«Íconos» - Carlos A. Sáenz (1895-1976)
El objeto religioso (ícono,
edificio, música) está destinado a recibir una vida sacramental, y debe
proporcionarse a ella. La palabra «símbolo» es pobre para expresar ese
misterio. La noción de sacramentalidad puede ser entregada en una fórmula, pero
dudo que sea aceptada por el artista moderno. Quizá convenga recurrir a la
noción de magia. El objeto religioso sería (según ese torpísimo símil) como un
objeto mágico. El artífice construye el objeto, pero en virtud de la dirección que
le ha sido impuesta, su obra adquiere una eficacia que no proviene de él.
Pensemos, por ejemplo, en el
tema del Crucifijo. Para la «academia» es un desnudo de hombre agonizante o
muerto. Pero aun para el artista no es otra cosa como tema, es decir como
sujeto. Basta, por supuesto, para una obra de belleza. El artista logrará
expresar la emoción personal, la maravilla de su alma. Que esa emoción nazca
del tema considerado intelectualmente, o de algún accidente plástico, es lo mismo
para la obra. Pero si el teólogo dirige, la obra se compone de elementos trascendentales.
La Cruz recibe la veneración del Crucifijo, es el Árbol adorable. El Cristo
está desnudo como expresión de la pobreza absoluta. El paño de la cintura no es
un resto de su vestido, significa la vergüenza del primer Adán. La corona de espinas
no es sólo un suplicio, es una corona que expresa la realeza en el dolor y el oprobio.
Los clavos son los sellos del Libro de la Sabiduría. Etc., etc. El teólogo se mueve
en lo revelado y traduce en imágenes. ¿Cuál es el camino de esa comunicación? Cuando
se considera el arte religioso moderno, se tiene la sospecha de que el secreto
esté perdido.
Por lo menos habría que exponer
las dificultades. Hay, por ejemplo, un asunto enteramente moderno: el Corazón
de Jesús. Es una revelación para esta época, para los «últimos tiempos». ¿Acaso
el carácter de estos «últimos tiempos» nos impide traducirlo en imagen? La
Pasión no está fijada en la historia: es un hecho presente. Pero el Corazón de
Jesús parece que nos trae un progreso en la intimidad de esa presencia.
Cristo baja de la Cruz a causa
de la frialdad de los hombres. Viene apostólicamente. No puede representársele
desnudo, pero el vestido debe cubrirle sin vestirle, porque los atributos de la
Pasión no han de ser alterados sino trasladados. El oprobio y el dolor ya no
están en su rostro y en sus miembros, pero se reflejan en ellos. La cabeza no
tiene la corona, pero siente la corona. Los miembros no están estirados en la
Cruz, pero son la Cruz. Todo reside en el corazón. Allí están realmente la Cruz
y la corona y el fuego y la herida del costado. Es la Pasión vista por la
herida del costado: una divulgación de las entrañas de misericordia. El corazón
está de manifiesto, sobre el pecho, que es un ostensorio. No puede ser tratado
con verismo. Más que pintado o esculpido debe estar escrito. Escrito, porque es
una palabra a los hombres. Escrito, porque en él se cumplen todas las
Escrituras. Corazón doloroso, cor
myrrhatum, mare amarissimum, omni tam angelico quam humano intellectui
innavigabile[2].
El artífice espera la palabra del teólogo o del místico que haya volado
como un ave marina sobre esa amargura inconmensurable.
* En «Revista Número», Buenos Aires, N°6 - junio de 1930.
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