«¿Qué es eso de democracia?» - Alberto Falcionelli (1910-1995)

  La democracia es la esperanza del mundo
Franklin Delano Roosevelt

Pongámonos de acuerdo desde el vamos: no uso el término «democracia» más que cuando no me queda otro remedio –como sucede actualmente–, pues nadie logró jamás ilustrarme acerca de su sentido exacto, acerca de los modos de su relación con la realidad, ni siquiera el mejor dotado cultor de la así llamada Ciencia Política contemporánea. De tal suerte, a pesar de la sentencia roosveltiana que figura en el epígrafe y que es la expresión de la determinación religionaria más absoluta; a pesar de los dichos emitidos por W. S. Churchill inter pocula cynicorum acerca de la naturaleza imperfecta, pero única aceptable, de esta institución[1]; ninguna glosa teórica, ninguna constancia histórica, filosófica o sociológica lograron persuadirme de que «la democracia es la esperanza del mundo», o aun «el menos inaceptable de los sistemas políticos, por poco satisfactorios que todos resulten»; y de que, por vías de consecuencia, la democracia, reducida a sus propios recursos, nunca jamás logre salvar a la democracia, ente increado y, por lo visto, nada dispuesto a nacer. Pues su signo invariable, un signo negativo reñido con toda realidad, es por lógica natural la indefinición y, consecuentemente, la fuente de todas las desuniones políticas. La confusión del Cielo y de la Tierra, en suma, lo que me lleva a suscribir sin la menor vacilación la sentencia del Cardenal de Richelieu: «La salvación de las almas se cumple en el Cielo, la de la Ciudad se cumple en la Tierra», la cual ilustra marginalmente la definición algo escatofílica debida al padre de la filosofía evolucionista. Incluso lo que los doctrinarios y las profesionales de la política, sus usufructuarios, llaman «democracia pluralista» –en la que todas las bondades de este polifacético hallazgo deberían encontrar su punto óptimo de conjunción– es justamente esto: indefinición y desunión.

Para comprobarlo será suficiente, además de conveniente, que nos reportemos a los compases finales de la Segunda Guerra y a sus secuelas todavía actuantes y más deletéreas si cabe que en aquellos tiempos aciagos.

Con la derrota del Eje –dejémonos de rumiar pamplinas como ésa de la «Cruzada común de las democracias contra el fascismo»–, la palabra «democracia» no ha dejado un solo día de llenar discursos y tratados, de ocupar cátedras, editoriales, tribunas y tribunales, de invadir todos los instantes de nuestra vida, de irrumpir sin la menor justificación aparente en los rincones más reservados de nuestra intimidad, de imponernos el método preciso e inapelable que nos permitirá ser por fin ciudadanos decentes. Quien sentía y vivía –usted y yo–, por así decirlo, como la buena gente, democráticamente, esto es, sin darse cuenta de ello porque no lo hacía por mandato ideológico, sino por buena crianza y cordialidad natural, se vio colocado de sopetón ante la obligación insoslayable de proclamarse democrático a voz en cuello desde los tejados, de acariciar con sus arrullos los oídos de los nuevos Catones (y de huestes armadas para evitar lo peor), de mostrarlo incluso en su modo de vestir y en su trato selectivo con los vecinos y sus familiares mismos. A partir de 1945, todo ciudadano ha sido medido –sigue siéndolo más que nunca, si bien quizá sin tanta vociferación– con el metro de la democracia, que era y que es el único metro jurídicamente registrado. Todo centro cultural, toda asociación profesional, toda sociedad de fomento o de beneficencia tuvo y tiene que adornarse con ese calificativo. En esto se ha ido más lejos aún que en la época del fascismo del que, por lo demás, sería razonable de una vez por todas y para una correcta inteligencia del tema, que dejáramos de confundirlo con el nacionalsocialismo y con el mismo totalitarismo en sí. Totalitarismo no ha habido más que dos ya que este fenómeno, propio del siglo XX encuentra su verdadera naturaleza y su cumplimiento en el nacionalsocialismo precisamente y en el marxismo-leninismo. Es sintomático, en efecto, que entre todos los movimientos políticos registrados en Europa entre las dos guerras y hasta el final de la última, a los que, simplificando, los portadores de la Conciencia Universal tacharon de «fascistas», el único que, con el comunismo, se puso bajo el sino de la bandera roja fue aquel que Hitler inventó y lanzó al asalto del mundo con el triple propósito de imponer la dominación de la raza ario-germánica al resto de la humanidad, liquidando físicamente a los «racialmente impuros», de eliminar a los remanentes germánicos o no de todas las estirpes de origen aristocrático, de destruir al capitalismo considerado por él como «instrumento del judaísmo internacional».

