Reflexiones sobre la Patria (I)
P. ALBERTO EZCURRA (1937-1993)

“Decíamos ayer...” quiere rendir homenaje, en un nuevo 2 de abril, a todos los héroes que combatieron, y a los que generosamente ofrendaron su vida por la Patria, en la guerra por la recuperación de nuestras Islas Malvinas. Para ello nada mejor que estas magníficas letras de nuestro querido P. Alberto Ezcurra, las que, por su extensión, serán entregadas en dos partes.



 A los caídos en la frontera sur de la Patria,
«dulce et decorum est pro patria mori»
I
    “Patria es la tierra donde se ha nacido” dice el poeta. Pero la patria no es solamente la tierra, un contorno geográfico. La tierra es para la patria lo que la casa es para la familia. Y al hablar de la casa no pensamos en los modernos departamentos ni en aquellas viviendas que surgen como termiteras en los barrios fabricados apresuradamente con materiales baratos. “Máquinas para vivir”, espacios abstractos, fríos e intercambiables, dimensión aséptica e impersonal donde es imposible el afecto, funcionalidad que es la negación absoluta de la belleza arquitectónica.
    La patria se compara a la casa solariega, donde existe dimensión humana, que hace posible el arraigo nacido de la tradición familiar, el amor y el esfuerzo sacrificado, donde hay cultivo –cultura– de la tierra.
    Sólo así –si se concibe como morada familiar– se comprende que alguien sea capaz de luchar y de morir por ella. “No vale la pena pelear por un pedazo de tierra”, dicen los escépticos. Por cierto que pelearían por un pedazo de tierra si se encontraran de sopetón con un extraño que ha invadido la cocina de su casa.
    Recordemos también que el Papa, en un gesto casi religioso, besa el suelo patrio de cada pueblo que visita.

II
    “La patria son los hombres y los muertos”, dijo también el poeta. Y esto ya nos acerca más a la patria comprendida en su aspecto esencial de comunidad humana. “Un pueblo, decía Vázquez de Mella, no es un todo social simultáneo, sino un todo social sucesivo”.
    La patria argentina no se identifica con los argentinos que hoy habitamos su territorio. También la integran aquellos ausentes que con su esfuerzo y sacrificio nos legaron esta patria que hoy poseemos, no en propiedad sino en administración.
    Patria son los conquistadores y los misioneros, que con la cruz y la espada vinieron a ganar, no sólo tierras nuevas para el rey en cuyos dominios no se ponía el sol, sino también un nuevo continente para Cristo.
    Patria son los gauchos que defendieron con sus lanzas las fronteras del norte y los ejércitos que, para afirmar la independencia cruzaron la cordillera bajo la protección y el mando de la Virgen Generala.
    Patria son aquellos que en la Vuelta de Obligado tendieron cadenas sobre el río Paraná, como un símbolo que pretendía cerrar el paso a las escuadras de las dos naciones más poderosas de la tierra.
    Pero también son la patria los gringos que llegaron después para talar el monte y abrir los surcos y hacer fecunda la tierra con su sacrificio y su trabajo.
    La patria que recibimos es una herencia regada con la sangre de los héroes y con el sudor del gaucho en las estancias, del gringo en las colonias, del obrero en las fábricas del suburbio.

III
    Es una herencia que recibimos, y que tenemos que conservar y engrandecer, que custodiar y transmitir. Porque la patria no son solamente los muertos que la construyeron, ni los que hoy vivimos sobre su territorio, sino también las generaciones que vendrán.
    Somos responsables de ella ante el pasado y el futuro. No tenemos derecho a dilapidar la herencia como hijos pródigos, ni tampoco a legarles a nuestros hijos una patria empobrecida o mutilada, una colonia o una factoría, en la que nacerían como siervos o como esclavos.
    Somos responsables ante el pasado y el futuro. Pero ni los muertos ni los que no han nacido pueden pedirnos cuentas si somos infieles a esta responsabilidad. Los muertos tendrían que esperarnos en el más allá, para reprocharnos cuando sea demasiado tarde y a nuestros hijos sólo les quedaría el consuelo de insultarnos en los libros de historia y de manchar con alquitrán nuestros monumentos.
    Pero Dios sí puede pedirnos cuenta y, por cierto, lo hará. Porque no nacimos aquí de casualidad. Fue su providencia la que quiso que viniéramos al mundo en este espacio de la patria y en este momento de la historia y, por el solo hecho de situarnos en estas coordenadas espacio-temporales, nos asignó una misión de cuyo cumplimiento depende también nuestro premio o castigo, cuando se abran para nosotros las dimensiones de la eternidad.

