una de las épocas de mayor decaimiento
religioso. La política era la única preocupación de hombres y gobiernos. El
catolicismo no influía en nada, por no ser elemento de elecciones ni de
revoluciones. El clero, galicano en buena parte, no veía con agrado la
influencia de la Santa Sede. El liberalismo doctrinario proclamaba el dogma
democrático de la libertad, mas la libertad de los católicos, prácticamente, se
limitaba a esfera del culto, sin amparar también, como debía ser, la libertad
de enseñanza establecida en la Carta de 1830. De esta contradicción entre los
principios y la realidad social, entre lo que exigían las tradiciones de un
país católico y lo que los hombres de fe combatiente se veían forzados a
soportar, surgió en unos pocos individuos la necesidad de afirmar enérgicamente
los derechos de la religión.
Mas ¿cómo
afirmarlos? Unos, como Lamennais, Montalembert, Lacordaire, erraron de entrada
el camino. El Papa los llamó a silencio. Lamennais se sometió, pero quedó
herido. Años después acabó en rebelión contra la Iglesia. Otros, eran católicos
legitimistas, católicos liberales, católicos indiferentes a la situación social
de la religión, católicos que anteponían los derechos del Estado a los derechos
eclesiásticos, católicos transigentes, católicos ansiosos de una paz que les
conservara, por lo menos, la tolerancia de los enemigos, aunque fuera a riesgo
de concesiones en que es maestra la debilidad moral. En hora tan grave, Luis
Veuillot asume la jefatura de redacción de L’Univers.
En el acto
define su pensamiento de un modo nítido y cabal, coincidente con la opinión de
los buenos católicos franceses. Dijo en su manifiesto inicial:
«No nos
proponemos anticipar el juicio de Dios sobre los problemas que hoy se debaten,
ni forzar lo porvenir para arrancarle secretos que serán esclarecidos nada más
que cuando deban serlo. Sin embargo, despojados de toda prevención contra
opiniones leales y permitidas; persuadidos de que lo que hay de honesto y
legítimo en el desorden presente hallará su lugar en el orden futuro,
asentándose por sí mismo, nosotros no somos totalmente hostiles sino a la
fuente radical del desorden, que es la impiedad, la depravación de las
doctrinas, el espantoso envilecimiento de las costumbres. Justos con todos,
sometidos a las leyes del país, devotos de las ordenanzas de la Iglesia, libres
y cristianos, reservamos nuestro homenaje y nuestro amor sólo a la autoridad
digna de nosotros, que apartándose de la anarquía actual, dé pruebas de
pertenecer a Dios por ir hacia los nuevos destinos de Francia, con una cruz en
la mano».
[...]
[...]
* En «Louis Veuillot» (Conferencia pronunciada en los Cursos de Cultura Católica el 6 de julio de 1938), Ed. ADSUM, Buenos Aires, 1938, pp. 7-17.