Fascismo no hubo más que uno, el italiano, creado para los italianos por Mussolini que, con él, gobernó a Italia, muy bien por añadidura, durante más de veinte años. Esto lo reconoció, cuando aún dirigía «L’Express», el imprevisible J.J.S.S. (Jean-Jaques Servan-Schreiber), atleta de todo progresismo habido y por haber. Pues bien, el fascismo mussoliniano, fue una empresa, no socialista por cierto, ni populista tampoco, sino nacionalista y corporativista, que surgió de la voluntad de resistencia de las clases medias ante la amenaza comunista; movimiento propiamente «reaccionario», pues, y justificadamente reaccionario en el sentido etimológico del término puesto que, para contener con eficacia la marea roja, debía substituirse a los partidos burgueses –liberales, democristianos, socialistas reformistas–, dispuestos a todos los cedimientos ante ella atrapados ya en esta vertiente. 
Conferencia de Therán - 1943
Los campeones gordos y menudos de la Conciencia Universal deberían tener presente que cuando se califica a alguien o a algo de reaccionario, habría que empezar por establecer contra qué este algo o este alguien reaccionan y de qué medios se valen para defenderse, porque toda defensa es obviamente una reacción, la que nos lleva a resistirnos a un agresor armado de puñal, por ejemplo, al que no perderemos nuestro tiempo y nuestra vida preguntándole cuáles son sus intenciones. En lo que hace a la necesidad de no confundir fascismo y nacionalsocialismo, se opone el hecho cierto de que Mussolini se alió con Hitler. A los cual contesto con la pregunta: ¿con quién se aliaron Franklin Delano Roosevelt y Winston S. Churchill si no con el portador habilitado del totalitarismo marxista-leninista? Si se insiste en confundir «fascismo» y nacionalsocialismo, sería lógico proceder a la misma operación con respecto a la alianza del descendiente de Marlborough y de su socio transatlántico con el «bandolero georgiano»
[2] (W. C. Bullit dixit).

Lo real –lo real es racional ¿no es cierto?–, lo real es que, en aras de la irrenunciable religión democrática, la confusión tenazmente buscada se ha cumplido de modo irreversible: derecha = fascismo; fascismo = nacionalsocialismo; nacionalsocialismo = horno crematorio. Y como derecha = fascismo y éste nacionalsocialismo, por consecuencia irrebatible, derecha = horno crematorio, esto es, vocación oculta por el genocidio. Genocidio y horno crematorio, derecha, fascismo y nacionalsocialismo, reacción para coronar el razonamiento, son términos intercambiables que, todos, expresan idénticas manifestaciones del mal en la tierra. Por consiguiente, la democracia es el bien y el bien es la democracia.

En efecto, desde hace casi cuarenta años ¿qué han sido nuestros países? Democracias, y democracias que se quieren, pretenden ser por lo menos, «duras y puras». ¿No sostenía un gran rotativo de Buenos Aires en noviembre de 1955 que «el único totalitarismo aceptable es el totalitarismo de la libertad» (cito de memoria)? ¿Por qué nuestros países se empeñan en tener eso que llaman «política exterior», característica de los sistemas autoritarios, reñida, por consiguiente, por su naturaleza (o su no-naturaleza) con el laissez faire, laissez passer propio de la idea democrática que no se concibe a sí misma más que en escala mundial, suscriben alianzas, o las ponen en hibernación a la espera de reanimarlas para el caso etc., etc.? Para salvar la democracia. Era más coherente el presidente Frei que quería salvar la democracia sin suscribir alianzas más que con la idea democrática, algo así como la serpiente que se muerde la cola. ¿Por qué Inglaterra, Francia, Holanda, España, Portugal, etc., tras haberse liberado de la «carga del hombre blanco», se somete a la obligación, aceptada por ellos como deber absoluto, de distribuir miles de millones de dólares a sus antiguos protegidos más o menos melánicos? Para encaminarlos a la práctica de la democracia, aun cuando recorran este camino sobre alfombras de cadáveres. Que lo que queda –quiero decir, el país ex colonialista mismo, la Pérfida Albión, la Dulce Francia, el País de los Pólderes, la piel de Toro, la Patria del Oporto– vaya deslizándose en la crisis económica latente hacia la catástrofe final, que estos antiguos centros de civilización se reduzcan mientas tanto a meras expresiones folklóricas, y a sucursales financieras de sus antiguos «esclavos» petroleros ¿qué más da, con tal de que la idea democrática siga alta en el empíreo?

Con todo, y en suma ¿de qué democracia, de qué defensa de la democracia, de qué educación democrática se trata?

Pregunta ésta que exige no pocas, además de extensas, contestaciones.

* En «Hablando de Democracia», Revista Moenia XV, Buenos Aires - diciembre de 1983.


[1] Churchill habría expresado que «la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás» (Nota de «Decíamos ayer...»).
[2] Se refiere el autor a Josef Stalin, gobernante de la URSS, y con quien en la 2ª Guerra Mundial EEUU y el Reino Unido conformaron una alianza que quedó definitivamente consolidada con los acuerdos establecidos en la Conferencia de Teherán (noviembre/diciembre de 1943) (ver foto incluida en esta publicación), en los que, entre otras lindezas, se pactó la cesión a la URSS de los territorios de Polonia ya ocupados, a pesar de las airadas quejas del gobierno polaco en el exilio que fueron ignoradas; la provisión a los partisanos comunistas de Yugoslavia, al mando de Josef Tito, de suministros y equipamientos militares, y la realización de operaciones comando y bombardeos para el triunfo de aquéllos; los aliados occidentales deberían poner en marcha el desembarco en Francia con el fin de abrir otro frente para debilitar al ejército alemán; presionar a Turquía para que declare la guerra a Alemania, etc., etc. La alianza con la URSS fue ciertamente decisiva para el triunfo de las potencias llamadas «Aliadas» y la posterior entrega de media Europa en las garras del comunismo (Nota de «Decíamos ayer...»).

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