IV
    Hay tres virtudes que obligan al cristiano respecto de su patria. En primer lugar la piedad, que nos lleva a servir, honrar y reverenciar a los padres y a la patria “pues de ellos y en ella hemos nacido y nos hemos criado”, por lo cual “después de Dios es a los padres y a la patria a quienes más debemos” (Santo Tomás, Suma Teológica II-II, q. 101, a.1).
    El término “patria”, derivado de “patres”, nos hace mirar hacia el pasado, hacia quienes son principio de nuestra existencia. De la patria como de los padres recibimos no sólo la vida, sino el alimento, la raza, la lengua, la cultura, la religión. Todo un pasado nos diferencia y nos une y nos hace mirar hacia el futuro como “unidad de destino en lo universal”.
    La Iglesia en su doctrina social ubica entre los principios fundamentales el “principio de solidaridad”. La pertenencia a un pueblo, a una patria determinada no es un “contrato”, producto de nuestra libre voluntad. No elegimos la patria, como no elegimos la familia en que nacimos. Y, sin embargo, el hecho de pertenecer a ella crea lazos e impone obligaciones. También aquí, señala Hoffner, lo óntico funda lo ético, el ser de hecho condiciona el deber ser.

V
    Así como “patria viene de “patres”, “nación” deriva de “natus”. Si el primer término nos lleva a mirar hacia el pasado, el segundo se refiere a la herencia, al heredero, mira hacia el futuro. La patria hecha nación nos habla de una responsabilidad, de una misión, de una empresa común en cuya continuidad y realización estamos comprometidos.
   Surge así espontánea la idea de bien común, clave de bóveda para una sociedad a la que concebimos como un todo de orden y de finalidad y, en relación al bien común, la virtud humana y cristiana de la justicia legal, que ordena a éste los actos de todas las otras virtudes.
    La justicia legal nos ordena al bien común como las partes al todo. El bien común de la sociedad –concreta, de la nación, de la patria– debe estar por encima de todos los intereses particulares. Cuando priman los intereses particulares –individuales, de clase, de sector o de partido– una sociedad se disgrega iniciando un proceso de corrupción cadavérica.
    La justicia legal nos lleva a “superar la ética individualista” y nos compromete en la promoción del bien común, considerada por el Concilio “como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo” (G. et S., n°30).
    Santo Tomás respondía ya con vigor a la objeción egoísta de que “los que buscan los bienes comunes descuidan su propio bien” señalando que “quien busca el bien común de la multitud busca también de modo consiguiente el bien particular suyo”, y fundaba esta respuesta en dos razones: “la primera es porque el bien particular no puede subsistir sin el bien común de la familia, de la ciudad y de la patria. De ahí que Valerio Máximo dijera de los primeros romanos que ‘preferían ser pobres en un imperio rico a ser ricos en un imperio pobre’. La segunda, porque, siendo el hombre parte de una casa y de una ciudad, debe buscar lo que es bueno para él por el prudente cuidado acerca del bien de la multitud, ya que la recta disposición de las partes depende de su relación con el todo” (Suma Teológica II-II, q. 47, a. 10, ad 2).
    Promover el bien común en la verdad, en la justicia y en la caridad es el modo mejor –efectivo y no declamatorio– de trabajar por la paz verdadera, “tranquilidad en el orden”.
   Pero circunstancias excepcionales –calamidades, subversión interna, agresión externa– nos pueden llevar de la promoción a la defensa del bien común, defensa que puede exigirnos el heroísmo y el sacrificio, con los solos límites que expresa en su profunda sabiduría la antigua copla española:

“Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar, mas el honor
es patrimonio del alma
y el alma sólo es de Dios”.

(Continuará)


Publicado en “Mikael, Revista del Seminario de Paraná”, Año 10, n°29. Segundo cuatrimestre de 1982.




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